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La anguila contra Elon Musk

Para que aceptemos asentarnos en Marte, el magnate primero nos debe contar un cuento. Ahora mismo tiene mucho conseguido porque (casi) todos le estamos escuchando

Elon Musk
La plataforma de lanzamiento de Space X en Boca Chica Beach, Texas, EE UU.Marc Sherman (Alamy)

Elon Musk ha adquirido Twitter, la red social que tiene a un monarca nuquinegro como símbolo, cuatro años después de que su compañía Space X inaugurara los vuelos del cohete Falcon Heavy para evaluar las posibilidades de crear asentamientos humanos en otros planetas. Es decir, Musk se está apoyando en dos aves para convencernos de cuánto nos conviene emigrar de este globo superpoblado y cada vez más caliente. Sigue la línea de Stephen Hawking, quien vaticinó que dentro de 600 años la Tierra será una bola de fuego provocada por la creciente demanda de energía. La solución es, según los dos, “diversificar” la presencia humana en las galaxias.

Diversificar. Verbo paradójico teniendo en cuenta que los humanos están esquilmando la biodiversidad planetaria tras imponer los monocultivos, monoteísmos y monogamias que nos han traído a este límite. La postura de Hawking y Musk solo se entiende desde el ombliguismo radical o la desesperanza. “Somos bastante ignorantes e irreflexivos”, sentenció Hawking. Pero la autocrítica no va con Musk. Él es un genial multimillonario moderno al que la Tierra se le queda pequeña y, como desea perpetuar el modelo “de progreso” que le encumbra, sabe que para que su teoría escapista cuaje va a necesitar convencer a una audiencia planetaria, y eso será más posible si enseña a piar de nuevo al monarca nuquinegro. Para que aceptemos asentarnos en Marte, primero nos debe contar un cuento. Ahora mismo tiene mucho conseguido porque (casi) todos le estamos escuchando.

Mientras Musk habla con normalidad de booms sónicos y colonias marcianas, suena entre extraño y absurdo reivindicar a una anguila como alternativa de futuro, pero lo es. “Nunca pensé que una anguila pudiera explicarme tantas cosas de mí”, dijo el otro día Montse en un club de Liternatura. Comentaba el libro en el que Patrik Svensson narra cómo las anguilas han condicionado su existencia. Entre el ensayo, las memorias y con aires de novela, Svensson señala por ejemplo que Sigmund Freud desarrolló la teoría del psicoanálisis después de diseccionar anguilas febrilmente en busca de testículos, aspiraba a resolver el enigma de su sexo. O explica por qué la anguila figuraría como animal simbólico estadounidense de no ser por… su fealdad.

Lo mejor de los nuevos malos tiempos es que invitan a asomarse a esos márgenes donde habitan tantos seres ignorados, sean humanos o no. Y quien intuye, como Montse, que la solución a muchas crisis palpita en lo elemental invisible, puede empezar a descubrir que la literatura de naturaleza posee una potencia tan luminosa como inesperada, quizá porque hasta hace muy poco esa literatura se asoció —en España desde luego— al bucolismo o a la mera épica montañera o navegante.

La chinche gigante acuática y los infinitos insectos que aparecen en Una temporada en Tinker Creek situaron a este maravilloso ensayo entre los cien mejores publicados en USA en el siglo XX mientras que Elizabeth Tova ha hecho icono mundial de un caracol, y Geoffroy Delorme asombra al relatar cómo se integró en una manada de corzos. Halcones, alcornoques, ajolotes están siendo reflejados de manera magistral, pero aún muy pocos saben cuánto. Eso sí, la voz ha empezado a correr, y si Montse ya recomienda anguila a destajo, también asoman clubs de lectura, residencias de escritores y festivales de Liternatura como los que se celebran en La Siberia extremeña y Barcelona y que el próximo año estrenarán Colombia y México. Y festivales clásicos, como el Eñe este año, dedican ediciones a “lo natural”.

El pasado septiembre, el encuentro de escritores y críticos que el Ministerio de Cultura organiza desde 1985 en Verines se centró por primera vez en la liternatura. Ahí, la filósofa Marta Tafalla dijo: “Necesitamos una educación estética: para saber si algo es hermoso debemos conocer su historia”. Eso es. Después de leer a Svensson, es fácil sentir a la anguila mucho más cerca y preciosa. Un problema de lo salvaje y lo rural es que parece estar siempre lejos, porque faltan relatos que aproximen. Al vocabulario, también. Un reciente estudio de la Sociedad de Ciencias Aranzadi observa que la mayoría de niños de Secundaria encuestados no sabían nombrar diez animales y diez árboles de su entorno.

Dicen que el interés actual por la liternatura viene de un sentimiento de pérdida. Seguro que es cierto, pero al fin, al menos, existe ese interés, y vale la pena aprovecharlo multiplicando los relatos que nos hablan del “vecindario” no urbano.

En muy pocos años, la ciencia ha pasado de debatir sobre cuánto podía alargar nuestra vida a cómo puede lograr que sobreviva la especie humana. ¿Eso es evolución? Algo falla, y son las historias que nos contamos. El filósofo Jorge Riechmann ha dicho: “La poesía y el arte no pueden hacer casi nada, pero ese margen resulta fundamental”. Desde que las anguilas tienen un libro escrito con fuerza y carne, los defensores de quedarse en la Tierra han ganado unos centímetros a los escapistas promarcianos. Si queremos mantener nuestro hogar, es hora de confrontar las formidables historias de auténticas anguilas —y lagartas, olivos, arañas— con los pájaros virtuales del resignado Elon Musk.

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