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La época dorada de la vanguardia soviética, en la segunda mitad de los veinte, logró imponer un estilo que influiría enormemente en la cinematografía mundial
1. Diseño
Hubo un momento en que pareció que la Utopía se ponía al alcance de la mano. En aquel país en ruinas, desgarrado por una desalmada guerra civil, por la intervención codiciosa de las potencias extranjeras, por tremendas hambrunas, por infinitas corruptelas, por la paralización industrial, el abandono del campo y la incompetencia ante los retos que presentaba una revolución absolutamente inédita, que hubo razones para pensar que la Historia cambiaba su rumbo y que “igual que las flores se vuelven mirando hacia el sol, así también lo pasado, gracias a alguna misteriosa forma de heliotropismo, puja por volverse hacia ese sol que se eleva en el cielo de la historia” (Walter Benjamin, IV Tesis de filosofía de la historia). El arte, todas las artes, reflejaron la potencia de aquel nuevo comienzo. Los “creadores”, como quería Ródchenko, buscaban que su expresión se fundara en la organización real de la vida y aboliera las fronteras entre todas las formas artísticas. No había normas ni tabúes. El cine, considerado por Lenin y Lunacharski (su comisario del pueblo para la educación de las masas) una poderosa máquina de propaganda, fue por su alcance y popularidad la forma privilegiada desde el Estado: en la segunda mitad de los veinte, la época dorada de la vanguardia soviética, Eisenstein, Dziga Vértov, Dovzhenko y Pudovkin, entre otros, lograron imponer un estilo que influiría enormemente en la cinematografía mundial. En sintonía con ello, la publicidad cinematográfica se desarrolló extraordinariamente de acuerdo con criterios vanguardistas y profundamente anticonvencionales: Film Posters of the Russian Avant-Garde (Taschen, 50 euros; textos en inglés, alemán y francés) recoge en un espectacular volumen a todo color más de 250 carteles que anuncian las películas con el mismo dinamismo creativo (humor, imaginación) y técnicas que habían popularizado el futurismo, el constructivismo, los artistas proletarios, los suprematistas: collages, fotomontajes, primeros planos cortados, efectos a escala, ángulos imposibles, colores inesperados, perspectivas de vértigo, tipografías, mestizajes técnicos. La época dorada de la cartelería cinematográfica soviética se prolongó a principios de la década siguiente, hasta que en 1932 la burocracia estalinista impuso el “realismo socialista” (tan deudor del naturalismo burgués) como el único arte capaz de reflejar los valores del proletariado y el luminoso camino al comunismo. Entre los artistas cuyas obras se incluyen en este libro destacan Alexander Ródchenko, Anton Lavinski, Nathan Altman, Anatoli Belski, Nikolai Prusakov o los geniales hermanos Gueorgui y Vladimir Steinberg. Un libro fundamental para entender el poder de atracción que ha ejercido el diseño y la publicidad del periodo más creativo y libre del arte soviético.
2. Deseos
Queridos improbables: en una sección semanal como esta (que lleva apareciendo ininterrumpidamente —lagarto, lagarto— desde 2008) es difícil no repetirse alguna vez. Me suena que ya he dicho que la colección Signo e Imagen de Cátedra es una de las más serias y constantes a la hora de publicar libros de cine. Bueno, pues una vez más lo tengo que decir. Acabo de leer buena parte del estupendo El deseo femenino en el cine español (1939-1975), un libro colectivo coordinado y editado por Núria Bou y Xavier Pérez, de quienes ya conocíamos el muy sugerente El cuerpo erótico de la actriz bajo los fascismos. España, Italia, Alemania (1939-1945), publicado en la misma serie. El nuevo libro, muy ilustrado con fotogramas de las películas, parte del truismo de que “el deseo es algo que no se pudo quitar a las mujeres en la sociedad franquista”. De qué manera se manifestó ese deseo —y su represión patriarcal— en el cine español es la sustancia de este libro. Una galería de actrices —de Amparo Rivelles a Teresa Gimpera, pasando por Emma Penella o Sara Montiel— encarnan en diversos momentos (y películas) arquetipos del deseo femenino que, en su desarrollo cronológico, representan los imaginarios cinematográficos de la feminidad. Un libro revelador para comprender la educación sentimental de varias generaciones.
3. WFF
Mi primer contacto con la obra de Wenceslao Fernández Flórez (1885-1964) fue a los 12 o 13 años en la consulta de un internista (siempre he tenido bastante vida interior) al que me llevó mi madre. Allí, sobre la mesilla de la sala de espera, encontré un ejemplar de una revista médica que incluía, entre anuncios a todo color de medicamentos disuasorios, una de sus novelas (cortas) de “ultra-tumba” (sic). Su lectura me absorbió tanto que, cuando la enfermera nos llamó para que pasáramos a ver al médico, la metí subrepticiamente en mi cabás de escolar, perpetrando el primer robo de libros de mi vida. WFF fue, durante un tiempo, uno de los escritores más leído en la España censurada por Franco y sus secuaces. Y —por eso lo traigo a esta columna horizontal y cinematográfica— uno de los autores más vinculados al cine de su época. Que yo sepa, sus historias han sido filmadas o adaptadas por directores como Nieves Conde, Neville, Rafael Gil, Cuerda, Iquino, y supongo que se me olvida alguno. Políticamente era un conservador afectadamente dandi que, en algún momento, incluso llegó a cruzar la línea roja del maurismo, pero siempre fue un tocapelotas a su manera: hasta los mismos franquistas recelaban de sus lealtades y su ironía. La Fundación Castro, que Gutenberg cuide muchos años, acaba de publicar un volumen (en edición del periodista Miguel González Somovilla) con cuatro de sus mejores novelas: Volvoreta (1917), El secreto de Barba Azul (1923), Las siete columnas (1926) y El bosque animado (1943), cuya lectura permite hacerse una idea de sus estilemas y su modo de hacer narrativo. No es Stendhal, pero sus novelas pueden funcionar como espejo deformado a lo largo del camino. Y además sabe hacer reír, lo que no es poco.
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