La erupción artística de los volcanes
En la literatura, en el cine y en el arte en general, el cráter está ahí como ese elemento dormido e incierto que funciona como recordatorio y advertencia de que el suelo que pisamos no es permanente
Todos los días, un príncipe atrapado en un minúsculo asteroide cuida de sus tres volcanes. Deshollina con esmero a los dos que están activos porque si logra que estén bien limpios, sus erupciones serán suaves, y podrá utilizar el calor que desprenden para calentar el desayuno. El tercer volcán está extinguido, aunque según cuenta el Principito, este entrañable personaje de Antoine de Saint-Exupéry, se ocupa también de él porque “nunca se sabe lo que puede ocurrir”.
En ocasiones, los volcanes son simplemente volcanes, pero casi siempre son otras cosas, realidades ocultas tras el simbolismo de lo inesperado, la amenaza reverenciada, lo terrorífico, lo potencialmente destructor, la fuerza que no atiende a razones. En literatura, cine, en el arte en general, el volcán está ahí como ese elemento dormido e incierto que funciona como recordatorio y advertencia de que el suelo que pisamos no es permanente.
Gracias a ese poder, a la fascinación que ejerce sobre nosotros lo que escapa a nuestro control, los volcanes se cuelan a menudo de incógnito —o no tanto— en la mayoría de historias. Carmen María Machado narra en En la casa de los sueños (Anagrama) una relación abusiva entre dos mujeres y la escritora norteamericana se sirve de este símil: “La gente se instala cerca de los volcanes porque el terreno que los rodea es extraordinario, riquísimo en nutrientes que proceden de la ceniza. No hay mejor sitio para vivir que a la sombra de una montaña hermosa e iracunda”. La historia está contada a través del deseo de que esa dualidad —la increíble fertilidad y la terrorífica amenaza— pueda revertirse. ¿Puede el deseo serenar al volcán, convertirlo en montaña inofensiva? Vivir cerca de un volcán es una elección y también lo es alejarse (pero hay que manejar bien los tiempos). Esta misma cuestión se aborda también una canción preciosa de Tracy Chapman llamada Smoke and Ashes, humo y cenizas, en la que la cantante pone palabras a estos otros volcanes de carne y hueso. En definitiva: es humano confiar en la bondad de los volcanes hasta que la lava nos arrolla.
La gran pantalla está llena de erupciones volcánicas. Rossellini filma Stromboli (1950) después de la erupción del volcán italiano que lleva ese mismo nombre y Sergio Leone adapta Los últimos días de Pompeya en 1959. También está la asombrosa Krakatoa: al este de Java (1969) —como curiosidad, la erupción del Krakatoa produjo el sonido más fuerte que se recuerda—, y otras más recientes, pertenecientes al género de cine de catástrofes: Volcano y Un pueblo llamado Dante’s Peak. En un documental de 2016 llamado Hacia el infierno, el cineasta Werner Herzog vuelve a ocuparse de los volcanes —lo hizo por primera vez en 1976 cuando rodó un corto documental sobre la erupción de La Soufrière— y a través de impactantes imágenes de lava roja agitada y de magma palpitante, Herzog se desplaza a distintos puntos del globo para hablar con aquellos que habitan en las faldas de los volcanes. Un hombre de una tribu de Vanuatu, con el que empieza y termina el documental, afirma que cuando observó el magma por primera vez, esas olas negras que se resquebrajaban en corales rojos solo podían recordarle a una cosa: el mar. Y termina con una visión apocalíptica del fin del mundo, convencido de que “todo se derretirá, las piedras, los árboles, todo, como el agua”.
