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Así veía Natalia Ginzburg el feminismo

‘Babelia’ adelanta ‘La condición femenina’, un capítulo del libro ‘Vida imaginaria’, donde la autora italiana reflexiona sobre las mujeres, la infancia y la debilidad de la democracia. Publicado originalmente en 1974 e inédito hasta ahora en castellano, sale este jueves en Lumen

Natalia Ginzburg
Retrato de la autora Natalia Ginzburg en una imagen sin datar.Agnese de Donato (LUMEN)

Hace algún tiempo respondí a algunas preguntas sobre el feminismo. No amo el feminismo. Sin embargo, comparto todo lo que piden los movimientos femeninos. Comparto todas o casi todas sus reivindicaciones prácticas.

No amo el feminismo como actitud del espíritu. Las palabras “Proletarios de todo el mundo uníos” las encuentro clarísimas; las palabras “Mujeres de todo el mundo uníos” me suenan falsas.

Creo que todas las luchas sociales deben ser combatidas por hombres y mujeres juntos. Las revoluciones y las batallas que tienen como finalidad la mejora de la condición humana generalmente nacen de una idea del mundo en el que hombres y mujeres están mezclados. Para concebir un hijo, se necesita un hombre y una mujer. Este hecho, sabido e indiscutible, testimonia que ni la mujer ni el hombre se bastan por sí solos.

En el feminismo, la condición femenina se concibe como una clase social. Habiendo sido las mujeres humilladas y usadas durante siglos, ha nacido en ellas una conciencia de clase. El feminismo actual ve a las mujeres como un ejército en marcha hacia la propia liberación. Las mujeres, sin embargo, no son una clase social, la conciencia de clase no es suficiente para crear una clase social inexistente. Una clase social es una comunidad de personas que tienen las mismas necesidades, los mismos problemas y proyectos, que sufren las mismas privaciones. Pero entre la vida de las mujeres en estado de esclavitud y la de las mujeres pertenecientes a sociedades privilegiadas no existe la más remota analogía.

Es cierto que las mujeres han sido usadas y humilladas durante siglos. Esto es, en la historia de las relaciones entre hombre y mujer, uno de los muchos aspectos desde los cuales se puede observar la condición femenina. Pero no es el único desde el que observarla. Es erróneo pensar que las humillaciones sufridas por las mujeres son la única esencia de las relaciones entre hombre y mujer. Es una visión del mundo tosca, pobre, reductiva y limitada. Es una visión del mundo que, en definitiva, no refleja la realidad. El mundo es complicado y multiforme, y complicadísimas, dramáticas y multiformes fueron y son hoy en día las relaciones entre hombre y mujer. El sentimiento esencial expresado por el feminismo es el antagonismo entre hombre y mujer.

El feminismo justifica este antagonismo con las humillaciones sufridas por las mujeres. Las humillaciones dan origen a un deseo de revancha y de reivindicación. El feminismo nace, pues, de un complejo de inferioridad que se remonta a siglos atrás. Pero sobre los complejos de inferioridad no puede construirse una visión del mundo. El pensamiento es claro cuando los ha conocido y se aleja de ellos. Sobre los complejos de inferioridad no puede construirse nada sólido. Sería como querer construir una casa con materiales de baja calidad.

En una visión justa del mundo, el amor y el odio, lo falso y lo verdadero ocupan el lugar central. En el feminismo el lugar central no lo ocupan el amor y el odio, lo falso y lo verdadero, sino las revanchas, las reivindicaciones, la humillación y el orgullo.

Vida imaginaria

Existen cohortes de mujeres que viven en un estado de esclavitud. Luchar por su liberación debería ser un problema capital de todos. Pero también existen otras cohortes de mujeres que no viven en estado de esclavitud y pertenecen a sociedades privilegiadas. En la época actual, ni se las usa ni se las humilla. En sus vidas abunda toda clase de privilegios. Pero el feminismo dice que la condición femenina es un estado de esclavitud de por sí. En consecuencia, se imaginan su condición femenina como los muros de una cárcel. Levantan su voluntad de liberación como una bandera. De qué pretenden ser liberadas no está en absoluto claro. Dicen que quieren ser liberadas del desprecio que los hombres les muestran. Es verdad que a veces las mujeres se encuentran con este desprecio. Pero es ocasional e irrelevante. Es un desprecio que no ofende a nadie en cuanto viejo y fútil, desvanecido en los siglos, y, en las clases privilegiadas, totalmente falto de consecuencias. Puesto que en el mundo hay muchas otras cosas que hacer, la indignación de las mujeres por el desprecio de los hombres, en las clases privilegiadas, me parece un desperdicio de tiempo. La indignación debe dirigirse hacia donde es justo dirigir la indignación.

