Alice Munro inédita: llega su primer libro de relatos
Publicado originalmente en 1968, ‘La Danza de las sombras’ sale este 5 de mayo en castellano con Lumen. ‘Babelia’ adelanta ‘El vestido rojo, 1946′, uno de los cuentos de la premio Nobel canadiense
Mi madre me estaba haciendo un vestido. Durante todo el mes de noviembre, cuando volvía de la escuela me la encontraba en la cocina, rodeada de retales de terciopelo rojo y trozos de patrones en papel de seda. Cosía con una vieja máquina a pedal colocada contra la ventana, para aprovechar la luz, y también para mirar afuera, más allá de los campos de rastrojos y el huerto pelado, y ver quién pasaba por la carretera. Rara vez veía pasar a nadie.
La tela de terciopelo rojo era difícil de trabajar, tiraba, y el corte que mi madre había elegido tampoco era fácil. La verdad es que no era una buena costurera. Le gustaba hacer cosas, que es distinto. Siempre que podía se ahorraba el hilván o la plancha, y no se esmeraba en pulir los detalles, rematando los ojales o repasando las costuras, como por ejemplo hacían mi tía y mi abuela. A diferencia de ellas, arrancaba con una inspiración, una idea atrevida y brillante, y a partir de ahí el entusiasmo iba cuesta abajo. Nunca encontraba un patrón que la convenciera, para empezar. Lógico: no existían patrones que encajaran con las ideas que brotaban en su cabeza. Cuando era pequeña me había hecho, en momentos distintos, un vestido de organza floreado con un cuello victoriano de encaje que rascaba y una capota a juego; un traje de tela escocesa con una chaqueta y una boina de terciopelo; una blusa fruncida con bordados que iba con una falda larga roja y un corpiño negro de cordones. Yo había llevado aquella ropa con docilidad, incluso con gusto, en un tiempo en que la opinión del mundo no me importaba. Ahora, más sensata, quería vestidos como los que mi amiga Lonnie se compraba en Beales, la tienda de modas.
Me lo tenía que probar. A veces Lonnie venía conmigo a casa después de la escuela y nos miraba desde el sillón. A mí me daba vergüenza que mi madre rondara a mi alrededor de aquel modo, con las rodillas que le crujían, jadeando. Murmuraba para sí misma. En casa no llevaba faja ni pantis, iba con unos zapatos de cuña y calcetines de media; tenía las piernas llenas de varices y venas azuladas. Verla agachada en aquella postura me parecía embarazoso, incluso obsceno; intentaba darle conversación a Lonnie para que le prestara a mi madre la menor atención posible. Lonnie ponía la cara modosita, educada y elogiosa que era su disfraz en presencia de los adultos. Se burlaba de ellos y los imitaba con saña, y nunca se enteraban.
Todas las historias de la vida de mi madre que antes me interesaban habían comenzado a parecerme melodramáticas, irrelevantes y cansinas
Mi madre me daba tirones, y me pinchaba con los alfileres. Me hacía dar la vuelta, alejarme, quedarme quieta.
—¿Qué te parece, Lonnie? —preguntó con los alfileres en la boca.
—Es muy bonito —dijo Lonnie con su ademán dulce, sincero.
La madre de Lonnie había muerto. Ella vivía con su padre, que nunca le hacía caso, y eso a mis ojos le daba un aire vulnerable y a la vez privilegiado.
—Lo será, si consigo ajustar las medidas —dijo mi madre—. En fin —añadió teatralmente, agachándose con un patético crujido y suspirando—. Dudo que ella sepa apreciarlo.
Me hacía rabiar que hablara así con Lonnie, como si Lonnie fuese adulta y yo todavía fuera una cría.
—Estate quieta —decía, quitándome el vestido hilvanado y lleno de alfileres.
Me quedaba con la cabeza tapada por el terciopelo, el cuerpo al aire, con un viso viejo de algodón que llevaba a la escuela. Me sentía como un enorme zoquete, torpe y con la piel de gallina. Deseaba ser como Lonnie, de huesos finos, pálida y delgada; había nacido de color azul.
—A mí nadie me hizo nunca un vestido cuando iba al instituto —dijo mi madre—. O me lo hacía yo, o pasaba sin.
