Joel Meyerowitz y Gonzalo Juanes, instantes de revelación en color
Dos exposiciones recorren la obra de sendos pioneros de la fotografía documental en color, que emprendieron una revolución visual, desafiando las convenciones de su tiempo en un entorno dominado por el blanco y negro
Hace ya más de seis décadas de aquel día en el que ver a Robert Frank trabajar cambió la vida de Joel Meyerowitz (Nueva York, 1938). El artista estadounidense trabajaba entonces como director artístico en una agencia de publicidad. No sabía nada de fotografía ni tampoco conocía al artista suizo. Sin embargo, verle moverse con su cámara le hizo tomar una decisión: quería ser fotógrafo. De regreso a su oficina, comunicó a su jefe su decisión de abandonar el trabajo, quien lejos de desaprobar su decisión le prestó una cámara. De forma instintiva el joven cargó un rollo de película a color. “Lo demás ya es historia. Meyerowitz se convertiría en unos de los últimos pioneros de la fotografía en promulgar el color como base artística y fundar un nuevo tipo de imagen, una forma de retratar en la que la fragmentación de la realidad se presenta siempre con el fotógrafo como centro de la fotografía”, destaca Miguel López-Remiro, comisario de Joel Meyerowitz. Europa 1966-1967.
La muestra, que acoge el Museo Picasso Málaga, recorre el viaje que el fotógrafo emprendió cuatro años más tarde por Europa. Meyerowitz partió de Nueva York en barco acompañado de su primera esposa, Vivian Bower, cargado con una bolsa de lona donde guardaba los más de 700 carretes que se disponía a disparar. Doscientas de estas imágenes configuran la exposición. El periplo, que comenzó en Reino Unido, llevó a la pareja a recorrer diez países, 23.000 kilómetros interrumpidos por una parada que resultaría determinante: una estancia de seis meses en Málaga, un lugar totalmente desconocido para el artista, donde fue desarrollando una mayor consciencia de sí mismo a la par que una mayor confianza en su voz artística. Al fin y al cabo, mirar a través de una cámara no dejaba de ser una manera de formular preguntas sobre el significado de estar vivo, y la fotografía un método de investigación existencial.
Desde sus primeros días en Londres, el fotógrafo advirtió un cambio en su mirada. Una frescura que le llevaba a estar atento a las pequeñas revelaciones, a los descubrimientos cotidianos de lo que se escondía detrás de él; a impresiones fugaces de aquel Viejo Mundo que no alcanzaba del todo a entender, ni a analizar, pero sí experimentar. Instantes que afianzaban la confianza que el autor había manifestado a lo largo de su vida en su respuesta instintiva, un instinto alimentado por una inquebrantable curiosidad. “Mi apetito por ver cómo se comporta la gente me ha dado mucho placer”, asegura el artista durante la visita guiada por la exposición que concede a Babelia. “Llevo más de 60 años en la calle. No tengo un estudio donde trabajar como un pintor. Ando suelto por el mundo”.
El proyecto del viaje suponía cancelar la participación del fotógrafo en New Documents, la influyente exposición comisariada por John Szarkowski en el MoMA, en 1967, originalmente pensada para incluir la obra de Meyerowitz junto a la de Diane Arbus, Lee Friedlander y Garry Winogrand, como representantes de una nueva generación de artistas cuya actitud, casi existencial hacia el medio, confería a la fotografía documental un enfoque con fines más personales. A cambio, aquella escapada por Europa significó para el autor tantas oportunidades como desafíos: “Me había propuesto defender ante la comunidad fotográfica de Nueva York que el color era algo a lo que debían prestar atención. ¡El mundo es en color!”, subraya el autor. Algo que por aquellos tiempos —en los que Walker Evans promulgaba que la fotografía era vulgar— era difícil de mantener.
