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Meryl antes de ser Streep

Michael Schulman, periodista de ‘The New Yorker’, dedica una biografía errática a la actriz que se centra, de manera muy discutible, solo en sus años de formación

Meryl Streep, en un fotograma de 'Kramer contra Kramer', en 1979.
Meryl Streep, en un fotograma de 'Kramer contra Kramer', en 1979.
Álex Vicente

Hay fracciones de segundo que explican vidas enteras. En el caso de Meryl Streep existen varias que fueron determinantes: la “verdad emocional” que sintió al escuchar en directo a Art Garfunkel cantando a Emily (y la consiguiente voluntad de emularlo); el vértigo que experimentó cuando se fue a Londres a rodar Julia, su primera película, con Jane Fonda, y no cayó en que necesitaba pasaporte (nunca había viajado más allá de Virginia); el momento en que intentó reanimar en su lecho de muerte a John Cazale, el actor de El padrino y su primer novio serio, víctima de un cáncer fulminante. Ella tenía solo 29 años. Más que sus grandes interpretaciones, sus acentos mutantes y sus récords de nominaciones, estas son las ráfagas que la memoria retiene tras la lectura de la biografía que Michael Schulman, insigne firma de The New Yorker, dedicó hace siete años a Meryl Streep. Península la rescata ahora, justo a tiempo para el Premio Princesa de Asturias que la actriz recibirá a finales de mes.

El libro empieza en 2012, con el discurso de aceptación de su tercer Oscar por La dama de hierro, cóctel imposible de modestia y vanidad servido con un inmejorable timing cómico. “Una obra de arte en sí mismo”, lo define Schulman en las primeras páginas, lo que ya indica que su retrato de la actriz, pese a que esta biografía sea no autorizada, será cualquier cosa menos desfavorable. El autor, elegante observador y gran estilista, se revela demasiado apegado a su objeto de estudio, al que trata de manera un tanto servil, como si fuera una semidiosa que hubiera aceptado caminar entre mortales. Aunque, como todo buen escritor, Schulman sabe subrayar esos detalles, insignificantes en apariencia, que revelan la verdadera psicología de un individuo, intuyendo los lugares donde se encuentran sus cicatrices.

El autor, elegante observador y gran estilista, se revela demasiado apegado a su objeto de estudio, al que trata de forma servil

El resultado, perfectamente agradable y bien documentado, convence a muchos niveles, pero tal vez no en el más importante: su intento de descifrar el misterio que encierra un personaje tan opaco como Streep acaba en fracaso. A ratos, Schulman enuncia tesis originales: por ejemplo, cuando trata fugazmente a la actriz como un ideal de la shiksa, la mujer gentil venerada por hombres judíos que le hicieron de mentores al comienzo de su carrera. Pero, en la mayoría de ocasiones, su biografía se lee como un compendio pasado a limpio de las anécdotas que la propia Streep, con un encanto a prueba de bomba, se deleita en relatar en sus entrevistas promocionales.

Pese a su comienzo extemporáneo con un discurso que marcaba su rehabilitación definitiva tras una relativa travesía del desierto, el libro de Schulman se centra solo en los años de formación de la actriz, entre 1966 y 1980. La decisión es discutible. ¿Explica mejor el carácter de Streep su educación universitaria, su temprana experiencia teatral en Broadway y sus primeros cinco papeles en el cine que sus sucesivas reinvenciones tras el periodo dorado que vivió en los ochenta, hasta convertirse en la actriz más rentable del cine estadounidense cuando ya entraba en la tercera edad? “Ninguna otra actriz nacida antes de 1960 puede conseguir un papel a menos que Meryl lo haya rechazado antes”, sentencia el autor en las primeras páginas, aunque luego no haga nada con esa premisa.

Meryl Streep.
Meryl Streep.SCIAMMARELLA

Schulman saca más partido a otra idea expresada por Streep durante su discurso de graduación en Barnard en 2010, cuando afirmó ante un parterre de universitarias que las mujeres actuaban mejor que los hombres por imperativo cultural. “Cambiamos lo que somos para adaptarnos a las exigencias de nuestra época”, pronunció. En ese sentido, el comienzo del libro es apasionante. Nos traslada a Bernardsville, en el cinturón acomodado de Nueva Jersey, donde Streep creció en una familia descendiente de alemanes y cuáqueros, en una Norteamérica razonablemente puritana: su abuela destrozaba bares en tiempos del temperance movement, el movimiento por la abstinencia de comienzos del siglo XX. Allí, esta joven “con el cabello del color del maíz”, escribe Schulman, pasó su juventud buscando su sitio.

