Menos pijamas y más historietas
En el centenario del nacimiento de Charles M. Schulz, no existe un momento idóneo para acercarse a las peripecias de Carlitos y Snoopy, ya que todos lo son
Que levanten la mano los que lleven a Snoopy y a sus amigos en el estampado del pijama o de los calcetines. Yo pertenezco a ese colectivo y, como una telepredicadora del Medio Oeste en plena performance, confieso aquí, dramáticamente y entre aspavientos, que no merezco llevar a los Peanuts en mi ropa de estar por casa. No lo merezco porque, durante años y teniéndolas al alcance de la mano, no leí las historietas que protagonizaban.
He reparado en ello hace unas semanas al enterarme de que este año que termina se celebra el centenario del nacimiento de Charles M. Schulz, el creador del perro y de la pandilla de niños más famosos de este planeta y de su satélite: de hecho, dos de sus personajes, Snoopy y Charlie Brown, dieron nombre a los módulos lunares de la operación espacial Apollo X, la que preparó el posterior alunizaje de Armstrong y Aldrin.
Schulz ideó, esbozó y entintó a lo largo de su vida 17.897 tiras cómicas dedicadas a estas criaturas que, si bien nunca crecieron, atravesaron cinco décadas: desde 1950 hasta el 13 de febrero de 2000, el día después de la muerte de su autor. Desde mi pijama, Snoopy me mira ufano, y eso me hace sentir más culpable aún: ¿cómo le hago ver lo indiferente que he sido hacia el trabajo ímprobo del ilustrador de Minnesota?
Así que a este acto de contrición en el que expreso mi arrepentimiento le sumo un examen de conciencia en busca de las razones por las que en los estantes tanto físicos como intangibles de mi biblioteca de cómics solo viven Astérix, Mafalda, Mortadelo y Filemón, Superman o Tintín, aunque nunca me entusiasmase. La ausencia de álbumes de los Peanuts hoy me avergüenza, aunque ayer —me refiero al año 80— no me faltara aquel estuchito de Snoopy y Emilio —Woodstock en el original— que eclipsó al resto de regalos de Reyes y del que no me desharía ni aunque nos gobernase Marie Kondo.
Lanzo una hipótesis que me ayuda a entender mi comportamiento: el Schulz de la hispanoesfera fue y será Quino, de ahí que el protagonismo de nuestros Peanuts de cabecera —Mafalda, Susanita, Manolito y los demás— no haya dejado entrar en nuestras vidas a la otra pandilla de niños dibujados. Leíamos con tal fruición sus andanzas cotidianas que aún puedo emplear con amigos de varias generaciones palabras como “¡Sonamos!”, “Zo-zo-pita” (la alocución alborozada de Guille ante su plato de sopa) o referirme a las pastillas Nervocalm con la seguridad de que mi interlocutor me entiende a la perfección. En cambio, el escritor Jonathan Franzen, tal como cuenta en su ensayo memorístico Zona templada, tuvo como acompañantes a lo largo de su infancia a Charlie Brown y sus amigos, incluso en versión animada, cuando daban por televisión el especial navideño de los Peanuts.
Después está el problema con la frase “te lo juro por Snoopy”, que no habla bien acerca de la consideración que se tiene en España hacia este perro beagle. La frase nunca fue pronunciada motu proprio por nadie: se creó para atribuírsela en tono de burla a los pijos de los noventa, los que vestían ropa y complementos con dibujos de Snoopy y sus amigos. Es claramente una frase made in Spain, porque, según me cuentan mis corresponsales particulares en Argentina, allí no se decía, y a cambio se leía habitualmente a Schulz en versión original en el periódico Buenos Aires Herald. Aunque en este lado del océano sus tiras se publicasen en el suplemento infantil de este periódico, mi atención se centraba más bien en la obtención de objetos y pegatinas con la silueta del perro bípedo.
Otra razón por la que quizá no mostrase suficiente interés hacia las historias de los Peanuts se debía a su estilo de vida estadounidense: ellos ya celebraban Halloween cuando aquí comíamos huesos de santo
Otra razón por la que quizá no mostrase suficiente interés hacia las historias de los Peanuts se debía a su estilo de vida estadounidense: ellos ya celebraban Halloween cuando aquí comíamos huesos de santo, y tanto la fiesta de las calabazas perforadas como sus frecuentes partidos de béisbol me resultaban indescifrables.
En cualquier caso, no sirve de mucho que ahora me dé golpes de pecho por no haber leído con suficiente curiosidad las historias de Carlitos en su momento, porque en verdad no existe un momento idóneo para acercarse a sus peripecias, ya que todos lo son. Por eso hoy venero a Lucy van Pelt al verla prestar ayuda psiquiátrica a cinco centavos en su tenderete callejero, y me regocijo ante la grafomanía de los personajes de Schulz, que llevaba a Snoopy a teclear, desde el tejado de su caseta, su gran novela americana (que se abría con la frase “Era una noche oscura y tormentosa”) y a mandar relatos a concursos que nunca ganaba. Carlitos, por su parte, era un excelente amigo por correspondencia, cuyas cartas manuscritas lucían emborronadas por la tinta china de Schulz.
Para terminar, declaro exaltada por este megáfono metafórico a través del que predico la buena nueva que nunca es tarde para leer a Schulz, y que yo, en su día una niñata adicta al merchandising, ya no me limito a usar pijamas con la silueta de Snoopy tostando un marshmallow frente a una hoguera. Ahora Schulz forma parte de mi biblioteca de viñetas junto a Sempé, Quino, Ibáñez, Maitena y otros tantos. Se lo debía como regalo por su centésimo cumpleaños.
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