Cuento de Ida Vitale: ‘Un monumento para Eva’
‘Donde vuela el camaleón’, un libro inédito en España, se mueve entre la prosa y la poesía. ‘Babelia’ adelanta uno de sus relatos para celebrar el centenario de la premio Cervantes uruguaya
A la señorita Pardo le importaban sobre todas las cosas las palabras. De niña le habían explicado que nada sentaba mejor antes de dormir que una dosis regular de diccionario, entendiéndose por regular su aplicación constante, noche tras noche, y también la cantidad discreta, ni tan escasa como para no avanzar de modo visible en el empeño, ni tan contundente como para anular por agobio el propósito básico: grabar durante el sueño aquel acervo que, dentro, se volvía de oro. Por esos años de revelaciones comía, veloz, su cena, sin apreciar posibles refinamientos, con tal de concluir pronto y retirarse a la paz de su diccionario. Una única cosa podía disolver esa apatía que alarmaba a su familia y era la presencia en la comida de algún ingrediente novedoso. Y no porque agregara una provincia más al reino de los sabores, sino otro nombre, el dibujo de otra palabra, la delicia de un sonido diferente. Ganaba entonces no la memoria del gusto avinagrado y particular de la alcaparra o el inconfundible perfume de la albahaca en el caldo, sino dos palabras casi hermanas que serían clasificadas por sus cuatro sílabas rotundas de vocales abiertas y de orígenes arábigos. Un día descubrió las etimologías. Eso fue la culminación, la cúpula con la que remató el templo de sus secretas adoraciones. Así llegó a ser, ya adulta, una coleccionista entusiasta. Luego sería una coleccionista avara. Hablaba poco, convencida de la incapacidad de la gente para apreciar, más allá de lo que decía, el precioso vehículo empleado.
Esa devoción por una materia considerada insípida y exhumativa no implicaba, pese a lo que pudiera pensarse, sequedad de alma. Tenía familiares, amigas y amigos muy queridos, si bien ellos no participaban de sus fervores lexicales. Era probable que por eso no retribuyesen por igual sus afectos, que podían parecerles algo exánimes. Cuando llegaban aniversarios que requerían un regalo, la señorita Pardo se desvelaba desde días atrás pensando en un vocablo precioso por sus sonoridades pero también por el sentido, que había de adecuarse a la persona obsequiada. Era necesario, claro, que esta no la tuviese en su haber. Al fin, la señorita Pardo aparecía con su palabra rodeada de todos los adornos y delicadezas con que se presenta un obsequio refinado, sin que nadie aquilatara el trabajo y los cuidados pasados. Le agradecían apenas con una sonrisa de mero cumplimiento, las más de las veces irónica. Ignoraba, claro, su fama de extravagante y aun de escatimadora, por el estilo infrecuente de sus regalos.
La señorita Pardo sintió la necesidad de hacer un pequeño ramo con algunas palabras preciosas, que pondría sobre el pecho de la yacente
Un día, una prima muy querida enfermó sin remedio y murió. Enfrentada a una pérdida que le tocaba muy de cerca, la señorita Pardo sintió la necesidad de hacer un pequeño ramo con algunas palabras preciosas, que pondría sobre el pecho de la yacente, palabras que se irían a la tumba con ella y que la donante olvidaría, claro está, para que la ofrenda tuviese sentido. Ese duelo fue el primero de una larga serie: murió su abuela, una hermana, su madre, tíos, su padre. Aunque más cercanos unos que otros, todos tuvieron un ramo de igual naturaleza. La señorita Pardo vio reducidos sus tesoros. Se avergonzó de pensarlo.
No hacía mucho había encontrado una rara amiga, un alma gemela. Caminaba por el puerto y notó que una señora, por mirar el vuelo de las gaviotas en torno a la red que izaban unos pescadores, estaba a punto de llevarse por delante una de esas grandes piedras donde se amarran los buques.
—¡Cuidado con el noray! —advirtió. Sin pensarlo, porque solía guardar para sí las palabras que nadie usaba.
—Gracias, no lo había visto. O proís —le respondieron con afabilidad.
Se supieron hermanas en el pastoreo de palabras. La nueva amiga, Eva, disponía de gusto por el tema y de tiempo
Se supieron hermanas en el pastoreo de palabras. La nueva amiga, Eva, disponía de gusto por el tema y de tiempo. Había descubierto algunos tesoros; coleccionaba Mirós y Tamayos, es decir, insólitos y coruscantes nombres descubiertos en estos escritores, uno español y otro boliviano, ambos acongojados por salpimentar nuestra lengua de brillo griego. O medieval. Eva recorría las bibliotecas rescatando términos de olvidados o desde siempre desconocidos libros. Los copiaba con letras como de repostería en papeles floridos y se los regalaba, pródiga, a su amiga, que los recibía como una Dánae estremecida pero casta.
Un auto descontrolado aplastó a Eva, que murió de inmediato sin decir palabra. La señorita Pardo descubrió que esa muerte absorbía todas las ya padecidas, más soportables porque siempre le iba quedando alguien o porque ninguno de aquellos muertos era el espejo en que se veía por entero. Pero la muerte de Eva le mataba el mundo en lo más cercano, en el único ser que había compartido, aunque por un lapso breve, la médula de su vida. La señorita Pardo, entonces, hizo un monumento magnífico con cuanto vocablo había sido regalo de Eva y con los restos de sus fúnebres homenajes anteriores y, pobre definitiva de todo lenguaje, pobre de solemnidad, calló también ella por el anodino tiempo que le quedó de vida.
El relato ‘Un monumento para Eva’ forma parte del volumen ‘Donde vuela el camaleón’, que Lumen publicará el 28 de septiembre.
Donde vuela el camaleón
Lumen, 2023. A la venta el 28 de septiembre
120 páginas. 17 euros.
Puedes seguir a BABELIA en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.