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Melancolía del asombro

La genuina admiración no es la del ignorante, sino la del sabio que ve cuestionado algún aspecto de su sabiduría

Un grupo de personas en la Maratón de Nueva York de 2003.
Un grupo de personas en la Maratón de Nueva York de 2003.Bruce Gilden (Magnum Photos / ContactoPhoto)
Manuel Cruz

Todos conocemos a personas que parecen asombrarse por cualquier cosa. A poco que se les proporcione noticia de algo no por completo habitual exclaman, subrayando su expresión de sorpresa con un punto de fingido escándalo, “¡qué fuerte!”, “¡no me lo puedo creer!” o cosas que se le parezcan. Generalmente, este tipo de personas no se molestan en esconder o ni tan siquiera en disimular su propensión al asombro. Tenemos derecho a suponer que la razón de ello es que dan por supuesto que semejante actitud constituye un indicador, a ojos de los demás, de una fresca capacidad para sorprenderse ante lo nuevo o —mejor aún para la imagen que acostumbran a tener de sí mismos— de insobornable integridad personal, especialmente en los casos en los que aquello que les escandaliza es una conducta éticamente reprochable. De hecho, en determinados ambientes —como el periodístico, sin ir más lejos— mantener, o cuando menos aparentar, una tal actitud suele recibir una valoración abiertamente positiva.

En el otro extremo se encontrarían quienes no se asombran por absolutamente nada, aquellos que, a cualquier cosa que sea la que se les notifique, por impactante o insólita que a primera vista pudiera resultar, responden de manera indefectible: “Ya se sabe”, “normal”, “lo típico” o similares. Como en el caso de esta respuesta tiene perfecto sentido que el informante se interese por eso en concreto que su interlocutor supuestamente ya sabía o considera de una absoluta y típica normalidad, y que, por añadidura, le sirve para desactivar por completo el menor gesto de asombro, lo más habitual es que este último proporcione como explicación alguna banalidad del tenor de “en nuestra sociedad el dinero es lo único que al final importa”, “todo el mundo se mueve por el poder”, “no hay más que envidias y egos: qué se puede esperar de la condición humana” o afirmaciones parecidas.

No conoce gran cosa la persona que no es capaz de detectar la menor novedad y necesita acallar todo con un “ya se sabe”

También es de suponer que en este caso, como en el anterior, quienes así proceden se encuentran igualmente convencidos de que su incapacidad para asombrarse indica una cualidad, en esta ocasión la de una profunda sabiduría que les permite desactivar el factor sorpresa que suele acompañar a cualquier novedad, sorpresa que tanto deslumbra —suelen pensar— al común de los mortales. Una variante sofisticada de dicha actitud vendría representada por quienes, en medios supuestamente intelectuales, se empeñan en cauterizar el asombro cuando lo impactante o insólito adopta la forma de una propuesta teórica. En tales casos, la resistencia a reconocer el valor de lo que se presenta como novedad suele adoptar una forma casi siempre próxima a “esto ya lo podemos encontrar en el clásico...” (y a continuación el nombre del autor o de la obra clásicos que correspondan). Como es de sobras conocido, los hay que poseen la cualidad, especialmente valorada en entornos académicos, de ser capaces de encontrar, para cualquier cosa que se presente con aspiraciones de novedad, aquel texto en el que ya se había planteado eso mismo con unos cuantos siglos de antelación.

A pesar de que a primera vista pudiera parecer que nos encontramos ante figuras antagónicas, en realidad y a poco que se piense tanto los asombrados impenitentes como los refractarios a todo asombro representan formas perfectamente complementarias (mal que les pese a los segundos) de ignorancia o, si se prefiere formular esto mismo de una forma más convencional, ambas se dejan pensar como dos caras de una misma moneda. En el primer caso, resulta evidente que muy escaso poso de conocimiento parece haber dejado la experiencia a aquel al que absolutamente todo le viene de nuevas. Porque si conocer es establecer relaciones, ser capaz de determinar lo que vincula conductas o realidades a veces de apariencia diversa para, de este modo, establecer causas comunes que den cuenta de todas ellas, estamos autorizados a afirmar que quien ante cada cosa por separado se asombra una y otra vez dispone de un conocimiento francamente escaso.

De manera análoga, tampoco se puede decir que conozca gran cosa la persona que no es capaz de detectar la menor novedad y necesita acallar cuanto se presenta como tal a base de subsumirlo con su esterilizador “ya se sabe” en las regularidades ya certificadas. En su caso, el problema no es tanto que no sepa, como que no quiere saber más, esto es, se da por satisfecho y colmado en su curiosidad con lo que en un momento dado alcanzó a conocer. En este caso con el agravante de que en ningún momento pone en cuestión eso ya sabido que le hace renunciar a seguir pensando.

No hay aquí tampoco lugar para el asombro, aunque en este segundo caso se deba a una mala interpretación del mismo. Porque el asombro no es la otra cara de la moneda del conocimiento, sino la mejor cara de este. El genuino asombro no es el del ignorante, sino el del sabio que ve cuestionado algún aspecto de su sabiduría. Por eso, podríamos sostener que si alguna enseñanza debería dejarnos la edad es la del aprendizaje del asombro. O, si prefieren formularlo de esta otra manera: sabio es quien ha aprendido a distinguir ante qué merece la pena asombrarse.

(*) Manuel Cruz es catedrático de Filosofía y expresidente del Senado. Autor del libro ‘El Gran Apagón. El eclipse de la razón en el mundo actual’ (Galaxia Gutenberg).

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