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Columna
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El adiós del espía

En ‘Silverview’, su obra póstuma, John le Carré es, una vez más, un novelista de género y un escritor político, afinado e inflexible

El escritor británico John Le Carré, en 1965.
El escritor británico John Le Carré, en 1965.Terry Fincher (Getty Images)
Antonio Muñoz Molina

Al cabo de los años un lector veterano ha vivido en presente pasajes de la historia de la literatura. Yo me acuerdo de encontrar en la librería un nuevo libro de Borges, o de Julio Cortázar; de ir por la calle y ver por sorpresa en un escaparate la portada de la última novela de Juan Carlos Onetti, o de Graham Greene. Escritores ahora inmovilizados en la gloria póstuma o velozmente borrados por el olvido formaron parte de una actualidad que gracias a ellos se llenaba de expectativas. Era como poner la radio y escuchar por primera vez el preludio hipnótico del Come Together de los Beatles; o ir por la calle, en el año febril de 1976, con un ejemplar recién comprado de Si te dicen que caí, publicado en México en 1973, pero inaccesible durante varios años en España.

La verdad es que vivimos en una cultura de la conmemoración, más que de la novedad. El caso extremo es la música clásica, con un repertorio que pocas veces sale del siglo XIX, y que si se atreve con el XX rara vez va más allá de Britten y de Shostakóvich. Ya es improbable que tengamos un nuevo libro de relatos de Alice Munro. Tenemos desde luego su obra entera pasada, que se mantiene viva y tersa a cada nueva lectura. Pero hemos de aceptar que ya no habrá sorpresas esperándonos, a no ser que aparezca de golpe un inédito extraviado, una rareza tardía que haya salido de ese taller incesante en el que rara vez deja de recluirse un escritor hasta que le faltan las fuerzas. Escribir es una tarea diaria de las que algunas personas no saben privarse, como esos pintores que siguen poniéndose delante del papel o del lienzo cuando ya les falla la vista y apenas tienen fuerzas para sostener el lápiz con la mano.

Cuando murió John le Carré el año pasado la tristeza quedaba compensada por la evidencia de que su talento se había mantenido vigoroso y activo hasta el final. Le Carré tenía presente el ejemplo de los últimos libros muy débiles de Graham Greene como una advertencia para no bajar la guardia en la calidad de los suyos, y en caso necesario elegir el silencio antes que la penosa decadencia. Escribir novelas es como un deporte de fondo que exige el tipo de fuerzas que suelen declinar con la vejez: la concentración sostenida, la contumacia de sentarse a la tarea varias horas al día. Saul Bellow tenía 85 años cuando publicó Ravelstein, su última novela, que fue un prodigio de invención y de estilo, aunque a Philip Roth le pareciera que habría sido mejor no publicarla (quizás habría debido él aplicar ese criterio a las últimas suyas).

John le Carré tenía 87 años cuando apareció A Legacy of Spies, pero nadie habría podido atribuir esa edad al autor de una novela “tan rica de aventura”, por decirlo con las palabras de García Lorca. La única huella de la vejez visible en el libro era la hondura de la experiencia humana moldeada por el tiempo, y quizás también el despojamiento de la escritura, la capacidad de reducir a unos pocos rasgos esenciales toda la maestría del oficio. Para un escritor de género, y Le Carré lo fue siempre, en el sentido más pleno y más noble del término, el oficio tiene una importancia extrema, muy vinculada a la falta de soberbia y capricho personal que es imprescindible en el ejercicio de cualquier artesanía. En otras épocas, en el ciclo de sus novelas de última juventud y madurez, Le Carré había tejido argumentos de complejidades laberínticas, tan populosas de personajes variados como novelas de Balzac. En A Legacy of Spies, la intensidad de la intriga y el enigma íntimo de cada personaje se lograban con una radical austeridad. Era un modo honorable de decir adiós.

Pero no era el punto final. Unos años antes, Le Carré había dado por terminada otra novela, o la había abandonado, guardándola en un cajón. Su hijo Nick la encontró después de su muerte, y pensó que sería un borrador, quizás una historia incompleta. Al leerla descubrió que era un manuscrito tan avanzado que solo necesitaría ese tipo de ajustes menores y correcciones finales que dan el último lustre a una obra, aunque el autor no suele ser la persona adecuada para llevarlos a cabo, porque en ese momento ya está tan saturado de su propio trabajo que apenas puede verlo.

Escritor de largas duraciones, en sus últimas obras John le Carré no pasaba de las 200 páginas. Silverview, la novela que su hijo encontró en un cajón, la novedad de Le Carré que ya no esperábamos, avanza con una rapidez de escritura y de trama que parece dictada por la urgencia de decirlo todo cuanto antes, cuando todavía hay tiempo. Le Carré era como esos novelistas de otra época que se recreaban en el aspecto físico de los personajes y en los escenarios en los que se mueven, para así retratarlos con un máximo de precisión de temperamento y de clase. Los personajes de Le Carré irrumpen en las historias con el poderío físico de los de Dickens, con una sugestión de individualidad que es todavía más llamativa en este tiempo de subjetividades ensimismadas y como reblandecidas de tanto contemplarse a sí mismas.

En Silverview Le Carré es, una vez más, un novelista de género y un escritor político, tan volcado en urdir una trama inflexible como en mostrar las maquinaciones de los dueños del mundo y el modo en que las mejores intenciones se corrompen y en que los destinos personales, el juego de la lealtad y la traición, del valor y la cobardía, la honradez y el cinismo, acaban confundiéndose en un teatro de sombras donde siempre son los inocentes y los débiles los que acaban pagando el precio más alto. En Silverview el tiempo verbal deriva con frecuencia del pasado al presente, como para acelerar la urgencia de la historia, y las frases se hacen cortas y esquemáticas, como apuntes que habría que desarrollar más tarde. La prosa de Le Carré es un instrumento afinado y flexible que sirve por igual para dar vida a una conversación atravesada de disimulo y amenaza que para retratar un paisaje inhóspito a la orilla del mar o la atmósfera cenicienta en una oficina donde espías desganados hacen tiempo esperando la jubilación. Es el mundo de John le Carré, el territorio que él fundó, el que sus lectores seguimos habitando.

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