‘Yo maté a un perro en Rumanía’, una brillante novela-viaje
La peruana Claudia Ulloa Donoso, en un relato complejo pero magistral, reflexiona sobre Europa y Latinoamérica y las relaciones entre clases, culturas y géneros
“Mi miedo nace en las yemas de mis dedos, se extiende sobre mi mollera descubierta y desde ahí me envuelve todo el cuerpo. Le temo a la presencia de lo alto, a lo desconocido inalcanzable, a estar expuesta a la inmensidad del cielo”, dice poéticamente la profesora dentro de una letrina. Estas palabras remiten a las dualidades entre arriba y abajo, materia y ánima, amor y muerte, palabra y silencio, mujer y hombre, humanidad y condición animal, vida y sepulcro que jalonan esta novela-viaje brillante y rarísima. La profesora de noruego, latinoamericana y treintañera, sufre una depresión y su alumno rumano, su amigo Mihai, le propone que le acompañe en un viaje a su país. Durante el trayecto, Mihai se hará llamar Ovidiu, y ese será el disparadero de la extrañeza y la metamorfosis: Ovidiu se transforma y puede parecer incluso cruel. Luego ella, sumergida en un ambiente de supersticiones y ajos que llamamos antropología —cada país tiene lo suyo—, perderá la voz, y la gestualidad de Ovidiu se hará pensamiento. Entonces, el deslumbramiento nos atenazará por la madurez, coherencia, originalidad de Claudia Ulloa. Su virtuosismo de ventrílocua que dice la verdad. La ambición del libro coloca a su autora en un filo de riesgo desde el que es fácil despeñarse, pero ella no cae: logra crear una atmósfera enferma, al borde del delirio, donde lo delirante no son los estados alterados de conciencia por las pastillas, sino una realidad de culto a la muerte que muta en celebración de la vida. La ascesis del trayecto culmina en orgasmo místico, liberador, magníficamente narrado desde dos puntos de vista que se solapan con la muerte del perrito negro anunciada desde el título. La voz del perro abre la narración y nos invita a abordarla desde una espiral de bajada y subida, circularidad, que aumenta la realidad: las páginas huelen a cuerpos vivos, enfermos, drogados, ávidos, muertos… Huelen al trigo lavado en la ceremonia del praznic por el padre difunto, a la orina que duele en la uretra infectada, a tierra, vino y exceso de tranquilizantes.
Late la pregunta sobre a quién le pertenecen las palabras y en qué lugares esa pertenencia se hace efectiva. Cómo la autoridad y el poder —siempre y cuando no nos situemos en la posición de los poderes omnímodos que son económicos, altos e invisibles— transmigran de un cuerpo a otro en función de los contextos revolucionando jerarquías y el concepto de fragilidad. Una maestra migrante latinoamericana, un chófer rumano al que le da clase de noruego en Noruega. Un desplazamiento parece revolucionarlo todo. El silencio como pérdida de poder —no absoluta: queda la mirada y la posibilidad de escribir más tarde—, y la palabra extendida, verborrágica e intracraneal —Ovidiu piensa— como fórmula para desarticular misterio y miedo: poco a poco enfocamos a Ovidiu y percibimos su piel humana bajo la capa pilosa que le estaba creciendo en Rumanía. En esta novela se radicaliza la metáfora fundacional, masoquista y sádica de esas relaciones amorosas tirantes de las que tanto aprendimos en las narraciones existencialistas: desde la historia de Salamano y su perro en El extranjero, de Camus, hasta la pasión, visibilizadora y borradora de la identidad, entre Juan Pablo Castel y María Iribarne en El túnel, de Sábato. En este juego erótico, vivificante y destructivo participan dos migrantes, dos individuos instalados en el lado semiseco del mundo —ni muy malo ni muy bueno, pero no en posición de acomodo— que tienen conciencia de los perros que mueren en las carreteras y comen residuos.
‘Yo maté a un perro en Rumanía’ circunvala ese territorio en el que lengua y pensamiento se anudan a través de una estructura novelesca, unos personajes y unas voces levantadas con una habilidad literaria poco común
Esta novela habla de esas fricciones; de la transmigración de las almas, materializadas en carácter y patologías, en deculturaciones y obcecaciones locales; de la migración de los cuerpos y de cómo los cansancios del segundo proceso se inyectan en los del primer proceso. Habla de cómo las perturbaciones místicas —o sea, la salud metal— se enraízan en lo físico y económico. Yo maté a un perro en Rumanía circunvala ese territorio en el que lengua y pensamiento se anudan a través de una estructura novelesca, unos personajes y unas voces levantadas con una habilidad literaria poco común, para que reflexionemos desde la lucidez sobre la existencia de una Europa a dos velocidades y una Latinoamérica culta, sobre las relaciones entre clases sociales, culturas, géneros y especies.
Al final, lo que produce inquietud es “la presencia de lo alto”, “la inmensidad de cielo”, y el perrito, muerto y rumano, es el dueño absoluto de la historia. Al menos, eso dice él al comienzo de la narración. El final te obliga a volver al principio, porque vivimos en un momento de crisis de la verosimilitud fantástica y del fabulismo, y las lectoras —los lectores también— seguimos sospechando que los perros no hablan a no ser que una escritora limeña, nacida en 1979, les de voz a través de su máscara de profesora de noruego en Noruega que mantiene un tira y afloja con un dulce alumno rumano que, cuando llega a su país, saca pecho para que los fantasmas no lo arrastren al submundo de su tierra natal. Ella lo humaniza, igual que al perro, con el poder de su escritura. Yo maté a un perro en Rumanía aborda asuntos que nos importan y que son importantes en nuestra contemporaneidad, y lo hace formulándose esa pregunta sobre el sentido de la escritura —sanador, juguetón, testimonial, imaginativo, performativo, seductor, toca pelotas…— que subyace a los mejores relatos.
Yo mate a un perro en Rumanía
Autor: Claudia Ulloa Donoso.
Editorial: Almadía, 2022.
Formato: tapa blanda (361 páginas, 21 euros).
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