Ser autoras de nuestras vidas: Mark Zuckerberg, la censura y el feminismo
La sacralización de la libertad de expresión, de la que hacen gala Meta y los que ponen el grito en el cielo con la dictadura de lo políticamente correcto, muestra la misma torpe literalidad que la censura
Hace unos días Mark Zuckerberg anunciaba un cambio en la política de moderación de contenidos de Meta. Lo hace, afirmó, porque considera que hay que volver a priorizar the speech. Esta palabra inglesa hace referencia a la capacidad y la acción de hablar. A lo que nosotros llamamos libertad de expresión, en inglés lo llaman mayoritariamente freedom of speech, como en la famosa primera enmienda de la Constitución estadounidense.
Me gusta que la lengua inglesa priorice así la voz y el lenguaje verbal por encima de todos los modos de expresión, pues reafirma lo que resuena en todas las mitologías, también en la mía: que al principio fue el verbo y que, si algo nos hace libres, es la palabra. Eso lo sabía bien el Gobierno británico que, en los ochenta, quiso censurar los mensajes del partido norirlandés Sinn Féin. Tomando eso de la voz con una literalidad que asusta casi más que el acto de censura, decidió que, en lugar de escuchar a sus líderes en televisión, sus voces fueran dobladas. Huelga decir que esta esperpéntica medida resultó contraria a su objetivo: cada telediario servía como recordatorio de que efectivamente algunas libertades estaban siendo violadas.
El feminismo ha puesto históricamente el foco precisamente en el concepto de voz, para mostrar cómo las voces de las mujeres se silencian no a través de una censura explícita, sino de mecanismos mucho más difíciles de detectar y erradicar, como la discriminación económica o la negación de legitimidad simbólica. La sacralización de la libertad de expresión, de la que hacen gala Zuckerberg y los que ponen el grito en el cielo con la dictadura de lo políticamente correcto, muestra la misma torpe literalidad que la censura inglesa: obvia estos mecanismos de silenciamiento y niega la complejidad de cómo se organiza y distribuye la palabra en cualquier sociedad.
Mientras escribo esto, tengo a mis pies una caja que recibí hace unos días. Sé que en ella están los ejemplares de mi nuevo libro, pero me resisto a abrirla. Siento una especie de aprehensión, temo que, en cuanto los libere, sus palabras se desparramen por la casa y vayan hasta la ducha para, como decía el poeta Juan Gelman, irse por el agujerito sin que nadie ponga el dedo. Tanto trabajo destinado a desaparecer en un mínimo remolino junto a cuatro pelos y espuma.
Seguramente quien me lea, y yo misma a menudo, se preguntará a qué viene tanto alboroto: no me han faltado púlpitos, y las mujeres hemos alcanzado una notoriedad en el panorama literario antes inédita. Pero hay algo que persiste, un pasado distinto. Como dice Marta Sanz, con esa capacidad única que tiene de encarnar la palabra, “es muy difícil desprenderse de la grasa que nos cubre la piel y de toda la información almacenada en nuestro occipucio y nuestra médula espinal”. Confieso que no sé qué es el occipucio, pero estoy segura de que allí está todo eso que no me deja abrir la caja: la falta de autoestima, la mirada masculina interiorizada, las ganas de complacer, el peso de las horas dedicadas a la literatura y no a los que me rodean, y mucho más que en cada creadora tendrá su especificidad.
Si a alguien de verdad le importa la libertad de expresión, debería correr a hacerse con un ejemplar del ensayo Silencios, de Tillie Olsen. Escrito hace casi 50 años, su vigencia resulta estremecedora
Si a alguien de verdad le importa la libertad de expresión, debería correr a hacerse con un ejemplar del ensayo Silencios, de Tillie Olsen. Escrito hace casi 50 años, su vigencia resulta estremecedora. A todo aquello que las mujeres tenemos en el occipucio ella lo llama “los gusanos invisibles”. En mi caso, y gracias a mis circunstancias socioeconómicas, no son más que gusanillos, y pese a sus cosquillas impertinentes sé que acabaré abriendo la caja. Pero Olsen habla de esos silencios forzados, de mujeres pero también de otros creadores cuyas voces aplastaron los gusanos y que oscurecen la historia y el presente literarios. Y nos exhorta a leer a las escritoras contemporáneas, a menudo abandonadas, pues “la ausencia de público es una forma de muerte”. Y ahí me vuelve la imagen de Gelman, la del agujerito por donde se escurren mis palabras sin dedo que lo impida.
Si me preguntan, y aunque lo digo sin rotundidad, no me parece mal la flexibilización de la moderación de Meta. El feminismo no puede renunciar a la libertad de expresión, por doloroso que nos resulte lo que a veces verbaliza. Pero también está obligado a complejizar qué la constituye, a poner luz sobre esos gusanos invisibles que la limitan y luchar para crear las condiciones, tanto materiales como culturales, para que no se reproduzcan.
El feminismo ha demostrado que la concepción liberal de autonomía surge de una ilusión de independencia profundamente sexista, clasista y racista
La jurista feminista Susan H. Williams propone un concepto que como letraherida me resulta especialmente atractivo. Tradicionalmente se ha defendido la libertad de expresión como un ejercicio de autonomía individual. Pero el feminismo ha demostrado que la concepción liberal de autonomía surge de una ilusión de independencia profundamente sexista, clasista y racista. No todo el mundo puede ejercer esa autonomía, y los que sí no lo han conseguido en soledad. Por eso, Williams nos propone que defendamos fervientemente la libertad de expresión, pero no desde una base individualista, sino como un ejercicio de autonomía narrativa: vivir la propia historia sí es un ejercicio de libertad radical, pero para vivirla debemos ser capaces de formularla y compartirla para que, como en la literatura, converse con otras historias.
Un poco lo que decía antes: al principio fue el verbo y todos somos contadores de historias. Desde esta perspectiva, esos silencios forzados de los que habla Olsen adquieren una dimensión aún más siniestra porque nos obligan a vivir vidas que no son nuestras. El feminismo tiene la capacidad de dar a la libertad de expresión su sentido amplio y justo. Pero para ello debe abordarlo con una complejidad que, aunque casa poco con las simplificaciones exitosas, es imprescindible si aspiramos a ser las autoras de nuestras vidas.
Mar García Puig es escritora, filóloga y editora. Su último libro es La historia de los vertebrados (Random House).
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