El policía suizo que se negó a cerrar las fronteras a los refugiados judíos durante el nazismo
Paul Grüninger fue uno de los funcionarios que se negó a acatar órdenes que consideraba contrarias a los derechos humanos. Tres libros recuerdan la historia de los ‘justos’ durante el Holocausto
Cuando el mundo se despertó del horror del nazismo y comprendió la dimensión del Holocausto, el asesinato organizado de seis millones de seres humanos, una pregunta se convirtió en inevitable: ¿cómo es posible que cientos de miles de personas, ciudadanos ejemplares en muchos casos, participasen en un crimen tan descomunal? Pero, junto a esa pregunta, surgió una cuestión quizás más importante para lograr comprender la responsabilidad individual ante crímenes de masas: la posibilidad de decir no, negarse a participar, jugarse la vida o la carrera, el prestigio social, por ayudar a las víctimas en contra de la actuación de la mayoría.
El periodista Eyal Press en su libro Beautiful Souls (“Almas bellas”, Farrar, Strauss and Giroux) y la historiadora Eva Fogelman en Conscience & Courage (“Conciencia y valor”, Anchor Books) relatan las vidas de personas que ayudaron a judíos durante el Holocausto o, en el caso del ensayo de Press, también en otros momentos de horror colectivo, como las guerras que destruyeron la antigua Yugoslavia. El Estado de Israel creó en 1953 el título de Justo entre las Naciones para honrar a aquellos gentiles que salvaron a judíos, aunque no comenzó a otorgarse hasta los años sesenta por el Yad Vashem y no sin polémica: ¿por qué reconocer a unos pocos que hicieron el bien cuando la inmensa mayoría se dejó llevar por el mal? Hasta ahora, 27.921 personas han recibido ese título.
De todas aquellas historias, Eyal Press destaca una cuyos ecos llegan hasta nuestros días, la del policía de fronteras suizo Paul Grüninger. Se tiende a olvidar un hecho fundamental que facilitó la persecución antisemita en Alemania: los países aliados cerraron sus puertas a los refugiados judíos cuando todavía podían salir, pese a que sabían lo que estaba ocurriendo. La conferencia de Evian, en el verano de 1938, se alza como uno de los momentos más vergonzosos de las democracias occidentales antes de la Segunda Guerra Mundial.
Treinta y dos naciones se reunieron para hacer frente a la crisis de refugiados provocada por la intensificación de la persecución antisemita en Alemania, donde vivían 600.000 judíos. La conferencia fue un fracaso. Jaim Weizmann, judío ruso y líder sionista que acabaría por convertirse en el primer presidente de Israel, resumió el encuentro con una frase: “El mundo parece estar dividido en dos partes: una donde los judíos no pueden vivir y la otra donde no pueden entrar”.
Sin embargo, Paul Grüninger (1891-1972), comandante de la policía en el sector de St. Gallen, en el noreste de Suiza, se negó a acatar la orden de cerrar la frontera a los refugiados judíos que llegaban desde Austria, anexionada en marzo de 1938 por el régimen nazi, y dejó pasar a todos los que pudo. Tras ser descubierto en 1939 fue expulsado de la policía, se le prohibió volver a trabajar para la administración pública y no volvió a tener un empleo estable, ni una pensión. Incluso se le acusó de haber dejado pasar a refugiados aceptando sobornos, a lo que él respondió que cómo iban a pagarle personas que no tenían absolutamente nada.
El Holocausto no es comparable con nada, resulta obvio decirlo, ni se pueden establecer paralelismos entre el mundo de los años treinta y el actual. Sin embargo, en una Europa donde miles de personas mueren en el mar tratando de alcanzar una vida mejor; donde se deja a migrantes en manos de la marina libia, financiada con fondos europeos, para ser detenidos en campos de concentración donde se violan los derechos humanos; en la que personas desesperadas mueren de frío ante las puertas cerradas de la UE después de haber sido arrastradas con engaños hasta ahí por un régimen despótico, la historia de Grüninger no resulta desgraciadamente ajena. Eligió la que creía que era la única opción decente y humana: aplicar el deber asilo como uno de los fundamentos de una sociedad democrática.
No existe ningún punto en común entre los justos. Eva Fogelman, cuyo padre fue ayudado por gentiles rusos gracias a los que logró sobrevivir al exterminio, escribe que “he entrevistado a criminales, ladrones, secuestradores, chantajistas, incluso asesinos, que desafiaron la ley y arriesgaron sus propias vidas por salvar a extraños”. Fueron personas que tomaron la opción más difícil, abrumadas por el sufrimiento que contemplaban.