Fuera de las clases privilegiadas, el desprecio de los hombres por las mujeres tiene, en cambio, muchas consecuencias. En este caso significa para las mujeres una duplicada o triplicada condición de esclavitud. Mujeres que tienen que soportar la fatiga inhumana de generar hijos, criarlos, cuidar de sus hombres y trabajar para vivir. El desprecio del hombre lo respiran en casa y en el trabajo. Pero el hecho de que las consecuencias del desprecio del hombre las sufran en realidad solo las mujeres que viven en un estado de esclavitud significa que lo que se usa y humilla no es la condición femenina, sino la condición humana. La indignación debe dirigirse no contra la especie viril, sino contra cualquiera que ofenda la condición humana.

Según el feminismo, la condición femenina es una condición humillante. Humillantes y grotescos son, para el feminismo, todos los objetos que conciernen a las tareas domésticas, y humillantes y grotescas son todas las actividades que la mujer desarrolla en la vida familiar. Humillante es también, para el feminismo, procrear hijos y amamantarlos, del mismo modo que lo es ocuparse de la casa; humillante es para las mujeres dedicarse a los demás y no a sí mismas. Esto es tener una visión del mundo abstracta y deformada. En semejante visión del mundo, se define como grotesco y humillante todo lo que constituye la existencia familiar. Quién, en lugar de ellas, según la idea feminista, debería procrear y cuidar y mantener limpias las casas donde crecen los hijos no queda en absoluto claro.

Dicen que las luchas sociales deben partir de las clases privilegiadas porque solo las clases privilegiadas poseen la facultad para dar forma y palabra a las protestas sociales. Pero al estar hoy en día las clases privilegiadas de lo más alejadas de la realidad, a menudo dan origen a ideas abstractas y deformadas, y el feminismo es una de ellas. De ahí que la protesta de las mujeres pertenecientes a las clases privilegiadas contra la esclavitud que se oculta en su destino no sea en absoluto una protesta inocua. Esta se hace oír y genera confusión. Desvía la atención universal de la condición de los verdaderos desheredados y de los verdaderos explotados. Desvía la atención de la única necesidad existente en el mundo actual, que es destruir la sociedad actual y reconstruirla, destruir las relaciones actuales entre las personas y reconstruirlas.

Como todos sentimos el peso de nuestros privilegios, las mujeres de las clases privilegiadas han imaginado la condición femenina como señal de esclavitud. Hoy en día a nadie le gusta contarse entre los privilegiados y todos desean pertenecer al grupo de los oprimidos. El feminismo da a cada una de las mujeres el color y el uniforme de la opresión.

El feminismo pone a las mujeres un uniforme. Ahora bien, si una cosa es segura es que hay que procurar no vestir uniforme alguno, y mucho menos cuando los uniformes sirven para disimular diferencias en los proyectos y en los privilegios, es decir, cuando son una simulación. En el caso del feminismo, el uniforme es el de la rebelión contra la especie viril. Puesto que en el mundo actual existen precisos, concretos y claros motivos de rebelión contra una sociedad injusta, la rebelión del feminismo contra la especie viril es una pura pérdida de tiempo, una pura futilidad, una culpable ocasión de ruido y confusión y un puro error.

El mundo es complicado y multiforme, y complicadísimas, dramáticas y multiformes fueron y son hoy en día las relaciones entre hombre y mujer

El feminismo afirma que los quehaceres domésticos y el cuidado de los hijos deberían estar repartidos a partes iguales entre los hombres y las mujeres. Esto, como cualquier otra demanda práctica y concreta de los movimientos femeninos, me parece justo. Pero en el feminismo existe la idea falsa de que los quehaceres domésticos y el cuidado de los hijos son, en sí mismos, una humillación. No es cierto que los quehaceres domésticos y el cuidado de los hijos tengan que compartirse con los hombres porque sean humillantes; tienen que compartirse con los hombres porque entre hombre y mujer todo debería ser equitativo, como todo tiene que ser compartido entre iguales.

