El pasado esclarecido: una lección de memoria
La relación entre historia y testimonio es problemática pero inevitable. La democracia depende de contar bien esa complejidad sin anularla
Escribía Simone Weil que «un ser humano tiene una raíz en virtud de su participación real, activa y natural en la existencia de una colectividad que conserva vivos ciertos tesoros del pasado y ciertos presentimientos de futuro». En el mismo texto para la Francia Libre, que Albert Camus dará a conocer al público como L’Enracinement (Echar raíces), añadía Weil: «De todas las necesidades del alma humana, ninguna más vital que el pasado». Por ello, concluía, «la destrucción del pasado es quizá el mayor de los crímenes». Estos «tesoros del pasado», vitales, no se nos ofrecen, justamente, como un patrimonio consolidado. Preservarlos requiere apropiárselos haciendo pie en el presente compartido de un medio humano; solo así podrán inspirar a quienes forman esa colectividad «presentimientos de futuro». Lectura y relectura, escritura y reescritura, pues, que atestiguan el carácter problemático de nuestra relación individual y colectiva con el pasado.
Del problema de la representación del pasado trata la «navegación» que emprende Paul Ricoeur en La memoria, la historia, el olvido. Distingue el filósofo entre «hacer memoria» y «hacer historia». Los usos de la memoria, expone, corren parejas con sus abusos, culminando en la «gran tentación» de reivindicar la memoria contra la historia. La operación historiográfica, a su vez, se sustrae a las trampas de la memoria para proponer una reconstrucción verdadera del pasado. Pero, observa Ricoeur, «deja en reserva» la «cuestión de confianza» de cuál sea el vínculo entre historia y memoria. De ahí una tercera consideración que atañe al sentido de nuestra condición histórica y explora el fenómeno del olvido y lo que Ricoeur llama «el perdón difícil». Es así como la nave, enderezada en estos «tres mástiles», pone proa a «una política de la justa memoria».
En su reciente libro Qué hacer con un pasado sucio, se ocupa José Álvarez Junco en deslindar el quehacer del historiador frente al relato escolar, las políticas conmemorativas y los mitos, reivindicando una «historia compleja, bien narrada». Su reflexión en torno al «trauma» de nuestra Guerra Civil no deja sin embargo de reconocer que «la memoria, que ni tiene que esforzarse ni puede presumir de ser objetiva, también aspira a ser verdad»; aspiración que cabe relacionar con lo que el autor denomina «un buen tratamiento simbólico», tan importante para la salud de una cultura política democrática como pueda serlo un buen conocimiento.
Los usos de la memoria, expone Paul Ricoeur, corren parejas con sus abusos, culminando en la gran tentación de reivindicar la memoria contra la historia. La operación historiográfica, a su vez, se sustrae a las trampas de la memoria para proponer una reconstrucción verdadera del pasado.
Visualizamos así una memoria esclarecida que, aleccionada por la lectura histórica del pasado, acaso sea capaz de alguna modesta lección. Valgan como ocasión, no del todo casual, de «justa memoria», una novela, La gran cruzada; un escritor, Gustav Regler (1898-1963), y un acontecimiento (hecho histórico, experiencia personal y materia literaria), las Brigadas Internacionales en la guerra civil española.
Estudios de conjunto solventes, desde Andreu Castells (1974) hasta Giles Tremlett (2020), han sentado el marco historiográfico de las Brigadas Internacionales. Empezando por el papel determinante de la Comintern en su organización y control. No menos evidente, en un momento en el cual, como dijo Max Aub, «el fascismo daba cara a cara su nombre», es que los brigadistas vinieron como voluntarios unidos por el compromiso de la lucha antifascista. Como muchos de ellos, también Gustav Regler, alemán, era un exiliado que prosiguió en España, con las armas, un combate iniciado en su país de origen. Llega al amparo de Mijaíl Koltsov, el «hombre de Stalin», tras los primeros procesos de Moscú. Militante comunista aún convencido, es nombrado comisario político de la recién creada XII Brigada. Trata a Hemingway, Malraux, Ehrenburg…
La gran cruzada (que pensó titular El gran ejemplo, frase que hubiera sonado más amable a los oídos españoles) recrea la «intrahistoria» de esa XII Brigada, desde la defensa de Madrid (noviembre de 1936) hasta la ofensiva de Huesca (junio de 1937), durante la cual Albert, trasunto de Regler, es herido de gravedad. En sus páginas asistimos al conflicto irresuelto entre ideal y realidad, abnegación y deserción, compañerismo y traición, patria y tierra de nadie. Sus personajes, condensaciones de experiencia, son complejos, no mera representación de una idea. En la mirada del escritor, historia y memoria alcanzan verdad poética (Regler había dedicado su tesis a la ironía en Goethe), pero no solo.
En un momento del relato, Albert, «el intelectual que busca respuestas en un país extraño», removido por las noticias del segundo juicio de Moscú, sale en medio de la noche fría y neblinosa. Mientras contempla El Escorial, recuerda el alegato del marqués de Poza ante Felipe II en el Don Carlos de Schiller. Piensa: «Es una cuestión de principios, de dos principios, el respeto al pueblo y el santo derecho a la crítica». Hace así memoria de «una clase de hombre». Es posible que hoy ese tipo humano yazca enterrado en el pasado como un tesoro perdido. Haríamos bien, con todo, en no olvidar por completo el consejo del marqués para el infante: «Que honre los sueños de su juventud cuando llegue a hombre».
Alejandro del Río Herrmann es editor del sello Trotta y doctor en Filosofía.
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