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La madre del ecologismo moderno salvó a los petirrojos del DDT

Rachel Carson, científica y escritora, fue una adelantada a su tiempo. Luchó contra el uso de pesticidas en la agricultura y ganó su batalla a título póstumo. Una antología recoge sus discursos, artículos y cartas

Rachel Carson en un bosque en 1962.
Rachel Carson en un bosque en 1962.Alfred Eisenstaedt/LIFE/Getty Images (EL PAÍS)

El 3 de abril de 1963, unos 15 millones de estado­unidenses sintonizaron la CBS para ver un programa sobre ecología, The Silent Spring of Rachel Carson. Allí escucharon atónitos durante una hora cómo una mujer menuda y de apariencia frágil —Rachel Carson estaba ya carcomida por el cáncer que acabaría con ella un año más tarde y llevaba peluca— les explicaba con serenidad que los pesticidas con los que alegremente fumigaban sus campos estaban causando daños irreparables en el ecosistema, envenenando cadenas alimentarias completas y generando un aumento de casos de leucemia y desórdenes genéticos.

Su mensaje chocaba con el optimismo químico que se estaba predicando desde la Segunda Guerra Mundial. Era, al fin y al cabo, “la era sintética, del átomo, el misil, la cena congelada y la manzana sin gusano”, como dice el historiador Mark Lytle en el documental de la PBS Rachel Carson: American Experience. Y ahí estaba aquella bióloga marina y escritora propagando un mensaje de respeto a la Tierra que iba frontalmente en contra de todo lo asimilado en las dos décadas anteriores.

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Para entonces, Carson ya era relativamente famosa. Su libro Primavera silenciosa se había seriado en The New Yorker, había recibido el apoyo del presidente Kennedy y había empezado un ciclo que la llevaría a estar 31 semanas en la lista de los más vendidos, pero el especial de televisión de 50 minutos terminaría por convertir a Carson en la cara visible y la líder de facto de un movimiento que apenas se apuntaba, el ecologismo entendido como una cepa militante, no como mero conservacionismo. La novelista británica Doris Lessing dijo de ella que era “la originadora de las preocupaciones ecológicas”, Al Gore le concede el mérito de haber despertado su activismo medioambiental y Margaret Atwood la convirtió en “santa Rachel” en su libro El año del diluvio.

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La emisión en la CBS estuvo a punto de no suceder. En las semanas previas, cuatro de los cinco anunciantes principales se retiraron, entre ellos Purina y Standard Brands, que comercializa el popular producto de limpieza Lysol. La industria química ya había lanzado todo un arsenal de propaganda contra ella, pintándola como una histérica, una comunista o, peor, las dos cosas a la vez. Cosa que desconcertó a los espectadores. ¿Aquella señora con bata blanca y voz extremadamente razonable encarnaba el peligro verde? “El hecho de ser una mujer de aspecto poco amenazante iba en su contra en una sociedad tan machista, pero también la ayudó. Cuando sus enemigos trataron de pintarla como una loca, no funcionó. Ella mantenía un perfil muy bajo, no llegaba a los sitios dando golpes en la mesa. Eso contribuyó a conectar especialmente con las mujeres y con la clase profesional. Eso y el apoyo explícito de Kennedy”, explica Linda Lear, biógrafa y estudiosa de Rachel Carson, que se encargó también de recopilar algunos de los escritos dispersos —artículos, discursos y cartas personales— que conforman Los bosques perdidos, un libro que publica ahora en español Ediciones el Salmón con traducción de Salvador Cobo y prólogo de la historiadora María Belmonte.

Una puerta más íntima

Leer su gran clásico, Primavera silenciosa (Crítica), o El mar que nos rodea (Destino), el tomo que dedicó a su gran pasión, la vida en el océano, permite entrar de frente en la obra de Carson, pero acercarse a ella a través de Los bosques perdidos abre otra puerta, lateral y más íntima, a su figura. En el libro se incluyen, por ejemplo, varias cartas que la bióloga envió a su amiga Dorothy Freeman. Dos de ellas van dirigidas también al marido de ésta, Stanley. Carson habla al matrimonio con gran apasionamiento de las mareas y de las aves migratorias en Southport, la localidad costera de Maine donde las dos familias tenían casas contiguas, al borde del acantilado. Pero la última es solo para Dorothy y ahí el tono es muy distinto. “Querida mía”, le dice. “Esta es una posdata a la mañana que hemos pasado en Newagen (…) Para mí ha sido uno de los momentos más hermosos del verano, y todos los detalles permanecerán conmigo en la memoria: ese cielo azul de septiembre, el sonido del viento en las epíceas; las olas en las rocas…”. Dorothy fue probablemente el único y gran amor de Rachel Carson, una amistad platónica tocada de sincero romanticismo (“Cariño, deseo tanto estar contigo que me duele”, le escribió Carson en 1954) que quedó encapsulada en un libro de cartas que editó la nieta de Freeman: Always, Rachel: The Letters of Rachel Carson and Dorothy Freeman, 1952-1964. (siempre Rachel: las cartas de Rachel Carson y Dorothy Freeman)

Cuando la divulgadora murió, con apenas 57 años, los Freeman y la familia de Paul Brooks, su editor y amigo, se hicieron cargo de Roger, el adolescente que se había convertido en su hijo adoptivo al morir su sobrina. “Ella ya tenía una gran responsabilidad cuidando de su madre y entonces le cayó Roger. No fue una madre cálida y afectuosa”, reflexiona Lear. Toda su vida estuvo marcada por las obligaciones familiares. Desde finales de los años treinta, mantuvo a su madre y a su hermana y más tarde a las dos hijas de su hermana y al propio Roger, al que adoptó en 1957. Lear bromea con amargura en el prólogo de Los bosques perdidos con que ninguno de los textos recogidos allí se entregó a tiempo al editor que lo reclamaba. La biógrafa piensa en las obras que le quedaron por escribir. Carson mantuvo su trabajo en el Departamento de Pesca pues le proporcionaba un sueldo fijo.

Aun así, sus objetivos eran ambiciosos y arriesgados. Cuestionó los métodos y las intenciones de muchos de sus colegas. “Cuando habla una organización científica”, se preguntó en una conferencia en el Club de Prensa Femenino, “¿qué voz escuchamos, la de la ciencia o la de la industria que la sostiene?”. No llegó a ver su logro más tangible. Diez años después de su muerte, Nixon prohibió el uso del insecticida DDT en la agricultura, tal como ella había pedido en dos comparecencias ante el Congreso de EE UU tras demostrar que los pesticidas aéreos estaban acabando con los petirrojos. Los efectos de los insecticidas, sin embargo, siguen notándose, sobre todo en el mar.

Durante décadas, los científicos a sueldo de la industria química dijeron que con eso había condenado a la muerte a millones de personas en África, ya que dejó de usarse DDT para acabar con el mosquito de la malaria. Una acusación que la historiadora de la ciencia de la Universidad de Harvard Naomi Oreskes terminó de desmontar en su libro Merchants of Doubt (Mercaderes de la duda). Oreskes, que ha estudiado a fondo la figura de Carson, cree que lo que la convierte en una figura única, más allá de su influencia política, es su estilo literario. “Ser científico y activista no es tan extraño. Lo que la distingue es su habilidad con la escritura. Era una autora de primer orden, un talento raro en cualquiera pero casi desconocido en personas que son además importantes científicos. Eso es lo que la hace completamente única”.

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