Temí que fuese a empezar otra vez con la historia de que tenía que caminar más de diez kilómetros hasta el pueblo y trabajar sirviendo mesas en una residencia para poder estudiar. Todas las historias de la vida de mi madre que antes me interesaban habían comenzado a parecerme melodramáticas, irrelevantes y cansinas.
—Una vez me regalaron un vestido —dijo—. Era de lana de cachemira color crema, con un ribete azul real por delante y unos botones de madreperla preciosos... No sé dónde iría a parar.
Cuando nos liberamos, Lonnie y yo subimos a mi habitación. Hacía frío, pero nos quedamos allí. Hablamos de los chicos de nuestra clase, recorriendo las filas de arriba abajo y preguntando: “¿Te gusta? Bueno, ¿te gusta a medias? ¿Lo odias? ¿Saldrías con él si te lo pidiera?”. Nadie nos lo había pedido. Teníamos trece años y llevábamos dos meses yendo al instituto. Hacíamos los cuestionarios de las revistas, para saber si teníamos personalidad y si seríamos populares. Leíamos artículos sobre cómo maquillarnos para realzar nuestros puntos fuertes y cómo llevar una conversación en la primera cita y qué hacer cuando un chico intentaba ir demasiado lejos. También leíamos artículos sobre la frigidez de la menopausia, el aborto y por qué los maridos buscan la satisfacción fuera de casa. Cuando no estábamos haciendo los deberes, nos dedicábamos a recabar, compartir y comentar información sobre sexo. Habíamos hecho el pacto de que nos lo contaríamos todo. Pero hubo una cosa que no le conté de aquel baile, el baile de Navidad del instituto para el que mi madre me estaba haciendo un vestido. Era que no quería ir.
En el instituto no me sentía cómoda ni un segundo. No sé si a Lonnie le pasaba igual. Antes de un examen ella tenía las manos heladas y palpitaciones, pero yo estaba siempre al borde del pánico. Cuando me hacían una pregunta en clase, cualquier pregunta insignificante, me salía una voz de pito, o bien ronca y temblorosa. Cuando me sacaban a la pizarra, incluso en un momento del mes en que no podía ser verdad, estaba segura de que llevaba la falda manchada de sangre; las manos sudorosas me resbalaban al manejar el gran compás de madera. No conseguía darle a la pelota en voleibol; que me pidieran hacer algo delante de los demás anulaba mis reflejos. Odiaba la clase de prácticas empresariales, porque tenías que pautar las hojas con una pluma rígida para hacer un libro de contabilidad, y cuando el profesor me observaba aquellas delicadas líneas salían torcidas y juntas. Odiaba la clase de ciencia; nos sentábamos en unos taburetes altos bajo los fluorescentes y unas mesas con instrumentos extraños y frágiles, y nos daba la clase el director de la escuela, un hombre de voz fría y relamida —todas las mañanas leía las Escrituras— y un gran talento para infligir humillaciones. Odiaba la clase de lengua, porque los chicos jugaban al bingo al fondo mientras la profesora, una chica amable y regordeta, un poco bizca, nos leía a Wordsworth. Los amenazaba, les suplicaba, con la cara colorada y una voz tan vacilante como la mía. Ellos se disculpaban en tono de mofa y, cuando la profesora empezaba de nuevo a leer, fingían que se embelesaban o que se desmayaban, se ponían bizcos y se llevaban la mano al corazón. A veces ella se echaba a llorar, no podía evitarlo, y salía corriendo al pasillo. Entonces los chicos comenzaban a mugir; nuestras risas mezquinas —ah, la mía también— la perseguían. En esos momentos había un ambiente carnavalesco de brutalidad en el aula que asustaba a personas débiles y sospechosas como yo.
Pero en la escuela lo que importaba en realidad no eran prácticas empresariales y ciencia y lengua, había otra cosa que daba emoción y alegría a la vida. Aquel viejo edificio, con sus sótanos húmedos de paredes de piedra y vestuarios oscuros, los cuadros de difuntos monarcas y exploradores perdidos, desbordaba de las tensiones y la excitación de la rivalidad sexual, y en ese terreno, a pesar de mis sueños de grandeza, presentía una derrota aplastante. Necesitaba que pasara algo que me impidiera ir a aquel baile.