Cada capítulo se llama como un personaje importante en su carrera. El primero lleva el título de Mary, su nombre de pila y su primer papel. A los 14 años, harta de no encajar en ese mundo lleno de Doris Day en miniatura, la joven Meryl adelgazó, se deshizo de su aparato dental y empezó a hacerse la tonta con los chicos. “Trabajé con más ahínco en esa caracterización que en ninguna otra”, dijo una vez. “Estaba desarrollando una atávica técnica de cortejo, de supervivencia”. Acabó siendo capitana de las animadoras y luego reina del baile. La socorrida retórica del patito feo tiene, por una vez, cierto sentido: las inseguridades sobre su físico la acompañarán para siempre. El productor Dino De Laurentiis la descartó para King Kong por ser demasiado “brutta”, sin saber que Streep entendía el italiano. Le volvió a suceder con casi todos sus grandes papeles, incluso cuando ya era conocida: la sospecha permanente de no ser normativamente atractiva, de no tener lo necesario para convertirse en una estrella de verdad. Memorias de África casi se le escapó por no ser “lo suficientemente sexy” para interpretar a Karen Blixen. “A Marilyn Monroe, de acuerdo. Pero… ¿a Isak Dinesen?”, se carcajearía después, con su mezcla característica de indignación e ironía.

Las 50 páginas que Schulman dedica a los cinco años que Streep pasó en la temible Yale School of Drama —la dramaturga Wendy Wasserstein, compañera de promoción, la rebautizó como Yale School of Trauma— son excesivas, pero contienen un par de ideas de interés. La primera es la envidia que despertó entre alumnos y profesores, que la tildaron de distante o de perezosa; un mecanismo de defensa para no reconocer la mediocridad a la que ella los condenaba. La segunda es su revuelta contra la ortodoxia del Método, que tanto había marcado a la generación anterior. Para ella, no hacía falta agitar las cloacas de su interioridad, le bastaba con usar su imaginación. El libro insinúa que esa oposición esconde un miedo a hurgar dentro de sí misma, como si hubiera algo turbio en su historia familiar. Pero su autor, por exceso de pudor o defecto de información, tampoco tira de ese hilo.

Streep encarnó el tropo de la mujer castradora —fría, frígida, lesbiana— en un contexto de cambios en las políticas de género, pero no se dejó encerrar en estereotipos con los que no comulgaba

Pese a su naturaleza errática, el libro dibuja un crescendo dramático que culmina en el capítulo dedicado al rodaje de Kramer contra Kramer, foto de la familia fracturada en los setenta, de la que los baby boomers nunca se recuperaron del todo. Fue un fenómeno sociológico en un país que iba perdiendo, uno a uno, todos sus puntos de referencia. Su papel anterior había sido Linda, la cajera de El cazador, que no le convencía por pasiva (sí gustó, en cambio, a los hombres de su generación: Bill Clinton le dijo que era su personaje favorito de todos los que hizo Streep). Tampoco le agradaba la virtuosa mujer aria de Holocausto, la serie que le hizo entrar en los hogares de medio mundo, pero que Elie Wiesel, celebérrimo tras la publicación de La noche, definió como “un suceso ontológico transformado en culebrón”.

El papel de Joanna, en cambio, alteró su vida y su carrera. Vista por algunos como una caricatura misógina en plena segunda ola de feminismo, Streep supo dotar de complejidad a esa madre “de larga melena negra y demasiado pecho para su complexión”, como la describió Avery Corman en la novela original. El rodaje con Dustin Hoffman fue intempestivo: lo demuestra el conocido bofetón que le pegó él en una escena. Al mismo tiempo, Streep rodaba Manhattan, donde hacía de gélida exesposa de Woody Allen, a quien dejaba por una mujer. Tampoco se entendieron: “Es triste porque tiene potencial para ser el Chéjov de EE UU, pero sigue atrapado en el estilo de vida de la jet set y trivializa su talento”, dijo a la prensa (obviamente, no volvieron a trabajar juntos). Como apunta Schulman, Streep encarnó en ese tiempo el tropo de la mujer castradora —fría, frígida, lesbiana— en un contexto de cambios mayúsculos en las políticas de género, pero no se dejó encerrar en estereotipos con los que no comulgaba. Se observa en la actitud de la joven Streep una voluntad de llevar la contraria, de no dejarse arrinconar en papeles de ingenua, de cambiar las inercias de Hollywood desde el interior.

De entrada, Joanna le pareció “una imbécil”. En un gesto de empatía radical, Streep supo aportar complejidad y ambivalencia al personaje y reescribió su monólogo final para que el espectador entendiera mejor a esa madre imperfecta pero humana. Desde entonces, Streep se especializó en dar voz a “lo indecible y lo inimaginable”, como dijo una vez, con una poética más propia de una actriz francesa: sin ir más lejos, abandonar un hijo. El libro se detiene ahí, dejando fuera todo lo que sucederá después —de La decisión de Sophie a sus incomprendidas incursiones en la comedia o en el cine de acción, hasta alcanzar la apoteosis salvadora de Mamma mia o El diablo vestido de Prada— y limitándose a ofrecer una lectura vagamente feminista de su carrera que no logra desentrañar lo que convierte a Streep en una intérprete única en un mundo lleno de rostros intercambiables. Tal vez sea una pregunta sin respuesta.

Portada de 'Meryl Streep. Siempre ella', de Michael Schulman. EDITORIAL PENÍNSULA

Meryl Streep. Siempre ella

Michael Schulman 
Traducción de Yolanda Fontal Rueda
Península, 2023
360 páginas. 19,90 euros

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Sobre la firma

Álex Vicente
Es periodista cultural. Forma parte del equipo de Babelia desde 2020.

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