Salvo excepciones, como Saul Leiter y Ernst Haas, los fotógrafos profesionales interpretaban el mundo en blanco y negro. El color era ostentoso, carente de autenticidad, algo asociado a las estrategias comerciales. No obstante, Meyerowitz llevaba siempre dos cámaras a mano: una con blanco y negro, la otra con color. Así, con frecuencia, disparaba dos fotos del mismo tema, cada una con una cámara, con el fin de evidenciar cómo funcionaba el color, creando una serie de contraposiciones que se exhiben en la muestra. Estas ofrecen información no solo sobre los métodos del fotógrafo sino sobre la influencia de cada una de las imágenes en la percepción. “Me preguntaba: ¿qué añade el color a la fotografía en blanco y negro? ¿Resulta mejor el blanco y negro por ofrecer un mayor impacto gráfico? El color otorgaba a la copia una temperatura emocional. Uno podía sentir con más intensidad la calidad de la luz o la calidad de la piel”, recuerda el fotógrafo. “El color añadía información. Era más descriptivo. Si de lo que realmente trata la fotografía es de describir, entonces en una fotografía en blanco y negro se pierde algo al eliminar el color”, concluye. Aun así, no será hasta principios de los setenta cuando el fotógrafo comience a trabajar exclusivamente en color.
“No imprimí ni una copia en todo el viaje. Todo estaba en los carretes. Simplemente rezaba”, asegura con ironía el fotógrafo. “A mi regreso a Nueva York pasé largas noches en el cuarto oscuro. El color era todo en diapositivas. Las impresiones eran carismas para mi bolsillo, pero a la gente le encantaban aquellas íntimas sesiones frente a un proyector”. No tardó en presentar una selección de 250 imágenes a Szarkowski. Al año siguiente el MoMA inauguraba My European Trip: Photographs from the Car by Joel Meyerowitz. Todo un homenaje al road trip compuesto por 40 imágenes en blanco y negro, que de igual forma se incluyen en esta ultima exposición.
Meyerowitz conducía a 100 kilómetros por hora, con la cámara en el regazo preparado para reaccionar cuando algo le llamaba la atención. Aún recuerda el sonido del fular de una mujer al viento, mientras adelantaba a la moto que la transportaba. “Conducía cerca de la Selva Negra, en Alemania, y justo al pasar un lago vi a una chica tan cerca de la carretera que podía ver cómo la luz quedaba reflejada en sus pechos. Un instante de gran ternura. Un segundo más y ese efecto tan bello había desaparecido. Viajar en coche es como estar dentro de una cámara, donde la gente te muestra imágenes reales que uno podría alcanzar”, comenta mientras se detiene en una de sus imágenes preferidas.
“Durante la primera semana que conocí a Joel, hace ya 35 años, me habló de dos cosas que me llamaron la atención”, apunta la artista y escritora Maggie Barrett, la segunda mujer del fotógrafo, quien se une a la conversación. “Primero sobre su padre, como el tipo de hombre que admiraba; la segunda sobre el tiempo que pasó en Málaga. Pensé que ambas cosas estaban relacionadas. Málaga le formó como persona y ambas historias me hablaban de la persona que era Joel. De su decisión por abandonar la rutina de su vida como fotógrafo de la calle en Nueva York, donde dejaba atrás a un grupo de colegas, para emprender su propio camino. De un tiempo de libertad en el que solo habría faltado el amor para cerrar aquel circulo”, añade. Barrett es autora de tres libros en colaboración con Meyerowitz. Es también la autora del texto que cierra el catálogo que acompaña a la muestra. De ella parte la iniciativa de incluir en la exposición una pequeña instalación, Reflection, que consta de un vídeo, para el cual editó, junto con Manon Ouimet, una selección de autorretratos realizados por el fotógrafo durante la pandemia, en 2020. “Pensé que al público le gustaría ver cómo es ahora el hombre que llegó aquí con 28 años, para completar ese círculo”.
La coherencia del color. Juanes y su fotografía inédita
En 1957, Gonzalo Juanes (Gijón, 1923-2014), autodidacta de la fotografía, pasaba horas en el laboratorio fotográfico de una multinacional donde ejercía como perito industrial. Fue por aquella época cuando empezó a probar la película para diapositivas en color Kodachrome. La luz filtrada de Asturias, su tierra natal, y ese ambiente nebuloso, resultaban muy adecuados para aquellos tonos. A principios de los sesenta, el fotógrafo estaba listo para abrazar definitivamente el color. “Por vez primera, encontramos un trabajo sostenido, metódico y en color de un fotógrafo español desarrollado desde principios de los años sesenta hasta el fin de sus días”, advierte Chema Conesa, comisario de Una incierta luz. Se trata de la primera gran exposición monográfica dedicada a este pionero de la fotografía documental en color y una de las figura más influyentes de la fotografía en España, aun así un completo desconocido para el gran público.