En diciembre llegó la nieve, y se me ocurrió una idea. Antes me había planteado caerme de la bicicleta y torcerme el tobillo, y lo intenté, mientras volvía pedaleando a casa por los caminos helados y llenos de surcos, pero no era tan fácil. De todos modos se suponía que tenía la garganta y los bronquios débiles, ¿por qué no destaparlos? Empecé a levantarme de la cama por las noches para abrir un poco la ventana. Me arrodillaba y dejaba que el viento, a veces azotando con nieve, me tocara en el cuello descubierto. Me quitaba la camisa del pijama. Repetía para mis adentros "azulada de frío" ahí de rodillas, con los ojos cerrados, imaginando que el pecho y la garganta se me ponían azules, el azul frío, grisáceo, de las venas bajo la piel. Me quedaba allí hasta que no aguantaba más, y entonces agarraba un puñado de nieve del alféizar y me lo restregaba por el pecho, antes de abrocharme el pijama. Se derretía en la franela y dormía con la ropa mojada, que se supone que era lo peor de todo. Por la mañana, en cuanto me despertaba, me aclaraba la garganta, comprobando si estaba irritada, tosía tentativamente, con esperanza, me tocaba la frente para ver si tenía fiebre. Nada. Cada mañana, incluido el día del baile, me levantaba derrotada, y en perfecto estado de salud.
El día del baile me puse bigudíes de acero en el pelo. No lo había hecho nunca, porque mi pelo era rizado de por sí, pero ese día quería la protección de todos los rituales femeninos posibles. Echada en el sillón de la cocina, leía Los últimos días de Pompeya, deseando estar allí. Mi madre, nunca satisfecha, le estaba cosiendo al vestido una puntilla blanca en el escote; había decidido que me hacía demasiado mayor. Yo vigilaba la hora. Era uno de los días más cortos del año. Por encima del sillón, en el papel de la pared, vi juegos de tres en raya, dibujos y garabatos de cuando mi hermano y yo nos habíamos puesto enfermos con bronquitis. Los miré y deseé estar de nuevo a salvo, detrás de la barrera de la infancia.
Cuando me quité los bigudíes, mi pelo, estimulado natural y artificialmente, saltó en una mata exuberante y lustrosa. Lo humedecí, lo peiné, lo cepillé sin parar intentando aplacarlo por los lados. Me maquillé, pero con la cara acalorada, los polvos se apelmazaban como la tiza. Mi madre sacó su perfume Ashes of Roses, que nunca se ponía, y me dejó rociarme los brazos. Después me subió la cremallera del vestido y me dio la vuelta para que me viera en el espejo. Era un vestido de princesa, muy ceñido en el talle. Me sorprendí al ver que mis pechos, dentro de aquel nuevo sujetador rígido, sobresalían con una autoridad madura, bajo la puntilla infantil del cuello.
—Ojalá pudiera hacerte una foto —dijo mi madre—. Estoy muy orgullosa de cómo ha quedado, de verdad. Y podrías darme las gracias.
—Gracias —dije.
Lo primero que dijo Lonnie cuando le abrí la puerta fue:
—Caray, ¿qué te has hecho en el pelo?
—Me he puesto bigudíes.
—Pareces un zulú. Ay, no te preocupes. Tráeme un peine y delante te haré un moño. Va a quedar bien. Incluso te hará parecer más mayor.
Me senté delante del espejo y Lonnie se puso detrás a arreglarme el pelo. Mi madre no se despegaba de nosotras. Deseé que nos dejara a solas. Observó cómo tomaba forma el moño y dijo:
—Se te da de maravilla, Lonnie. Deberías ser peluquera.
—Qué buena idea —dijo Lonnie.
Llevaba un vestido celeste de crepé, con un volante y un lazo en la cintura. Se veía mucho más de mujer que el mío, incluso sin el cuello. El pelo le había quedado lacio como el de la niña del cartón de las horquillas. Siempre había pensado en secreto que Lonnie no podía ser bonita porque tenía los dientes torcidos, pero ahora vi que con o sin los dientes torcidos, al lado de su vestido elegante y su pelo liso, yo parecía una muñeca repollo, embutida en aquel terciopelo rojo, con los ojos saltones y el pelo revuelto y aquel aire delirante.
