Cuando el arte es eléctrico: creatividad e inteligencia artificial
Sabemos para qué queremos la tecnología que detecta tumores, pero no una novela autogenerada o un robot que pinta
La inspiración y la creación inédita de belleza artística han sido consideradas históricamente como el último reducto de la producción humana frente a la artificial. La expresión poética y simbólica era algo, pensábamos, imposible de conseguir a base de electricidad, datos organizados y redes neuronales. En los últimos años hemos observado con ojos escépticos el avance de la inteligencia artificial, dando por sentado que las máquinas no podían ser creativas o inspiradoras porque carecían de dos aspectos de la persona, a nuestro juicio, insustituibles en el arte: la sensibilidad o emocionalidad y la conciencia de sí mismas.
Una seguridad abrumadora nos decía que estas dos banderas —no exclusivas, por otra parte— de la especie humana eran insalvables para producir lo que consideramos obras artísticas: que sean originales, innovadoras, insólitas, pero que a su vez tengan ese poder evocador de las cosas que ya conocemos. Se nos pasó por alto que quizá no eran estos los únicos elementos que influían en el genio creativo. La observación reiterada de grandes referentes culturales, el almacenamiento masivo de información en texto e imagen, la capacidad aleatoria, sistémica e integradora y las reglas estéticas básicas son también fundamentos de la creación. Y, además, son perfectamente inferibles para un modelo de aprendizaje automático expuesto previamente a millones de imágenes y textos artísticos, configurado con una única misión: realizar una imitación altamente optimizada de aquello que ve.
Lo último en procesamiento del lenguaje natural, el modelo GPT—3, ha demostrado ya su capacidad para crear poemas, sinopsis de películas y textos cortos perfectamente gramaticales y con sentido mínimo, indistinguibles en la práctica de los contenidos escritos por humanos. Tan solo la coherencia de largo alcance y la falta de conocimiento del mundo le delatan; a partir de una cierta extensión de texto, es incapaz de mantener una lógica mínima con lo redactado anteriormente: personajes que han muerto en las primeras líneas reaparecen un poco más tarde y los acontecimientos históricos se mezclan entre sí en una cronología ficticia, en ocasiones muy original.
Sin embargo, fuera del mundo de la redacción y el texto, esta coherencia narrativa no es una variable fundamental, lo que ha hecho que en las artes pictóricas la generación artificial brille por sí misma. Una práctica muy extendida es la de combinar en un mismo lienzo —en su metáfora máxima— dos obras de estilos diferentes, o transformar una fotografía inyectándole a la imagen real el estilo de Van Gogh o Sorolla. También se puede pedir al modelo que genere una obra nueva basándose en el estilo de Klimt o Velázquez, lo que supone para muchos una maravillosa “resurrección” de los artistas, y para otros una nueva muerte del concepto de autor tal y como lo conocemos.
El 23 de abril de 2022, por primera vez en los 120 años de historia de la Bienal de Venecia, el androide Ai—Da expone sus obras en el Giardini, al mismo nivel que las obras creadas por artistas humanos. Según su creador, el galerista de arte británico Aidan Miller, “es un proyecto ético creado para plantear cuestiones sobre el uso de la tecnología y el impacto que tendrá en nuestra sociedad, y valorar si realmente queremos introducir algo así”. La cuestión no es tan sencilla como decidir entre todos si queremos o no queremos la introducción de la IA en el arte. La curiosidad científica, el impulso colectivo de descubrir hasta dónde podemos llegar, hasta dónde podemos volver a crearnos a nosotros mismos, camina por su cuenta y no siempre de la mano con la utilidad o la aplicación de la tecnología. Sabemos exactamente para qué queremos una IA que detecta tumores en radiografías con alta precisión, pero no sabemos para qué queremos una artista pictórica artificial como Ai—Da o una novela autogenerada sin sentido completo. Y no importa. Seguimos empujando los límites hacia delante porque no podemos evitarlo, porque somos exploradores ampliando el mapa de nuestra propia capacidad.
Es posible que esta última frontera se haya desplazado y ya no pertenezca al ámbito de la creatividad o la lírica, sino a territorios menos románticos, como la pragmática, la pertinencia o la responsabilidad. Estamos ya inmersos en el dilema legal que intenta dilucidar si una máquina puede ser la autora reconocida de una obra de arte, o no. Me cuesta especialmente creer en una versión artificial del sentido de la responsabilidad que conlleva la autoría, pero concedo mucho valor al debate conceptual que esto genera. En cualquier caso, esta reubicación de nuestros límites supone mucho más de lo que creemos: el replanteamiento inevitable y periódico de lo que nos define como seres humanos.
Carmen Torrijos es lingüista computacional en el Instituto de Ingeniería del Conocimiento.
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