“El ideal posible es la buena muerte, no la inmortalidad”
El filósofo Jesús Mosterín defiende la competencia de cada uno para decidir sobre el fin de su vida
Hay dos vidas, la biográfica y la biológica. La segunda es la natural, que tiene un límite espacio- temporal. La primera es una obra de arte en la que cada uno de nosotros es un artista de su propia vida, un director de su película, un escritor de su novela. Pero uno se encuentra con el primer capítulo, el del nacimiento del protagonista, ya escrito. Y por tanto solo nos queda continuar con la novela e intentar escribir el último capítulo, el de tu propia muerte. Con frecuencia, un zarpazo nos sorprende y el libro queda truncado porque el final no es nuestro. Otras veces, los legisladores, los jueces, los obispos, los médicos, irrumpen y nos apartan de la dirección de la película imponiendo escenas inacabables, de miseria y agonía, que no estaban en el guión, en lo que se llama el encarnecimiento terapéutico, y “convierten nuestra obra de arte, nuestra película en un bodrio lamentable”.
“Porque”, continuó su razonamiento el filósofo Jesús Mosterín, “lo ideal no es la inmortalidad sino la buena muerte, elegida, sin dolor, con un primer narcótico y una inyección letal bien pensada, rodeado de nuestros seres queridos y asistido por un médico competente”.
Esto es La buena muerte, el título de la conferencia que impartió ayer el conocido pensador bilbaíno en Claustre Obert, el espacio de debate y reflexión auspiciado por EL PAÍS y la Universitat de València. El propio Mosterín manifestó su sorpresa cuando vio llena la sala de la Nau Centre de Cultura de la Universitat para oír hablar de la eutanasia, de la muerte, de uno de los tabúes del ser humano, que vive el trance como si fuera algo peculiar de su especie, cuando todo lo que tiene vida muere.
El catedrático de Lógica de la Universitat de Barcelona y activista defensor de los derechos de los animales empezó su intervención sentando sucintamente unas bases científicas de la normalidad de la muerte. Incidió en que la muerte es consecuencia de la sexualidad. La reproducción a través del sexo diferencia a los mortales, como los seres humanos, de las bacterias, que se van replicando y no necesitan a otra. Las bacterias son potencialmente inmortales, aunque, en realidad, todo empieza y todo acaba. En millones y millones de años, el agua del planeta Tierra se evaporará por el calor del Sol; unos cuantos millones de años más, la galaxia Andrómeda chocará con la nuestra. Todo se acaba, concluyó el reconocido filósofo en su intervención, que se enmarca en la exposición La otra cara de la vida. Cultura funeraria, ayer y hoy, que se puede visitar hasta el 31 de agosto en el Palacio de Cerveró de Valencia, sede del Institut d’Història de la Medicina i de la Ciència López Piñero (CSIC-UV). El director de este centro, José Antonio Díaz Rojo, presentó al conferenciante en compañía del vicerrector de Cultura, Antonio Ariño, que hizo de moderador.
Los seres humanos estamos compuestos por células y sabemos el número de veces en que se pueden dividir, gracias al denominado índice Hayflick. El número es 50. Este es el límite de la vida genética de nuestras células, límite que varía en cada especie.
Y las células pueden morir por necrosis o por apoptosis. La primera equivaldría a una muerte traumática, por accidente; la segunda es “un suicidio voluntario de las células”, que sería como un fallecimiento por vejez o por suicidio de una manera programada. “La muerte humana es igual que la de las células, la de los perros, la de las jirafas... No hay diferencias”, subrayó.
Mosterín sostuvo que sólo “uno mismo es competente para juzgar si su propia vida vale la pena seguir viviéndola”. Dejó claro que no se refería a las “fugaces depresiones adolescentes” ni “al desánimo y cobardía ante dificultades”, sino que defiende la posibilidad de que “personas maduras y estables ante problemas físicos terribles e irreversibles” puedan decidir su muerte asistida. Y abogó por que las leyes recojan ese derecho, como ya lo han hecho países como Suiza y Holanda, y la opinión mayoritaria de la gente que se refleja en las encuestas, aunque no en las leyes.
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