Tengo un vestido rojo de terciopelo, me he rizado el pelo, me he puesto desodorante y colonia. “Reza”, pensé
Mi madre nos siguió hasta la puerta y gritó hacia la oscuridad:
—Au reservoir!
Era un saludo con el que Lonnie y yo solíamos despedirnos; en sus labios sonó absurdo y desolado, y me dio tanta rabia que ni contesté. Solo Lonnie contestó alegre, alentadoramente:
—¡Buenas noches!
El gimnasio olía a pino y cedro. Campanas rojas y verdes de cartón ondulado colgaban de los aros de baloncesto; coronas verdes de pino tapaban las ventanas altas con barrotes. Todos los alumnos de los cursos superiores parecían ir en pareja. Algunas chicas de último curso habían traído a chicos ya graduados, jóvenes hombres de negocios del pueblo. Esos hombres fumaban en el gimnasio, nadie se lo podía impedir, eran libres. Las chicas iban del brazo, apoyaban la mano con aire distraído en la manga del muchacho, con cara de aburrimiento, altivas y hermosas. Anhelaba ser así. Actuaban como si en realidad solo ellas —las mayores— estuvieran en el baile, como si el resto de nosotras, entre quienes se movían y paseaban la mirada, fuésemos, si no invisibles, seres inanimados; cuando anunciaron el primer baile —un tema de Paul Jones— se alejaron lánguidamente, sonriéndose unas a otras, como si les hubieran pedido participar en un juego infantil medio olvidado. Dándonos la mano y tiritando, apiñadas todas juntas, Lonnie y yo y las demás chicas de noveno fuimos detrás.
No me atrevía a mirar el círculo de fuera cuando pasé, por temor a ver algunas prisas poco galantes. Cuando paró la música me quedé donde estaba y, sin levantar del todo la mirada, vi que un chico que se llamaba Mason Williams venía hacia mí con andar desganado. Sin apenas tocarme la cintura y los dedos, empezó a bailar conmigo. Me flaqueaban las piernas, el brazo me temblaba desde el hombro, no podría haber hablado. Aquel Mason Williams era uno de los héroes de la escuela; jugaba al baloncesto y al hockey, y andaba por los pasillos con un aire de hosquedad majestuosa y desdén bárbaro. Bailar con una criatura tan insignificante debía de parecerle tan ofensivo como memorizar a Shakespeare. A mí me parecía tan obvio como a él, y lo imaginaba intercambiando miradas de consternación con sus amigos. Me guio dando traspiés hacia el margen de la pista. Me retiró la mano de la cintura y me soltó el brazo.
—Hasta luego —dijo. Y se fue.
Tardé un par de minutos en darme cuenta de lo que había pasado y de que no iba a volver. Fui y me quedé sola de pie junto a la pared. La profesora de educación física, al pasar bailando enérgicamente en los brazos de un chico de décimo curso, me lanzó una mirada inquisitiva. Era la única profesora de la escuela que usaba las palabras adaptación social, y temí que, si lo había visto, o si se enteraba, se le ocurriera la terrible idea de intentar en público que Mason acabara de bailar conmigo. Yo no me enfadé ni me sorprendí por la actitud de Mason; aceptaba su posición, y la mía, en el mundo de la escuela y me parecía que lo que había hecho era razonable. Era el héroe nato, no el tipo de héroe del consejo escolar destinado al éxito fuera de la escuela; uno de esos habría bailado conmigo como un caballero, con aire condescendiente, y me habría dejado sin que me sintiera mejor. Aun así, esperé que no lo hubiera visto mucha gente. Odiaba que la gente me mirara. Empecé a morderme las pieles del pulgar.
Cuando la música dejó de sonar seguí a la marea de chicas hasta el fondo del gimnasio. Haz como si nada, me dije. Haz como si esto fuera el principio.
