Aprendiendo de Goya, aún
Cuántos artistas se han sentido hechizados por sus historias y por el modo de contarlas, usando huecos. He aquí lo moderno
Al borde de la muerte, en 1826, Goya se dibuja, un anciano con bastones, en otra de las apabullantes lecciones de modernidad en el pintor. “Aún aprendo”, escribe en la parte superior derecha del dibujo. Ha dejado ese ángulo limpio, libre de los trazos negros del lápiz litográfico que rodean la figura del viejo; limpio como el suelo sobre el cual se apoyan los bastones, el que necesita el hombre para mantenerse erguido. No es un gesto inusual en Goya. Grabador avezado, conoce lo esencial de las superficies donde parece no ocurrir nada; los tramos muertos; los vacíos; una especie de intervalos silenciosos que funcionan como el silencio mismo en la música de John Cage: parte esencial de la melodía, de la narrativa.
Hace apenas tres años, en 1823, poco antes de salir hacia el exilio, Goya ha terminado una obra enigmática, presagio y lucidez, otra lección de vida, igual que el anciano que, pese al tiempo gastado, aún aprende. Las pinturas negras —así se conoce el ciclo iconográfico que pinta en su propia casa, la Quinta del Sordo, y que celebra este 2023 su bicentenario— retoman el sueño de la razón que entonces, a los ojos de un Goya envejecido, produce no solo monstruos, sino ironía, humor negro, exasperación de tantas cuestiones básicas para el conflicto moderno: el transcurso, la muerte. No son frescos: pinta directamente con el óleo sobre las paredes. Algunos dirían que se trata de una suerte de mural revolucionario, y, tal vez por estas asociaciones, en la exposición celebrada en el Palazzo Reale de Milán el año 2010, Goya y el mundo moderno, el recorrido terminaba con una obra de Pollock, otro maestro de los huecos camuflados sobre la superficie pictórica: tan importante es el fragmento pintado como el que se deja desnudo.
En las pinturas negras, organizadas desde una paleta de ocres y negros, gobiernan los espacios silenciosos, las superficies sobre las cuales parece no ocurrir nada, pese a ser segmentos elocuentes del relato. De hecho, cada trazo de los tramos en apariencia vacíos rebosa de información visual imprescindible para completar la historia. En esos huecos anidan los secretos y en ellos se desvela la contundencia de lo ausente: el ojo se acerca a las zonas vaciadas y descubre que justo allí despliega Goya —un poco Pollock— la precisión del trazo, lo imprescindible.
De la serie, la obra más elocuente es quizás su pintura Perro semihundido, que Hélène Cixous vio en su primera visita al Prado y de la cual se prendó en un acto de amor a primera vista. Para ella, además, esta relación amorosa con una obra crea en quien la siente —igual que en el amor, supongo— un sentimiento de pertenencia: la obra amada parece solo nuestra. En el Perro semihundido los grandes espacios vaciados juegan a anularse y completarse a la vez, y la mirada libre de prejuicios descubre de pronto un imponente Rothko, quebrado por la hendidura de la cabeza indiscreta.
Cuántos artistas han sentido ese golpe de amor frente a Goya… A cada uno le ha regalado un matiz, una lectura, una impresión de enamorado, lo que han sentido muchos artistas actuales, impregnados por el hechizo de las historias y, más aún, por el modo de contarlas a través de huecos; he aquí lo moderno. Incluso cuando la transcripción parece literal —Saturno y las relecturas de Isabel Muñoz, Morimura o Vik Muniz—, se desvela apariencia. El desasosiego moderno, en el cual Goya es maestro, va más allá y se traviste de formas inesperadas: el carnaval en Marcel Dzama; el desplazamiento de significados en Michael Armitage; la decolonialidad en Yinka Shonibare, cuando el durmiente de El sueño de la razón se rodea con telas multicolores “africanas” y establece un lugar para lo silenciado que desvela la mirada atenta: las telas son en realidad una importación al continente. En The Murder of Crows, de Janet Cardiff y George Bures Miller, Goya aparece entre sueños y persigue a la artista como un vicio antiguo, con más fuerza si cabe cuando la covid no permite salir de la realidad y empieza a producir monstruos asfixiantes. Por su parte, Daniel Canogar repiensa a Goya en su primera videoescenografía, realizada en Monsieur Goya, una indagación, de José Sanchis Sinisterra. Las pinturas negras tienen regusto a un tapiz vertiginoso, en el cual los huecos se descomponen en colores. Solo hay huecos.
Sin embargo, es Philippe Parreno quien regresa con más precisión a los espacios de silencio en las pinturas negras en su último trabajo sobre el ciclo, encargo de la Fondation Beyeler con motivo de la muestra del maestro en Basilea. Después de pasar tres noches filmando en el Prado, el artista francés elabora un proyecto inquietante que aspira a mostrar, dice, los espacios entre las pinturas, los que debieron estar y solo se imaginan, tras descartar por obvia la reconstrucción del lugar donde fueron pintadas. A su manera, vuelve a la necesidad vehemente de los huecos para el grabador, ausencias que en Goya plantean el origen de la modernidad: lo que se presiente y no se acaba de ver; lo que aún aprendemos frente a sus pinturas en el Prado.
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