‘Atenas 403′: elegir entre la ira y la justicia para la transición democrática
Vincent Azoulay y Paulin Ismard reflexionan sobre cómo se solucionaron las leyes del punto final en Atenas tras su derrota en la guerra del Peloponeso
No hubo de resultar fácil ser testigo presencial del esplendor y derrumbe de Atenas, de la ciudad de los prodigios de Pericles tras la guerra del Peloponeso, de la democracia escuela de Grecia y la Atenas deslumbrada por el espejismo espartano; en definitiva, del conflicto entre dos constituciones, la democracia y la oligarquía, en una ciudad que murió de éxito, sucumbió a la fatal pulsión del imperialismo y vivió entre sobresaltos golpistas y restauraciones democráticas entre los años 411 a. C. y 403 a. C. Fueron muchos los actores de ese drama sin justicia poética que es toda guerra civil, manifiesta o latente: Tucídides, Eurípides, Alcibíades, Sócrates… Todos ellos fueron por fuerza actores de esa tragedia ática que fue la guerra del Peloponeso, en donde el héroe —la heroína Atenas, en nuestro caso—, como el Edipo que arrostra su destino trágico en aras de la verdad, sucumbió a la desmesura castigada siempre sin piedad por los dioses. Atenas se enfrentó como todas las sociedades abiertas al misterio y a los claroscuros de la naturaleza humana, con sus valores y sus faltas, con sus virtudes y sus vicios, con sus ángeles y sus demonios, valiéndose de la isegoría y de la parresía de los sofistas, de Aristófanes o de Sócrates, por citar tres ejemplos sobresalientes.
Hubo muchos otros cronistas de esta muerte anunciada, pero unos murieron antes de o al final de la contienda, como Critias; otros, como Eurípides, buscaron la triste seguridad en el exilio —experiencia siempre dolorosa la de los desterrados—; algunos enmudecieron, como Tucídides, frente a la magnitud de la tragedia y como consecuencia de esa ingratitud tan típicamente ateniense de condenar al ostracismo a sus más insignes hombres. Platón o Jenofonte eran niños al inicio del conflicto, pero suficiente maduros al final del mismo para sentir y sufrir el desgarro de la guerra civil o el vivir bajo el sol de los desterrados, demasiado parciales siempre en su idealizado retrato de Sócrates o su obstinado filolaconismo. Otros sufrieron directamente en sus familias o en su persona la crueldad atrabiliaria de la tiranía, como el orador Lisias, o la injusticia de una democracia conmocionada tras una guerra civil, como Sócrates, si bien, como diría Nietzsche, igual fue el filósofo y no Atenas el que se condenó a sí mismo. No sé si tenía razón o no Rousseau cuando decía que, si Sócrates hubiera muerto en su cama, hoy no sería recordado más que por haber sido un hábil sofista. Lo cierto es que Sócrates contribuyó no poco a ese naufragio como maestro de oligarcas, por su recelo de la democracia, pero se negó tozudamente a abandonar la nave —y eso lo convierte en un fanático o en un héroe, hay razones suficientes para decantarse por una o por otra valoración—, enfrentado toda su vida a la paradoja de Teseo de saber si al cambiar la constitución de Atenas, la ciudad Estado continuaría siendo la misma.
Vincent Azoulay y Paulin Ismard son dos laureados y solventes historiadores franceses de los sistemas políticos griegos, valgan respectivamente sus trabajos sobre Pericles o Sócrates. Pero lo que realmente es original de su Atenas 403. Una historia coral es valerse de la filosofía de Jon Elster o Martha Nussbaum, entre otros, para reflexionar sobre cómo se solucionó en Atenas eso que conocemos como leyes de punto final, en la terminología de ambos filósofos sobre la justicia y la ira transicional. En la restauración democrática de 403 a. C. los atenienses se hubieron de enfrentar a ese reto de justicia transicional que son las medidas retributivas y de restitución de derechos, una amnistía en la que ambas partes juraron que no albergarían resentimiento alguno. Por más que haya insensatos en todas las épocas cuya ceguera ideológica los impela a calificar esos periodos despectivamente como regímenes de transición, cuando son episodios de la historia que para que triunfen han de extraer inevitablemente lo mejor de nosotros mismos, a saber, la justicia, la generosidad y el perdón, aunque ciertamente impongan también algunos silencios e injusticias ominosas. Mirar hacia el futuro sin volver la vista atrás, absteniéndose de la cizaña y la cólera de la lex talionis y apostando por la justicia política, la prosperidad de futuro y la utilidad general.
El valor de esta historia coral, como el coro de una tragedia ática, es que recupera la voz de tiranos como Critias, demócratas como Trasíbulo, filósofos como Sócrates, pero también, haciendo microhistoria con lo “excepcional normal”, de mujeres como Lisímaca, asalariados como Eutero o esclavos como Geris, hombres y mujeres del ágora, de la asamblea o de la Acrópolis, coréforos del coro como metáfora de una pluralidad política y ciudadana sobre lo que aconteció en la realidad o en el imaginario, de esa necesaria mezcla que para Aristóteles define a la ciudad y al Estado. Una historia polifónica sobre cómo se resuelve el dilema entre la ira y el perdón, sobre la rendición de cuentas tras una restauración democrática después de una tiranía o dictadura. Algo podemos aprender de Atenas, de España o de Argentina, porque solo hay una vía contra el guerracivilismo y esa es la de la justicia transicional, con sus logros y sus miserias, sin que sea incompatible con la memoria histórica de una ciudad dividida que debe saber gestionar con justicia el olvido en la memoria y la memoria en el olvido, sin dejarse llevar nunca por el ciego y estéril resentimiento del “ni olvido ni perdón”.
Atenas 403. Una historia coral
Autor: Vincent Azoulay y Paulin Ismard.
Editorial: Ediciones Siruela, 2023.
Formato: tapa blanda (480 páginas, 29,95 euros), e-book (12,99 euros).
Puedes seguir a BABELIA en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.