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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La palabra devaluada

Por mucha liquidez que inyectemos, si no recuperamos la confianza, el valor de la palabra, no saldremos de la crisis

Lluís Bassets

Ya que no podemos devaluar la moneda, hagámoslo con la palabra. La palabra política se deprecia cada día que pasa en España. Empezando por la del presidente del Gobierno que la sacrificó en el altar de la patria: está dispuesto a desmentirse y a romper sus promesas tantas veces como lo exija la salida de la crisis. Una palabra depreciada no sirve para la persuasión. Tampoco para la explicación. La desconfianza en la palabra conduce al mutismo. Es la política sin comunicación, de larga tradición despótica: ve esclavitud en la palabra y dominio en el silencio. Nada de transparencia ni de control democrático, nada de explicaciones ni de discusión de las decisiones. No hay democracia sin palabra, inscrita en su raíz en el nombre del Parlamento.

La palabra es también respeto y consideración hacia los ciudadanos. En plena devaluación de la palabra no extrañan los eufemismos, silencios y tergiversaciones como los practicados por el presidente del Gobierno. Este sábado ha incurrido en una flagrante desconsideración con su mutismo y ausencia ante la decisión probablemente más importante de nuestra reciente historia. Tuvo que ser el ministro de Economía, Luis de Guindos, en su calidad de miembro del Eurogrupo, no de gobernante y representante de los españoles, quien diera la correspondiente conferencia de prensa para presentar el rescate financiero de la banca española como si fuera una mera y simpática apertura de una línea de crédito incondicionada a unas empresas en crisis.

Ni siquiera se permitió explicar inicialmente la cantidad exacta a disposición del sistema financiero español, el bazooka de 100.000 millones de euros. Según dijo, fue por cortesía con sus compañeros del Consejo de Ministros de Economía de los países del euro o Eurogrupo, cortesía que no hizo extensible a los más afectados, los ciudadanos españoles, y que su patrono, Mariano Rajoy, prefirió diferir hasta la desangelada conferencia de prensa que convocó en La Moncloa el domingo por la mañana.

Era evidente que una comparecencia inmediata de Rajoy con el bazooka en la mano, tal como exigían las circunstancias, habría escenificado con mayor claridad la gravedad de la decisión europea, cuando lo que interesaba era exactamente lo contrario. También habría suscitado preguntas que a estas horas no tienen respuesta, sobre la resistencia española a solicitar la ayuda europea, los esfuerzos para aplazarla o la pérdida efectiva de soberanía implícita en la decisión. El presidente del Gobierno prefirió la cortesía diferida de comparecer el domingo por la mañana, a pelota pasada, enfriadas ya las primeras reacciones y con los piadosos titulares en primera página de la prensa amiga, desmintiendo el rescate que todos los medios de comunicación internacionales anuncian sin eufemismo alguno.

Rajoy se presentó como salvador del euro y exhibió su capacidad de presión para obtener el maravilloso regalo de un rescate a medida y una intervención circunscrita al sector financiero, a sumar a la intervención en toda regla que él mismo ya desveló antes de alcanzar La Moncloa, cuando todavía no practicaba los eufemismos, las medias verdades y las directas tergiversaciones. Hay que hacer la media entre lo que decía cuando era el jefe de la oposición y lo que dice ahora, pues la suma de las exageraciones de antaño y los disimulos de hogaño da como resultado exacto un país sin márgenes presupuestarios ni espacio para la política y las decisiones del Gobierno, donde tanto da que la mayoría sea absoluta como relativa y que las comunidades autónomas estén intervenidas porque el país entero lo está, gracias a que lo está su sistema financiero.

No es una mala noticia, es verdad. Tiene Rajoy harta razón en una cosa: es bueno para el euro y bueno para Europa. La mala noticia es la devaluación de la palabra que sufrimos, que permite mantener el silencio y la opacidad, soslayar las investigaciones y los Parlamentos, y exhibir con cinismo las mayorías absolutas y la inutilidad de las comisiones parlamentarias del pasado. La confianza perdida se debe a la devaluación de la palabra. Por mucha liquidez que inyectemos, si no recuperamos la confianza, el valor de la palabra, no saldremos de la crisis.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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