“Fue un hombre coherente consigo mismo”, advierte Conesa, durante une entrevista telefónica. “Se sabía fuera de la moda que discurría en su tiempo, pero al mismo tiempo le gustaba la fotografía, y la practicaba como una religión. Nunca ganó una sola peseta con ella. Ni siquiera le importó que no se exhibiese, ni se valorase. Estaba satisfecho con encontrar esa intimidad en la fotografía, esa es la clave de la coherencia de su trabajo”.
Todo había comenzado en Madrid, en los años cincuenta, donde realizó sus primeras fotos y conectó con un grupo de fotógrafos que pasarían a formar el grupo AFAL, con quienes compartía su rebeldía ante “la fotografía domesticada”. Renovadores de la fotografía en España, reivindicaban una fotografía socialmente comprometida, acallada por la dictadura de Franco y sometida a los cánones estilísticos preciosistas derivados de las artes plásticas. Sin embargo, Juanes optó por centrar su colaboración con el grupo como escritor y analista. “Era muy modesto, hacía fotos para sí mismo y para sus amigos”, asegura el comisario. “Tenía una gran agudeza a nivel de lo que era su fotografía y la de los demás fotógrafos. Ejercía una critica muy sabia e intuitiva sobre sus compañeros”. De él se recuerda especialmente la crítica de New York, de William Klein. “Personalmente, descubrir a Klein le relajó”, recuerda Conesa. “Angustiado por hacer algo que mereciese la pena y estuviese fuera del recorrido habitual, vio en el fotógrafo americano a alguien más interesado por la expresión que por la objetividad y el formalismo. Aquellas imágenes desenfocadas y mal encuadradas ganaban en expresividad. Afirmaban que la fotografía debía ser siempre subjetiva”.
La muestra ofrece un recorrido atemporal por la obra del fotógrafo asturiano, quien solo por la insistencia de los miembros del grupo AFAL consiguió la publicación de alguna de sus fotos (hubo que esperar al 2003 para que se celebrase la primera exposición de su obra, en Gijón). Una obra muy personal y alejada de las tendencias de la época. Ninguno de los miembros del grupo utilizó profesionalmente el color; el blanco y negro resultaba más adecuado para testimoniar la desnuda realidad de aquellos días, a través de sus contrates y de una dureza que se acomodaba más a los tiempos que vivían. Sin embargo, a pesar de que Juanes se sentía aislado y desconectado, persistió en el uso del color, construyendo series atemporales sobre el paisaje asturiano y sus habitantes. Le gustaba trabaja a primera hora de la mañana o a ultima hora de la tarde, cuando se alcanzan tonalidades que el ojo humano no ve. Llevar la película al límite de su capacidad técnica en busca de la expresividad, de una sensación de recogimiento evanescente, sin importar que la imagen tenga foco o no, de ahí el título de la muestra.
Destaca la serie realizada en la calle Serrano de Madrid, en octubre de 1965, donde sentado en un café, el fotógrafo comenzó a disparar a la gente que le rodeaba. “Se trata de una excepción a su sistema de trabajo, junto a la serie que hace en Ribadesella, en Asturias, durante la fiesta del Descenso del Sella”, destaca Conesa. Un ejercicio de atrevimiento para un fotógrafo que normalmente huía de que la gente mirase a cámara. Pero en ella permanece esa imperfección técnica que colma de credibilidad a las cosas. “En aquel momento en que sus compañeros estaban reflejando la pobreza de los barrios, o retratando las fiestas populares, en que Pérez Siquier hablaba de la clase social en La Chanca y Miserachs ponía su mirada en una Barcelona en blanco y negro, Juanes retrataba en color a los pijos de Madrid. Se trata de uno de los escasísimos trabajos que la fotografía con vocación documental dedicó a un aparente momento inocuo de la burguesía”, subraya el comisario. ”Era un diletante, un caminante solitario”, insiste Conesa. “Un flâneur que camina por la calle enfrentándose a su propio pensamiento, nada más que al suyo. Quería hacer con su cámara lo que le apetecía, de acuerdo con su personalidad. Esa personalidad un poco triste, solitaria, de hombre reflexivo”.
Joel Meyerowitz. Europa. 1966-1967. Museo Picasso Málaga. Hasta el 15 de diciembre.
Una incierta Luz. Gonzalo Juanes. Sala Canal de Isabel II. Madrid. Hasta el 21 de julio.
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