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IDA Y VUELTA
Columna
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Mundo deshabitado

Los insectos, las plantas, las bacterias, los hongos, los pájaros, nos rodean como una comunidad en la que cada uno sostiene a todos los demás y sobre la cual nosotros no tenemos derecho de soberanía

Antonio Muñoz Molina
Un ejemplar de bombus, que incluye las especies conocidas como abejorro.
Un ejemplar de bombus, que incluye las especies conocidas como abejorro.Album / quintlox

Si los seres humanos desaparecieran, el mundo natural recuperaría en poco tiempo toda su variedad originaria. Si desaparecieran los insectos, el equilibrio entero de la vida sobre la tierra se hundiría rápidamente en el caos. La comparación es del mayor experto en hormigas que existe, el biólogo E. O. Wilson, y viene citada en un libro a la vez deslumbrante y aterrador que ahora leo ávidamente, Silent Earth, de Dave Goulson. Goulson es un científico que lleva toda la vida dedicado a investigar los insectos, desde que era niño y se tiraba en la tierra del jardín de sus padres para observar a los grillos, los gusanos, los saltamontes, los escarabajos. Hay escritores, sobre todo en el mundo anglosajón, que saben explicar con claridad apasionante los descubrimientos de otros. Dave Goulson es un profesor universitario en activo que dirige equipos de investigadores y publica artículos en las revistas especializadas. Pero también, como el propio E. O. Wilson, o como Rachel Carson, a quien cita con admiración muchas veces, es un narrador extraordinario, dueño de una prosa limpia y de una instintiva facultad de contar, además de un polemista valeroso, volcado en la denuncia vehemente de los daños terribles que la codicia humana está causando a nuestro planeta.

Rachel Carson escribió que, pues los seres humanos somos parte de la naturaleza, la guerra que hemos emprendido contra ella es una guerra contra nosotros mismos. La sombra y el ejemplo de Carson están en el libro entero, empezando por su título. La “Tierra silenciosa” de Dave Goulson trae el eco de aquella Silent Spring cuyo advenimiento denunció antes que nadie Rachel Carson en 1963. Como suele ocurrirles a los científicos con mucho talento literario, el estilo de Carson aliaba el rigor con una inclinación hacia la poesía, según una tradición que viene desde los orígenes de la literatura, desde Hesíodo y los poetas chinos de la naturaleza. En ninguna parte está escrito que la materia prioritaria de la poesía sea el alma solitaria del poeta mismo, o que el arte de narrar haya de concentrarse en la vida particu­lar de quien lo ejerce o en los pormenores gremiales de su oficio. Al inventar aquel término, “primavera silenciosa”, Rachel Carson estaba nombrando con la máxima exactitud de la ciencia y de la poesía una calamidad en la que nadie había parecido fijarse antes que ella. El DDT, un plaguicida promovido desde el final de la II Guerra Mundial como un remedio milagroso para salvar las cosechas y garantizar por lo tanto la abundancia de alimentos, envenenaba el agua, la tierra y el aire; condenaba a la inanición a los pájaros, que ya no encontraban insectos de los que alimentarse, y además, al cabo de poco tiempo, agravaba el problema que parecía resolver. El DDT mataba desde luego a muchos insectos dañinos para las cosechas, pero mataba también a otros insectos que eran sus depredadores naturales. Extinguidos estos, los parásitos de los que se habían alimentado proliferaban más rápido y desarrollaban defensas contra el plaguicida, de modo que hacían falta dosis mucho mayores para que el DDT no perdiera su eficacia.

El libro de Rachel Carson tuvo un efecto inmediato. El DDT se prohibió, pero fue una victoria breve y engañosa. A lo largo de los años se han desarrollado plaguicidas que se presentan siempre como más efectivos y respetuosos con el medio. Pero se trata, explica Dave Goulson, de un espejismo inventado por los publicitarios y los departamentos de relaciones públicas. Algunos de los productos más usados hoy son miles de veces más tóxicos que el DDT, y su volumen ha ido aumentando según se extendía la agricultura intensiva de los monocultivos de cereales, de soja, de aceite de palma. Es una agricultura que se basa por igual en los plaguicidas y en los fertilizantes químicos, y que exige la destrucción acelerada de los hábitats naturales y de la diversidad de plantas y flores silvestres de las que dependen los insectos.

Talar un bosque para dedicarlo a la agricultura industrial es tan razonable como quemar una obra maestra de la pintura para calentar un plato de comida, dice E. O. Wilson. En los últimos decenios las poblaciones de insectos se han derrumbado calamitosamente en muchas partes del mundo. El colapso de las colonias de abejas empezó a ser noticia hace unos 10 o 15 años, sobre todo en Estados Unidos, por la amenaza inmediata que significaba para la producción agrícola en California y en Florida, dependiente de la polinización que esos insectos vienen llevando puntualmente a cabo desde muchos millones antes de que los primeros homínidos empezaran a caminar sobre la tierra, mucho antes de los mamíferos y los dinosaurios. Los insectos fecundan las plantas, hacen fértil la tierra, alimentan animales de los que nos alimentamos nosotros, ocupan espacios fundamentales en la complejidad de todos los ecosistemas que sostienen la vida. A nosotros nos parecen innumerables, o molestos, o repulsivos, o tan irrelevantes que ni advertimos su existencia. Pero lo cierto es que, según estudios que Dave Goulson cita o en los que ha participado él mismo, su declive global puede llegar en muchos casos hasta el 90% y en bastantes especies a una completa extinción. Las cifras son menos aterradoras que el ritmo de la caída. Proliferan especies favorecidas por la aglomeración humana y el cambio climático, como garrapatas y cucarachas, y desaparecen muchas otras de las que no llegaremos nunca a saber que habían existido, en lo más espeso de los bosques tropicales aniquilados por bulldozers y sierras mecánicas.

Pero Dave Goulson no lamenta solo la desaparición de los insectos por el perjuicio que puede causar a los seres humanos, ni su mensaje es apocalíptico. Los mejores pasajes de Silent Earth son los dedicados a la rareza y la maravilla de esas especies de animales que parecen ejemplos de vida extraterrestre. Y su actitud no es de capitulación, sino de militancia: es posible cambiar las leyes y las costumbres, establecer otra relación no depredadora ni destructiva con el mundo natural, usar todas las herramientas de la ciencia y de la técnica en beneficio del bien de la mayoría y no de empresas gigantes dedicadas a esquilmar la tierra. Los insectos, las plantas, las bacterias, los hongos, los pájaros, nos rodean como una comunidad en la que cada uno sostiene a todos los demás y sobre la cual nosotros no tenemos ningún derecho de soberanía, igual que no tenemos ningún derecho a volver inhabitable el mundo para nuestros descendientes.

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