La religión del otro
Cuando las creencias se estancan en una literalidad dogmática ciega a las metáforas, son un peligro para la convivencia
La verdad es un ejército móvil de metáforas. El literalismo, una forma de dogmatismo, de exclusividad simbólica. Ocurre en las ciencias, las religiones y el llamado laicismo. En las tres la ausencia de movilidad se convierte en esclerosis. Pero no hay que engañarse. Movilidad no significa avance. Movilidad es aquí, o al menos así lo entendió Nietzsche, desprendimiento simbólico, ligereza, ironía. La creencia, tanto científica como religiosa, si no es irónica, acaba siendo una losa con la que tiene que cargar el individuo o la sociedad. Las naciones modernas rinden culto a la sociedad, el nuevo ídolo, a ser posible, tecnologizado y científico. Es una opción. De ahí que miren a las religiones por encima del hombro. Pero ese laicismo, en su momento tan necesario, con el tiempo se dogmatiza y volvemos a la monserga de púlpitos y minaretes, perdemos esa movilidad, esa ligereza, que nos permite ver, caminando, los diversos sistemas simbólicos, sus beneficios y sus ataduras. Quien no conoce una lengua extrajera no conoce la suya propia. La frase de Goethe sirve para la religión. Quien no ha sido capaz de salir de ella, de verla desde fuera, no la conoce. Y habría que analizar si el laicismo o el marxismo es realmente un “afuera”, o una derivación herética de un mismo credo.
Hace poco asistí en la universidad a un debate sobre la “muerte de Dios” y la supuesta “muerte de la religión” que habría de sobrevenir. La idea, falaz, es de Habermas. El alemán rectificó, al comprobar que las religiones seguían vivas. El desliz se aprecia mejor desde oriente. Habermas maneja una definición de religión semítica. La religión no tiene nada que ver con Dios, con su existencia o inexistencia. La religión tiene que ver con sistemas simbólicos y formas de vida, con rituales y una idea de lo sagrado, tanto de textos como de comunidades. El contenido metafísico de esos sistemas (que haya o no un Creador o Gran Capitán) resulta ser un efecto secundario de la idiosincrasia local. De ahí que el reciente atentado y las diversas reacciones tendentes al enfrentamiento entre religiones exija una reflexión.
La idolatría puede definirse como la consideración de una parte por el todo. Es un fenómeno provinciano. El mundo es como mi pueblo y todos pensamos como aquí. De esa actitud logocéntrica participan cruzados, yihadistas y cientifistas radicales. El idólatra carga con una piedra (su propio dogma) y esa carga acaba resultando intolerable. Es entonces cuando se utiliza como arma arrojadiza. Y la lanza sobre el otro. Además, esa carga le impide levantar la mirada, contemplar otros sistemas simbólicos y juzgarlos con equidad. La idolatría huye de la mentalidad abierta y abotarga la percepción. El filósofo vigilante debe aprender a identificarla, también el político o el ciudadano de a pie, y obrar en consecuencia para evitar la esclerosis del pensamiento.
Nuestro país lleva un considerable retraso respecto a la religión del otro. Recientemente la Complutense ha abierto un grado en ciencias de las religiones, donde éstas se abordan desde la historia, la filología o la antropología. Ojalá estas iniciativas, tan necesarias, ayuden a atemperar las opiniones sobre estos asuntos. Los sistemas simbólicos, como nosotros, son siempre históricos y pasajeros. El no saber exige ligereza, dinamismo, y, pese a lo que nos digan las instituciones, no sabemos qué es el mundo ni cuál es el mejor sistema simbólico. Como sociedad hemos elegido uno y es lógico defenderlo, siempre que no perdamos de vista esa condición de caminantes.
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