Quién quieres ser
Un amigo sabio me cuenta que ha dado el siguiente consejo a una adolescente que va a vivir a otro país y a la que tal vez no vea en mucho tiempo: no te olvides de preguntarte a ti misma, a menudo, “¿quién quiero ser?”
Me hace gracia la pregunta. Bueno, gracia tal vez no sea la palabra. Me llama la atención que, en todo caso, se aplique a jóvenes un poco perdidos, un poco aturullados, que aún no han decidido qué camino seguir. ¿Y si diéramos el mismo consejo a adultos hechos y derechos, dando a entender, por tanto, que nadie es tan adulto, ni está tan hecho ni tan derecho que no pueda cambiar? Resultaría un consejo turbador. Turbador y perturbador. Y qué decir si nos lo aplicáramos a nosotros mismos. Formular quién quisiéramos ser implica, de alguna forma, convocarnos a tener el coraje, la voluntad y la disciplina necesarias para llegar a serlo. O reconocer, por el contrario, que no tenemos el arrojo suficiente.
La tradición literaria ha expresado este deseo (esta frustración, tal vez) de innumerables maneras. Recuerdo a Unamuno, exclamando (en Vida de Don Quijote y Sancho): “Don Quijote discurría con la voluntad y al decir: ‘¡yo sé quién soy!’ no dijo sino ‘¡yo sé quién quiero ser!’ Y es el quicio de la vida humana toda: saber el hombre lo que quiere ser. Te debe importar poco lo que eres, lo cardinal para ti es lo que quieras ser”. O a Marguerite Yourcenar, quien complicaba aún más el asunto al afirmar (en las notas finales de Memorias de Adriano) que toda vida humana se compone “de tres líneas sinuosas, perdidas hacia el infinito, constantemente próximas y divergentes: lo que un hombre ha creído ser, lo que ha querido ser y lo que fue”.
Da gusto por eso encontrarse con gente que, de una manera sensata, sabe quién quiere ser. Me pasó el otro día al leer la entrevista al arquitecto chileno Alejandro Aravena en El País Semanal. Contaba lo que aprendió de su paso como profesor en Harvard: lo que no quería ser. Gente de 60 años que no tiene vida personal, que no para un momento por casa, que no ve más allá de su ego y su ambición profesional. Como Steve Jobs, quien tuvo que dictar su vida a un biógrafo, porque —según su confesión— “quería que mis hijos supieran por qué yo no estuve ahí”. Es decir, subraya Aravena, “se lo cuenta al periodista en lugar de contárselo al hijo. De estos personajes tenemos muchísimo que aprender para corregir el curso de lo que no queremos que sean nuestras vidas”. Porque el desafío consiste, precisamente, en ensayar una vida equilibrada entre lo personal y lo profesional. O, como concluye el arquitecto: “Si tienes algún talento, en vez de usarlo para llegar más lejos, úsalo para llegar más acompañado”.
Saber lo que no se quiere resulta, en definitiva, algo más fácil. Más valentía, más audacia requiere, en cambio, preguntarse quién se quiere ser, y no sólo de joven, sino de adulto, y no sólo de adulto, sino de mayor…
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