La orquesta comenzó a tocar otra vez. Hubo movimiento entre la densa multitud a nuestro lado de la pista, que se deshacía rápidamente. Los chicos se acercaban y las chicas salían a bailar. Lonnie también. La chica al otro lado también. A mí no me sacaba nadie. Recordé un artículo de la revista que Lonnie y yo habíamos leído, que decía “¡Sé alegre! ¡Que los chicos vean el brillo en tus ojos, que oigan la risa en tu voz! ¡Un truco sencillo, pero a cuántas chicas se les olvida!”. Era verdad, se me había olvidado. Con el ceño fruncido de la tensión, se me debía de ver asustada y fea. Respiré hondo e intenté relajar la cara. Sonreí. Pero me sentía absurda, sonriendo sola. Y observé que otras chicas en la pista de baile, chicas que tenían éxito, no estaban sonriendo; muchas tenían caras somnolientas, hurañas y nunca sonreían para nada.
Las chicas continuaban saliendo a bailar. Algunas, desesperadas, bailaban entre ellas, pero a la mayoría las sacaban los chicos. Chicas gordas, chicas con acné, una chica pobre que no tenía un vestido bueno y tenía que ir al baile con una falda y un jersey; las sacaban y se iban a bailar. ¿Por qué a mí no me sacaban? ¿Por qué a todas menos a mí? Tengo un vestido rojo de terciopelo, me he rizado el pelo, me he puesto desodorante y colonia. “Reza”, pensé. No podía cerrar los ojos, pero repetí una y otra vez para mis adentros: “Por favor, a mí, por favor”, y trabé los dedos detrás de la espalda, porque era un gesto más potente que cruzarlos, el mismo gesto secreto que Lonnie y yo hacíamos para que no nos sacaran a la pizarra en matemáticas.
No funcionó. Mis temores se habían cumplido. Iban a dejarme ahí plantada. Algo misterioso pasaba conmigo, algo que no se podía arreglar como el mal aliento ni se podía ignorar como el acné, y todo el mundo lo sabía, y yo lo sabía; lo había sabido desde siempre, aunque no estaba segura, esperaba equivocarme. La certeza me subió por dentro como una arcada. Adelanté a una o dos chicas que también se iban y entré en los aseos. Me escondí en un cubículo.
Y allí me quedé. Entre baile y baile, entraban chicas que salían enseguida. Había varios cubículos, nadie se fijaba en que el mío seguía ocupado. Durante los bailes escuchaba la música, que me gustaba, pero ya no me sentía parte de ella. Porque no iba a intentarlo más. Solo quería quedarme allí escondida, salir sin que nadie me viera, y volver a casa.
Una vez, cuando la música volvió a empezar, alguien se quedó dentro. Se entretuvo mucho rato con el grifo abierto, lavándose las manos, peinándose. Se extrañaría si me demoraba tanto. Sería mejor que saliera y me lavara las manos, y quizá mientras tanto se marchara.
Era Mary Fortune. La conocía de vista, porque era una de las responsables de la Asociación Atlética Femenina y formaba parte del cuadro de honor y siempre estaba organizando cosas. También tenía algo que ver con la organización del baile; se había recorrido todas las clases pidiendo voluntarios para hacer los adornos. Estaba en penúltimo o último curso.
—Se está bien aquí, y fresco —dijo—. He venido a refrescarme un poco. Estoy acalorada.
Seguía peinándose cuando acabé de secarme las manos.
—¿Te gusta la orquesta? —me preguntó.
—Está bien. —No sabía muy bien qué decir. Me sorprendió que una chica mayor como ella dedicara ese tiempo a hablar conmigo.
—A mí no. No la soporto. Odio bailar cuando no me gusta la orquesta. Escucha. Tocan a trompicones. Prefiero no bailar antes que bailar esa música.
Me peiné. Me miró, apoyada en el lavabo.
—No me apetece bailar, y tampoco tengo especial interés en quedarme aquí metida. Vamos a fumar un cigarrillo.
—¿Dónde?
—Ven, te lo enseñaré.
Al final de los aseos había una puerta. No estaba cerrada con llave y daba a un cuartito oscuro lleno de fregonas y cubos. Me hizo aguantar la puerta abierta para que entrara la luz de los lavabos hasta que encontró el pomo de otra puerta. Esa puerta se abría a la oscuridad.