En cierto modo, todos vivimos cerca del volcán, quizás demasiado, aunque a veces el volcán somos nosotros, como en el mítico libro de Malcolm Lowry, Bajo el volcán, que después llevó a la pantalla el gran John Huston. En el libro autobiográfico La huella de los días, la escritora Leslie Jamison habla del alcoholismo y de la lucha por salir de él y aborda los mitos literarios y artísticos que lo rodean, estableciendo un paralelismo entre genialidad y autodestrucción. Dedica unas páginas a Bajo el volcán, novela en la que el cónsul británico Geoffrey Firmin vive en Cuernavaca, a tan solo 63 kilómetros del Popocatépetl, literalmente “la montaña que humea”. Bajo su influjo y sombra, la novela transcurre el 2 de noviembre de 1938, el Día de los Difuntos, y retrata lo insignificante que es la vida de un borracho que es testigo de su propio descenso a los infernos, preso de la impotencia y, sobre todo, de litros de mezcal.
No hay volcán que no represente lo inevitable del yin y el yang, dualidad telúrica entre el infierno y el paraíso. Pero un volcán representa también la memoria, lo que dejamos atrás. Huimos sin poder detenernos, si lo hacemos corremos el riesgo de que la lava nos alcance. ‘La recordadora’, un relato de José Jiménez Lozano, empieza así: “Cuando fueron avisados de que un fuego de lo alto caería sobre la ciudad donde vivían, para destruirla, se les advirtió también de que en su huida no deberían volver la vista atrás, así que ella, Lot, su marido, sus hijos, los criados y criadas y las esclavillas, miraban solamente el camino y hacia el horizonte que tenían delante, aunque sentían curiosidad porque las nubes que veían quedaban iluminadas por resplandores, y se oía como un trueno lejano o el rodar de muchas carrozas a sus espaldas”. La lava detiene la vida a su paso y Lot empieza a recordar su vida y todo aquello que perdió y que aún añora. Pero la memoria la convierte en estatua de sal: nadie sobrevive a las garras de su propio anhelo de volver atrás.
Entre el 10 y el 11 de abril de 1815, el monte Tambora, un volcán situado en Sumbawa, en el archipiélago indonesio, entró repentinamente en erupción. Fue la mayor erupción en más de 2.000 años. Durante diez días arrojó a la atmósfera millones de toneladas de cenizas volcánicas, polvo y dióxido de azufre que redujeron la luz solar. Las temperaturas bajaron de repente y, en los meses siguientes, todo el planeta se enfrentó a un durísimo invierno y a unos cielos apocalípticos que J.M.W. Turner supo como nadie plasmar en sus lienzos. El mundo se enfrentó también a un año sin verano, el de 1816. De esta historia parte William Ospina para escribir El verano que nunca llegó, donde se detiene en esos meses sin luz, cuando un grupo de personas entre los que se encontraban la escritora londinense Mary Shelley y el poeta Lord Byron, se refugiaron del clima inhóspito en una mansión a la orilla del lago Lemán, al norte de los Alpes. Debido a la lluvia no podían salir demasiado, de manera que pasaban la mayor parte del tiempo resguardados al calor de la chimenea. Y fue en una de esas tardes cuando a Mary Shelley se le ocurrió el personaje de Frankenstein. No es exagerado decir, pues, que una de las consecuencias que trajo aquella descomunal erupción de 1815 fue el nacimiento de una de las obras fundamentales de la literatura, una obra que, como la propia erupción, alimentó nuestros miedos más profundos.
El año del pensamiento mágico, de Joan Didion, no es un libro sobre volcanes. Sin embargo, hacia el final de sus páginas, se lee: “Como nieta de geólogo, pronto aprendí a contar con la absoluta mutabilidad de las colinas y las cascadas, e incluso las islas. Cuando una colina se desploma, veo la expresión del orden”. La trágica historia de Didion está cosida por unos mantras que se repiten a lo largo de la narración y que recuerdan que la vida cambia rápido, que la vida cambia en un instante. Que te sientas a cenar y la vida que conoces se acaba. Así que, en realidad, El año del pensamiento mágico sí es un libro sobre volcanes, pero estos tienen otros nombres y nos recuerdan ese orden imperceptible y fortuito que se esconde tras la vida, esa azarosa e inexplicable convivencia entre lo sublime y lo monstruoso.
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