Las vacaciones
Emitió un turbulento ronquido, el primero de una noche interminable. Ahí empezó mi descenso a los infiernos, una perturbación contraria a la calma que ambas habíamos esperado de nuestro viaje
La venganza trabaja de modo subconsciente. Así como los deseos reprimidos se expresan a veces en sueños nocturnos, también el resentimiento que se descarta a plena luz del día renace —y se ejecuta— por la noche.
Era nuestra segunda noche en el hotel. Hacía meses que Madame y Mademoiselle Hulot no nos veíamos y decidimos —en buena hora— ir de viaje juntas por Bretaña. Aquella noche me acecharon pesadillas inusuales, y como pasa con toda alucinación, al despertarme localicé su origen:
— Mamá. No me puedo dormir. Estás roncando.
Si me oyó no hizo ningún gesto que lo denotase. Y emitió un turbulento ronquido Madame Hulot, el primero de una noche interminable. Ahí empezó mi descenso a los infiernos, una perturbación contraria a la calma que ambas habíamos esperado de nuestro viaje. Tan habitual es el encuentro como el desencuentro en las familias, pero el primero no puede servir para borrar el segundo sin haberlo comprendido, al menos nombrado: así como el halago no borra la ofensa, tampoco la diversión presente arrasa con los agravios pasados. Envuelta y asediada por los ronquidos, desvelada, sudorosa, caí en una espiral de preocupaciones exageradas, ansiedades futuras, dificultades y dudas ensanchadas por el insomnio. Pasaron dos horas en que actué, todavía, con la delicadeza que me es propia: sin querer importunar el sueño de Madame Hulot, le susurré varias veces que no podía dormir. Como si me oyera en sueños, y en sueños venciese su amor por mí, cesaron los ronquidos. Luego se reanudaron. Y en un sobresalto, tras varios intentos por mi parte, espetó:
— Es imposible que deje de roncar. No puedo controlarlo. Y tú no puedes pretender modificar la vida inconsciente de las personas.
Dicha así, sin cara, aquella máxima me dejó tiesa, meditando con sombras en la oscuridad, cercada por el halo del ronquido materno. Yo tengo a Madame Hulot en muy alta estima, y aparte de escucharla me gusta obedecerla. Sé que sus intenciones, en general, también son buenas. Así que, silenciosa, me puse unos tapones auditivos que encontré en el neceser. Nada. Me puse los auriculares con música de lluvia. Nada. Me puse almohadas a lado y lado de la cabeza. Nada. Descompuesta y mareada, horas después, salí a recepción para pedir otro cuarto:
— Está todo completo, mademoiselle —dijo la recepcionista, y como enmudecí y mi reacción fue lenta, aun repitió—: Es temporada alta, no hay la menor posibilidad de encontrar otro cuarto, el Hotel de La Plage está completo. Todos quieren visitarlo en esta época, ya sabe, por la película Las vacaciones de Monsieur Hulot…
La pobre mujer tras el mostrador, que cubría las horas nocturnas y a quien le mandarían recordar aquello a cada cliente, emitió una risita inocente, y yo noté una pulsión homicida. Entendí que mi estado era zombi. Me retiré sin decir nada, seguramente con paso torvo.
Pero el insomnio trajo consigo la revelación: el zulo. De vuelta a la habitación, supe que mi única opción era dormir en el zulo que había por baño, en aquel hotel donde mi madre se había empeñado en pasar la noche, haciendo entrar mi colchón por la puerta, en vertical. Y mi subconsciente también empezó a actuar mientras evocaba todas las ofensas pasadas, discusiones sin zanjar, graves palabras que uno adivina y entierra incluso antes de oírlas: arrastré el colchón haciendo el máximo ruido posible, Madame Hulot murmuraba dormida algo quejoso y enfurruñado, pero mi trastorno era mayor, y desplazando el colchón tiré ropa al suelo, libros al suelo, un vaso de agua al suelo, arramblé con todo e introduje y doblé el colchón haciéndolo entrar por la puerta del zulo; zulo muy francés, zulo decorado con glicinias que entraban por un alto ventanuco, zulo vacacional y trasnochado.
Éxito. Conseguí encajar mi jergón en el metro y medio que medía el zulo. Para celebrar tamaña proeza en la oscuridad, me abrí la cabeza con el lavamanos. Palpando las demás esquinas de los elementos amenazantes del baño logré recostarme. Y con la puerta cerrada, los ronquidos eran casi inaudibles.
Pero mi delirio ya no tenía vuelta atrás. El problema ya era otro: era tal mi estado de agitación que el sueño era una posibilidad remota
Pero mi delirio ya no tenía vuelta atrás. El problema ya era otro: era tal mi estado de agitación –y mis remordimientos, mi culpa, mi rencor resurgido tras meses acallado en la conciencia– que el sueño era una posibilidad remota. Mi radar de lo inoportuno, como el de todo ser insomne o rebosante de ansiedad, ya se había disparado. Así, cuando había logrado taparme con la sábana, mientras Madame Hulot dormía plácidamente en el cuarto, tuve la certeza —la clarividencia del insomnio— de que me asfixiaría en aquel zulo. Avisté el ventanuco de las glicinias, y trepando por el inodoro lo abrí, aunque al volver al colchón me apoyé en el grifo y el agua mojó parte de mi camastro. Problema menor, dormiría en el suelo, era verano. Pero entonces, sin colchón y con la brisa que entraba por la ventana, empecé a notar el frío, además de los ruidos susurrantes de las hojas nocturnas, hojas asesinas seguramente, que se colaban por el ventanuco e interpretaban a la perfección la danza y los movimientos de alguien que estuviese merodeando al acecho, esperando a que me durmiera.
Entonces sonó el teléfono. Era recepción, había sido un error: sí tenían una habitación disponible, y además no cobrarían nada por ella, como si en todos los hoteles existiera un cuarto para evitar homicidios nocturnos. Alcancé a decir gracias, y supe por el ventanuco que mi noche terminaba, y que llegaba el día. Deshice mi cabaña del zulo, desplegué mi cama contorsionada y salí del baño. Avancé a paso flotante hacia Madame Hulot, identificando en la oscuridad todos los objetos punzantes a mi alrededor. ¿Con qué podía matarla? Miré el rostro que amo, el rostro apacible de toda pareja de viaje, de todo familiar, de todo compañero de vida. Pero ya no roncaba, milagrosamente. Y la besé, sabiendo que la vida inconsciente de ambas guardaría silencio durante el día, pero que de la noche siguiente sólo pasaría una de las dos.
Xita Rubert (Barcelona, 1996) es autora de la novela ‘Mis días con los Kopp’ (Anagrama).
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