Puesto que son las mujeres las que procrean, el peso de cuidar a la prole y de criarla recae sobre todo en las mujeres. Entre madres e hijos existe una relación especial, secreta y subterránea, una relación ineludible porque traspasa y confunde a la vez las vías de las entrañas y las vías del espíritu. Una mujer puede pedir ayuda a un hombre, pero el peso de los hijos recae en cualquier caso sobre sus hombros. La mujer siente que se debe a sus hijos. Cuando no los cuida se siente culpable, y cuando lo hace se siente ansiosa e inquieta y traduce entonces la ansiedad y la inquietud en una sensación de humillación y frustración. Tiene la impresión de que no volverá a estar en paz ni a ser libre. Se debate en un enredo de afectos como un animal enjaulado, y puesto que el afecto maternal es un sentimiento que no se asemeja a ningún otro, las ataduras oscuras y viscerales que mantienen a una mujer unida a su hijo le parecen lo contrario de la claridad y de la libertad. Pero contra semejante sensación no existe defensa alguna, pues se trata de una sensación de angustia que no tiene nada que ver con las culpas de la sociedad. Es un error creer que una sensación semejante, por ser oscura y visceral, sea humillante. Al igual que la condición femenina, la maternidad no es en sí ni motivo de humillación ni de orgullo. Al igual que la condición femenina, en sí no es nada. Lo único esencial es reconocer y amar al mismo tiempo la felicidad y el dolor, inseparables la una del otro.

Me parece esencial separar el sufrimiento y la angustia que forman parte de la condición humana del sufrimiento y la angustia de los que es culpable la sociedad en la que vivimos. El feminismo parece no separarlos. Según el feminismo, una mujer que se ha pasado la vida criando a sus hijos se encuentra con las manos vacías en la madurez y esto, según el feminismo, es culpa de la sociedad. Pero en verdad la sociedad no tiene la culpa de eso. A veces los hombres también se encuentran con las manos vacías en la madurez. Es evidente que la sociedad debería tomar medidas materiales para quienes envejecen. Pero contra la angustia de la vejez y la sensación de haber desperdiciado la propia existencia, la sociedad no tiene poder alguno. Las defensas son personales e individuales. Cada uno está obligado a elegir las que le sugiere su espíritu.

El feminismo tiene una palabra ambigua que genera una gran confusión. La palabra es "realizarse". Una mujer que se pasa la vida criando a sus hijos, según el feminismo, no se ha "realizado". Pero, de la misma manera, entonces tampoco se ha "realizado" un hombre que se ha pasado la vida trabajando para mantenerlos. La palabra "realizarse" parece no tener en cuenta que el mundo es multiforme y que los seres humanos tienen infinitas maneras de utilizar su ingenio, de envilecer o de florecer. Comprender con lucidez cuáles son las cosas que su destino les exige y cuáles son sus deberes concretos para consigo mismos y con el prójimo es el fin de cada uno. "Realizarse" es realmente algo muy sutil, complicado y oculto que no es posible pesar en una balanza ni leer con claridad en el curso de nuestra vida. Tomada al pie de la letra, la palabra "realizarse" impulsa a mujeres sin problemas económicos y sin una vocación irrevocable y concreta a hacer confusamente cosas inútiles que encuentran deprimentes, pero a las que llaman "realizarse". Estas les sirven en realidad como pretextos para no hacer cosas sin importancia y cercanas y para no hacer, en definitiva, nada en concreto.

Si hay una cosa segura es que no existe entre hombre y mujeres una diferencia cualitativa. Si bien esto no ha sido reconocido a lo largo de los siglos, hoy en día es una verdad incontrovertida, y no importa si aún no es una verdad incontrovertida para todos. Las verdades incontrovertidas, aún no incontrovertidas para todos, son numerosas. Pero el feminismo no arranca de esta verdad incontrovertida. Arranca, en cambio, del presupuesto de que las mujeres, no obstante las humillaciones, son mejores que los hombres. Las mujeres no son en realidad ni mejores ni peores que los hombres. Cualitativamente son iguales.

La diferencia entre el hombre y la mujer es la misma diferencia que hay entre el sol y la luna, o entre el día y la noche. Una visión justa del mundo es el pensamiento que los concibe diversos e indivisibles, como son diversas e indivisibles entre ellas todas las cosas que ocupan un lugar central de la condición humana.

En nuestros mejores momentos, nuestro pensamiento no es ni el de un hombre ni el de una mujer. No obstante, es igualmente cierto que todo lo que pensamos o hacemos lleva la marca de nuestra fisonomía individual, y, si somos mujeres, las señales femeninas de nuestro temperamento se graban en nuestras acciones y en nuestras palabras. Pero nuestro fin último es alcanzar un dominio donde tanto los hombres como las mujeres puedan reconocerse en nosotros y se olviden de nuestra fisonomía personal.

Abril de 1973

‘Vida imaginaria’. Natalia Ginzburg. Traducción de Ana Ciurans Ferrandiz. Lumen. 304 páginas, 20,90 euros.

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