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IDA Y VUELTA
Columna
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Palabras infecciosas

Terror es lo que uno siente al descubrir ahora en libros y documentales sobre el 11-S a qué extremos de barbarie puede llegar un poder incontrolado

Un cartel de busca y captura de Osama Bin Laden en EE UU.
Un cartel de busca y captura de Osama Bin Laden en EE UU.Ronald Martinez (Getty Images)
Antonio Muñoz Molina

Algunas palabras y expresiones son tan infecciosas que aun quien rechaza lo que significan puede verse contaminado por ellas. En los años de luto del terrorismo etarra la inicua expresión “lucha armada” se infiltraba víricamente incluso en el lenguaje de quienes tomaban partido abiertamente contra el crimen. Si uno se declaraba en contra de la lucha armada, ya estaba asintiendo en una cierta medida al hecho sanguinario que esas palabras encubrían. Lucha armada puede sonar noble, o descriptivo, o neutro. Hay algo implícitamente heroico en la palabra “lucha”: una idea de contrincantes enfrentados, de desafío y épica. La lucha armada consistía en que un canalla o un simple descerebrado se acercaba por detrás a una persona inerme y la asesinaba de un tiro en la nuca. Lucha armada era matar y mutilar a jubilados, a niños, a periodistas, a concejales, a camareros. Declarar que uno rechazaba la lucha armada ya implicaba un principio verbal de legitimidad. Usar las palabras de los criminales es dejarse ensuciar con distracción inconsciente por ellos.

El Humbert Humbert de Nabokov dice que un fancy prose style es muy apropiado para un homicida convicto y confeso. Los asesinos de vocación política y los dirigentes de las vastas organizaciones criminales que a veces alientan los gobiernos son peculiarmente puntillosos en su uso del lenguaje. “Lucha armada”, “conflicto”, “socialización del sufrimiento” fueron términos muy queridos por valedores políticos del independentismo vasco que sin disparar un solo tiro tuvieron las manos manchadas de sangre inocente hasta los codos. Algunos siguen por ahí, impermeables a la piedad y al remordimiento, envueltos en su celofán de eufemismos inmundos. Socializar el sufrimiento era poner una gran carga explosiva en un cuartel o en el aparcamiento de un supermercado y condenar a muerte o a mutilación o a un trauma de por vida a cualquiera que tuviese la mala suerte de pasar por allí. Ahora, con motivo del aniversario del 11 de septiembre, se acumulan los libros y los documentales que atestiguan la empresa criminal de mayor escala en lo que va de siglo, que es la llamada war on terror declarada por el presidente George W. Bush a los pocos días del ataque contra las Torres Gemelas. En todos ellos algo que llama la atención es el peculiar interés por las acuñaciones verbales que mostraron los gobernantes y sus asesores, y sus redactores de discursos. Yo los veía en la televisión americana, aquel otoño, y me daban pánico, con sus caras teatrales de determinación y belicosidad vengativa y patriótica, con sus banderitas de pronto omnipresentes en todas las solapas de los trajes oscuros. Un día, en directo, el presidente Bush exageró su postizo acento tejano para comparar la cacería de Osama Bin Laden con aquellos antiguos carteles del Far West en los que debajo de la cara y el nombre de un perseguido se indicaba en grandes letras negras: WANTED DEAD OR ALIVE. Daba miedo la amenaza de posibles nuevos atentados, y la del polvo blanco del ántrax en sobres mandados por correo. Pero tanto o más miedo daba la unanimidad de las voces en la televisión, en los periódicos, en la radio, el fervor colectivo con que se celebraba la inminencia de la guerra, el tono épico y las músicas militares en los informativos, el huracán de banderas multiplicándose en un país ya muy aficionado a ellas. En un artículo reciente, Siri Hustvedt ha recordado el acoso a que fueron sometidas las pocas personas temerarias que se atrevieron a disentir de la unanimidad: Susan Sontag, que escribió que de los terroristas que secuestraron los aviones podía decirse cualquier cosa, pero no que eran cobardes; y sobre todo la congresista demócrata por California Barbara Lee, que fue la única que emitió su voto negativo y expresó en voz alta su rechazo de la ley de urgencia que otorgaba al presidente poderes ilimitados y prácticamente incontrolados para declarar la war on terror. “Perra negra” fue lo más suave que la llamaron.

Lucha armada puede sonar noble, o descriptivo, o neutro. Hay algo implícitamente heroico en la palabra “lucha”: una idea de contrincantes enfrentados, de desafío y épica

De nuevo las palabras. No se dijo nunca “lucha contra el terrorismo”, sino “guerra contra el terror”. La palabra guerra es muy querida por los dirigentes políticos americanos. Hubo y hay todavía algo llamado war on drugs, y hasta una extraña war on poverty. Una amarga experiencia ha enseñado, en los países castigados por el terrorismo, como el nuestro, que no es con ejércitos ni acciones militares como se lucha contra él, sino con buenos servicios de información, con fuerzas de policía bien dotadas y adiestradas, con jueces competentes, con todo el peso legítimo que puede tener el estado democrático. Estar en guerra es lo que quieren los terroristas: ascender de banda criminal a la categoría de organización armada, entregada a una “lucha”.

Pero más tóxica todavía que la palabra guerra es la palabra terror. El terrorismo es una categoría específica, identificable, con principio y fin, con frecuencia atroz pero siempre limitada en su escala. Pero si en vez de hablar de terrorismo hablamos de “Terror”, y le añadimos la mayúscula, lo que era un hecho concreto se convierte en un fenómeno inabarcable, con resonancias sobrenaturales, no una amenaza que puede ser combatida con medios racionales sino una especie de abismo de negrura, un espanto mitológico, la pura encarnación del Mal en las religiones apocalípticas. Reagan ya había llamado a la Unión Soviética Empire of Evil, el Imperio del Mal. Un evangélico converso como George W. Bush se complacía visiblemente usando la expresión war on terror, y otra más integrista todavía, Axis of Evil, el Eje del Mal, recuerdo de aquel Eje totalitario de la Alemania nazi, la Italia fascista y el Japón militarizado. Al terrorismo era posible enfrentarse con normas legales, con policías y jueces: en la guerra contra el Terror no podía haber límites, ni plazos, ni consideraciones de humanidad o de respeto por la ley. A un posible terrorista se le detiene, se le interroga, se le juzga: a un emisario del Terror se le puede torturar hasta matarlo o reducirlo a la locura, y para que esa barbarie no deje huella bastará sustituir la palabra “tortura”, tan desagradable, por enhanced interrogation technique, literalmente, “técnica de interrogatorio reforzada”. Mejor todavía si se usan las siglas: EIT.

Terror no designa a ningún enemigo, por sanguinario que sea. Terror es lo que uno siente al descubrir ahora en libros y documentales a qué extremos de barbarie puede llegar un poder incontrolado que lo manipula y lo corrompe todo a su servicio, incluido el lenguaje, las palabras de todos.

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