Seguramente Lonnie no volvería a ser mi amiga, por lo menos no como antes. Era una de aquellas locas por los chicos, como diría Mary.
—No puedo encender la luz, o podrían vernos —dijo—. Es la conserjería.
Pensé que los deportistas siempre parecían saber más que el resto de los alumnos sobre el edificio de la escuela; sabían dónde se guardaba todo, y siempre salían por puertas no autorizadas con un aire resuelto y absorto.
—Cuidado por dónde pisas —me advirtió—. Allí al fondo hay unas escaleras. Suben hasta un cuarto en el segundo piso. La puerta de arriba está cerrada con llave, pero hay un tabique entre las escaleras y la habitación. Así que si nos sentamos en los escalones, si alguien entrara por casualidad, no nos vería.
—¿Y no olerían el humo? —pregunté.
—Bah. Vivamos al límite.
Había una claraboya encima de la escalera que nos daba un poco de luz. Mary Fortune tenía cigarrillos y cerillas en el bolso. Yo no había fumado nunca, salvo los cigarrillos que Lonnie y yo nos hacíamos con papel y tabaco que le robaba a su padre, y que se nos desmontaban a la mitad. Estos eran mucho mejores.
—Solo he venido esta noche porque soy la encargada de la decoración y quería ver cómo quedaba cuando llegara la gente y todo eso —dijo Mary—, ya me entiendes. Si no, ¿de qué? No estoy loca por los chicos.
A la luz de la claraboya observé su cara afilada, desdeñosa, la piel oscura marcada por el acné, los dientes apiñados delante, que le daban un aire adulto y autoritario.
—La mayoría de las chicas lo están, ¿no te has fijado? La mayor colección de locas por los chicos que podrías imaginar está aquí, en esta escuela.
Me sentía agradecida por su atención, su compañía y el cigarrillo. Le dije que pensaba lo mismo.
—Como esta tarde. Esta tarde me las he visto y deseado para que colgaran las campanas y toda la mandanga. Se suben a las escaleras y se ponen a tontear con los chicos. No les importa la decoración. Es solo una excusa. Ese es el único objetivo que tienen en la vida, tontear con los chicos. A mí me parecen idiotas.
Hablamos de los profesores, y de cosas de la escuela. Me dijo que quería ser profesora de educación física y que para eso tendría que ir a la universidad, pero sus padres no tenían bastante dinero. Pensaba abrirse camino sola, de todos modos, quería ser independiente, trabajaría en la cafetería y en verano haría alguna labor en el campo, como cosechar tabaco. Mientras la escuchaba, sentí que se me iba pasando el disgusto. Allí había alguien que había sufrido la misma derrota que yo —me di cuenta—, pero desbordaba energía y amor propio. Se había planteado otras opciones. Cosecharía tabaco.
Nos quedamos allí hablando y fumando durante el largo intermedio de la orquesta, mientras fuera estarían tomando rosquillas y café.
—Oye —dijo Mary cuando volvió a empezar la música—, ¿tenemos que quedarnos más rato aquí? Vamos a buscar los abrigos y nos largamos. Podemos ir donde Lee a tomar un chocolate caliente y charlar a gusto, ¿por qué no?
Cruzamos a tientas la conserjería, con la ceniza y las colillas en la mano. En el cuartito aguardamos para asegurarnos de que no había nadie en los lavabos. Salimos de nuevo a la luz y tiramos las cenizas por el desagüe. Teníamos que atravesar la pista de baile para ir hasta el guardarropa, al lado de la puerta de la salida.
Justo estaba empezando baile.
—Demos un rodeo por el borde de la pista —dijo Mary—. Pasaremos desapercibidas.
La seguí. No miré a nadie. No busqué a Lonnie. Seguramente Lonnie no volvería a ser mi amiga, por lo menos no como antes. Era una de aquellas locas por los chicos, como diría Mary.
Me di cuenta de que no estaba tan asustada, ahora que había decidido marcharme del baile. No iba a esperar a que nadie me eligiera. Tenía mis propios planes. No tenía que sonreír ni necesitaba conjurar la buena suerte. No me importaba. Me iba a ir a tomar un chocolate caliente, con mi amiga.
