Los espacios íntimos de Chantal Akerman, directora de la mejor película de la historia
Una exposición en Barcelona propone un recorrido por las instalaciones de vídeo de la cineasta, fallecida en 2015, en el que se dibuja una obra ensoñadora y dramática, atravesada por temas como el amor o la historia
La poesía, que es el preámbulo de todas las artes, posee una misteriosa autonomía en relación con la poderosa escala de materias, formas, colores y sonidos que la sucedieron, y no digamos si la comparamos con la fotografía y el cine. Durante las últimas décadas, sin embargo, hubo entre ellas momentos de fusión casi nuclear. Chantal Akerman (1950-2015) protagonizó algunos. Para la escritora y directora de cine belga, cada plano cinematográfico debía tener el poder de la letra como mínima expresión del conjunto en su dimensión plástica.
En cada nueva película, Akerman partía del espacio en blanco. No hacía conjeturas previas, sino que miraba las cosas a su alrededor como si fuera a fotografiarlas, primero serían imagen sin representación, un armazón, después un ready made. Lo mismo hacía con el sonido: por muy ensimismadas, estas imágenes tendrían música. La emoción y el tiempo rellenarían la escena de representatividad encargándose de acompañar la mirada del espectador de un lado a otro. El plano, como el espacio en blanco del poema, era el lugar donde la cineasta debía persistir. Lo dice Mallarmé: “La hoja de papel interviene cada vez que una imagen concluye o renace por sí misma, permitiendo la sucesión de otras (…) y su aparición perdura en una suerte de puesta en escena espiritual y exacta” (Una tirada de dados nunca abolirá el azar, 1897).
Cada película de Akerman empieza y termina en ese espacio íntimo sin renunciar a la memoria personal y colectiva, ni al futuro. De ahí su radical feminismo. Es fundamental entender su diamantina confianza en la soberanía femenina si queremos valorar su cine. Para la ejecución de sus obras, confiaba casi enteramente en las mujeres, actrices, montadoras, realizadoras, músicas: Babette Mangolte, Delphine Seyrig, la violoncelista Sonia Wieder-Atherton (que fue su pareja) o su madre, Nelly Akerman, judía polaca superviviente en Auschwitz, todas coadyuvantes de una abultada filmografía que ahora vemos como partituras del pensamiento traducidas en silencios, dislocaciones temporales, fugas. Rasgos que identifican su cine para la gran pantalla, pero donde mejor se aprecian es en las instalaciones, donde el verso puede aparecer descentrado, en lo alto, en lo bajo, conteniendo otras páginas o pantallas, enmarcado en un muro fotográfico o junto a un objeto. Mallarmé ya hablaba de la “puesta en escena”, y esto es precisamente lo que apreciamos en este conjunto de instalaciones que se exponen ahora en su muestra en La Virreina de Barcelona.
Encarar la imagen es la primera exposición concebida íntegramente por su estrecha colaboradora y montadora Claire Atherton, y se compone de una decena de piezas visuales y sonoras que invitan a un cara a cara con los modos de imaginar y trabajar de ese verso suelto que fue Akerman, por mucho que se la relacione con el cine independiente de Jonas Mekas, Stan Brakhage o Michael Snow. Su obra es profundamente individual y ensoñadora. Divertida de cerca, dramática (¿teatral?) si la miramos un poco más de lejos, sobrecogedora si la observamos de soslayo.
Igual que los trabajos de Godard o Proust, el de Akerman contiene una propuesta hermenéutica
En 2019, el Reina Sofía y la Filmoteca Española proyectaron toda su obra fílmica, hasta su última entrega en 2015, No Home Movie, una declaración de amor a su madre, rodada poco antes de su suicidio, con la que cerró y selló el círculo abierto en 1968 con el corto Saute ma ville. En su primer trabajo de 13 minutos ya se hallaba el germen que floreció siete años después con Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles, la mejor película de la historia según una reciente encuesta de Sight & Sound. Si en la primera veíamos a una jovencísima Akerman en un apartamento de los suburbios de Bruselas fregando el suelo, comiendo, bebiendo vino, y en un arrebato atolondrado, dadá, decide sellar la puerta con cinta aislante, abrir el gas y hace saltar todo por los aires, en Jeanne Dielman asistimos durante más de tres horas a la patética retórica gestual de un ama de casa viuda con un hijo, que tiene que prostituirse para salir adelante, hasta el momento final beckettiano, un derrumbe. El mismo año en que el filme se presentó en Cannes, 1975, la artista Martha Rosler se unía a la constelación de Akerman con el vídeo Semiotics of the Kitchen, donde hace hablar a un ama de casa a través de los utensilios de cocina, exhibiendo el valor de la letra con la mínima expresión de la palabra y la máxima expresión de la opresión femenina (y su afilada emancipación).
A propósito del corto El día que… (1997), Akerman escribe: “Decidí pensar en el futuro del cine, me levanté con el pie equivocado, derramé el zumo de pomelo y dejé que mi bañera se desbordara. Tiré el café con un mal gesto y me puse la camiseta del revés”. Todo ese universo extraordinariamente ordinario se contempla en la muestra de La Virreina. Allí Atherton ha organizado las instalaciones en campos de resonancias a partir de un nuevo bricolaje de vínculos y tensiones entre secuencias de filmes, que compone en trípticos, pantallas superpuestas, muros y frisos fotográficos en torno a temas como los encuentros amorosos (Je tu il elle, 2007), la devoción a la madre y la memoria del Holocausto (Caminar al lado de los cordones, 2004; Mi madre ríe, Preludio, 2012), el contraste entre lo íntimo (La chambre, 2007) y lo colectivo (Paseo de noche por Shanghái, 2009), los nuevos traumas históricos en las antiguas repúblicas soviéticas (Desde el Este, 1998), los asesinatos racistas en Estados Unidos (Sur, 1999) o los conflictos en la frontera de México (A Voice in the Desert, 2002). La exposición demuestra que el cine de Akerman, como los álbumes de imágenes de Godard o el familiar de Proust, es una propuesta hermenéutica. Ni siquiera su mirada fue inocente.
‘Encarar la imagen’. Chantal Akerman. La Virreina. Barcelona. Hasta el 14 de abril.
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