Grüninger pertenece a la categoría de funcionarios que decidieron ayudar a personas en situaciones desesperadas, como el español Ángel Sanz Briz, que ayudó a escapar a 5.000 judíos en Budapest; el portugués Aristides de Sosa Méndez, que hizo lo mismo en Burdeos, o el japonés Chiune Sugihara, que expidió hasta 50.000 visados salvadores en Kaunas (Lituania). Los cuatro –y muchos otros– desobedecieron las órdenes de sus gobiernos, se jugaron sus carreras, incluso sus vidas.
“Durante la Segunda Guerra Mundial, hubo gente como Grüninger, personas corrientes que asumieron enormes riesgos no porque abrazasen grandes causas, sino porque estuvieron en una posición para ayudar a alguien y lo hicieron”, escribe Eyal Press
Aquel policía suizo no era un rebelde, de hecho, era un conservador de familia conservadora. Eyal Press viajó a Suiza para entrevistar a su hija y tratar de entender por qué un individuo de orden se negó a acatar las instrucciones que había recibido. Un motivo fue su lealtad a los principios sobre los que creía que se fundaba su país, una vieja tradición de acoger a los refugiados. El otro, y más importante, es que nunca delegó, siempre se ocupó personalmente de recibir a los que llegaban en condiciones lamentables. “No hizo nada para separarse de la gente”, explicó su hija. Cuando conoció sus historias, cuando vio su desesperación, sabiendo aquello de lo que huían, simplemente les dejó pasar.
“Durante la Segunda Guerra Mundial, hubo gente como Grüninger”, escribe Eyal Press, “personas corrientes que asumieron enormes riesgos no porque abrazasen grandes causas, sino porque estuvieron en una posición para ayudar a alguien y lo hicieron. Y lo hicieron una y otra vez, hasta que lo que parecía impensable se convirtió en una rutina, la misma rutina con la que sus pares aplicaron la ley”.
Grüninger no fue rehabilitado hasta el final de su vida. Recibió el título de Justo entre las Naciones en 1971 y falleció en 1972, después de llevar varias décadas luchando para que su país reconociese que hizo lo correcto. Su caso no fue reexaminado hasta 1995, pero su historia no fue olvidada: en 2014, la cadena francoalemana Arte estrenó una película que contaba su rebelión, Paul Grüninger, el justo.
El juez Moshe Bejski, artífice del Jardín de los justos de Jerusalén (cada vez que se reconoce a un salvador se planta un árbol para recordarlo), explica en el precioso libro que le dedica el periodista Gabriele Nissim, La bondad insensata (Siruela, traducción de Juan Antonio Méndez), el papel que tuvo en la concesión del título de justo a Grüninger. Hasta entonces, solo se otorgaba a aquellos que se habían jugado la vida por salvar a judíos, en la mayoría de los casos personas que habían ayudado a esconderlos, porque así lo establecía el decreto que creó esta condecoración.
Sin embargo, Bejski consideraba que personas como aquel policía no arriesgaron su vida, pero sí su existencia tal y como la conocían. Se enfrentaban al aislamiento, a la pobreza. “Para combatir un mal extremo”, reflexionó el juez, “no basta con contar solo con los héroes. Hay que contar también con las personas normales”. Bejski, fallecido en 2006, logró sobrevivir al Holocausto gracias a uno de los justos más conocidos: el empresario alemán Oskar Schindler, al que Steven Spielberg dedicó la película La lista de Schindler.
“Entonces, ¿no hay sitio para la esperanza?”, le pregunta el periodista italiano a Bejski después de que el juez, ya muy enfermo, se muestre muy pesimista sobre el futuro por el odio que sigue circulando por las venas de la humanidad, desde Bosnia o Ruanda hasta el terrorismo islamista. “Algún consuelo nos queda”, responde el magistrado. “Siempre podemos contar con la obra de los justos que en cualquier época tienen el valor de enfrentarse al mal y salvan siempre al mundo. No veo otro camino más que explicar a las nuevas generaciones su secreto y sus valores”. Tal vez, los países de la UE deberían preguntarse sobre los valores que defendió Grüninger y sobre los principios sobre los que se funda la Unión, los mismos por los que aquel policía de fronteras decidió un día decir no cuando contempló todo el dolor que arrastraban los refugiados.
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