Un chico me dijo algo. Estaba en medio. Pensé que debía de haberme avisado de que se me había caído algo o que no podía ir por allí o que el guardarropa estaba cerrado. No entendí que me estaba invitando a bailar hasta que me lo preguntó otra vez. Era Raymond Bolting, un chico de nuestra clase con quien no había hablado en mi vida. Pensó que le decía que sí. Me puso una mano en la cintura y casi sin proponérmelo empecé a bailar.
Fuimos hacia el centro de la pista. Estaba bailando. Mis piernas se habían olvidado de temblar y mis manos de sudar. Estaba bailando con un chico que me lo había pedido. Nadie lo obligaba, no tenía por qué, me lo pidió y ya está. ¿Era posible, podría creer que no me pasaba nada raro, a fin de cuentas?
Pensé que debía decirle que había sido un malentendido, que estaba a punto de irme, que iba a tomar un chocolate caliente con mi amiga, pero no dije nada. Mi cara estaba haciendo ciertos ajustes sutiles, consiguiendo sin ningún esfuerzo la apariencia grave y abstraída de las elegidas, las que bailaban. Esa fue la cara que Mary Fortune vio, cuando se asomó desde la puerta del guardarropa con la bufanda ya enrollada en la cabeza. Hice un leve saludo con la mano apoyada en el hombro del chico, en señal de disculpa, de que no sabía qué había pasado y también de que no tenía sentido que me esperara. Luego volví la cara hacia otro lado, y cuando miré otra vez ya se había ido.
Raymond Bolting me acompañó a casa y Harold Simons acompañó a Lonnie. Caminamos todos juntos hasta la esquina de la casa de Lonnie. Los chicos estaban enzarzados en una discusión sobre un partido de hockey, que Lonnie y yo no podíamos seguir. Entonces nos separamos por parejas y Raymond continuó conmigo la conversación que había tenido con Harold. No pareció darse cuenta de que ahora me hablaba a mí. Una o dos veces dije: “No lo sé, porque no vi el partido”, pero al cabo de un rato decidí murmurar “Ajá, ajá”, y pareció que con eso bastaba.
Una de las pocas cosas que dijo Raymond fue:
—No me había dado cuenta de que vivías tan lejos.
Y sorbió por la nariz. El frío también me estaba haciendo moquear un poco, y hurgué entre los envoltorios de caramelos del bolsillo de mi abrigo hasta que encontré un pañuelo de papel hecho una bola. No sabía si ofrecérselo o no, pero sorbía tan fuerte que al final le dije:
—Tengo solo este pañuelo, puede que no esté muy limpio, puede que tenga tinta. Pero si lo parto por la mitad, cada uno tendría un trozo.
—Gracias —me dijo—. Seguro que me sirve.
Fue una buena idea que lo hiciera, pensé, porque en la entrada de mi casa, cuando dije: "En fin, buenas noches", y después de que él me dijera "Ah, sí. Buenas noches", se acercó y me besó, fugazmente, con el aire de que sabía lo que le tocaba hacer, en la comisura de la boca. Después volvió hacia el pueblo y nunca supo que me había rescatado, que me había traído desde el territorio de Mary Fortune al mundo normal y corriente.
Di la vuelta hasta la puerta de atrás, pensando: he ido a un baile y un chico me ha acompañado a casa y me ha besado. Todo era verdad. Mi vida era posible. Pasé por delante de la ventana de la cocina y vi a mi madre. Estaba sentada con los pies en la puerta abierta del horno, bebiendo té de una taza, sin plato. Estaba sentada esperando a que llegara y le contara todo lo que había pasado. Y yo no lo haría, no lo haría nunca. Pero cuando vi la cocina aguardándome, y a mi madre con su quimono estampado y descolorido de felpa, con cara de sueño pero terca y expectante, comprendí la obligación misteriosa y opresiva que yo tenía de ser feliz, y que había estado a punto de incumplirla, y que podría incumplirla una y otra vez sin que ella lo supiera.
‘Danza de las sombras’. Alice Munro. Traducción de Eugenia Vázquez Nacarino. 304 páginas. 20,90 euros.
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