Nuevas Hébridas en blanco y negro
La cuarta entrega de la serie de Laura Ferrero dedicada a los lugares que han cambiado de nombre se pregunta si de verdad somos islas, como escribió John Donne
Jimmy se ha venido a vivir conmigo unos días. Tendría más interés que Jimmy fuera un australiano alto y fornido que misteriosamente se ha quedado atrapado en Barcelona, pero lo cierto es que Jimmy es un roedor que mide 15 centímetros y juega a hacerse nidos bajo las virutas de madera de su jaula para que nadie –yo, en este caso– le moleste. Es un hámster ruso, vivaracho y simpático, al que le gustan las fresas. Es de mi ahijado y estos días, que se ha marchado de vacaciones, me lo quedo yo. «No tienes que hacer nada», me rogó para convencerme, y así lo hice. Todas las mañanas, antes de salir de casa, me sorprendo a mí misma hablando con mi nuevo compañero de piso: «Jimmy, has dormido bien?» e incluso: «te he cortado unas fresas, te las dejo aquí que yo me marcho».
A veces lo observo en su rueda, que hace girar a una velocidad prodigiosa, hasta que Jimmy se convierte en una mancha grisácea que me lleva a los dibujos imposibles de M.C. Escher. En especial, a aquel grabado de madera, ‘Aire y agua’, una excelente metáfora visual para hablar del cambio. En la vida, la mutación debería ser el resultado de pequeños matices en la continuidad, como en este grabado en que los patos van transformándose imperceptiblemente en peces. Sin embargo, la lógica de la vida es distinta. No hay indicios de que los patos se convertirán pronto en peces. Hay patos o hay peces, pero no suele existir un estado de adaptación.
En Tesis sobre el cuento, Ricardo Piglia dice lo siguiente: «Es fama que le preguntaron a James Whistler cuánto tiempo le había llevado pintar uno de sus nocturnos y que respondió: Toda mi vida». Qué cuestión tan espinosa esta del tiempo, de los principios y de los finales. Porque, ¿puede alguien afirmar con seguridad cuándo empieza a agotarse una etapa, una pareja, una denominación? A veces fantaseo con que la vida pudiera contarse así: «empecé una novela el 3 de octubre a las 11:54», o «me desenamoré de mi mujer a las 14:32 del mayo lluvioso de 1983». En realidad, las cosas no ocurren, las cosas están siempre ocurriendo, se deslizan de puntillas, pero nosotros vemos solo el resultado.
Las islas que hoy nos ocupan cambiaron de nombre el 30 de julio de 1980. Se anunció así: “Setenta y cuatro años de condominio franco-británico sobre el archipiélago de Nuevas Hébridas terminan a las cero horas de hoy con la proclamación de la independencia de las paradisíacas islas el Pacífico Sur, con el nombre de República de Vanuatu”. De manera que el 30 de julio de 1980, el mundo dijo adiós a Nuevas Hébridas, que pasó a ser conocido por ese otro nombre, el actual, Vanuatu. Se trata de un extenso archipiélago de más de ochenta islas de orígenes volcánicos situado a tres horas de Nueva Zelanda, casi a nuestras antípodas, el lugar en que nuestros pies se tocan con los pies de aquellos que habitan al otro lado del mundo. En algunos folletos turísticos a este conjunto de islas lo llaman el archipiélago de la felicidad –supongo que por sus playas de aguas turquesas y los volcanes subterráneos aún activos–, y cabría preguntarse si también lo eran cuando respondían a ese otro nombre antiguo que ya no se encuentra en los mapas.
En varias de las lenguas locales, Vanuatu significa “our land forever’, nuestra tierra para siempre, una suerte de invocación, el deseo incluido en el nombre
Las Nuevas Hébridas fueron colonizadas por Reino Unido y Francia en el siglo XVIII después de que el Capitán James Cook visitara las islas. Se firmó un Condominio Anglo-Francés que se extendió desde 1906 hasta que el archipiélago se independizó, en 1980. Su primer nombre fue Nuevas Hébridas porque ya había otras Hébridas, que aún no han desaparecido, las originarias, un archipiélago en la costa oeste de Escocia que hoy sigue llevando el mismo nombre. En varias de las lenguas locales, Vanuatu significa “our land forever’, nuestra tierra para siempre, una suerte de invocación, el deseo incluido en el nombre. Si supiéramos qué es nombrar, me digo, si supiéramos, también, qué es una isla. Durante cuatro años me documenté incansablemente sobre islas para lograr dar con una definición. A pesar de que todos memorizamos en los libros de geografía aquello de que una isla es una porción de tierra enteramente rodeada de agua, no leí nunca, en ningún lugar, qué diferenciaba un pedrusco en medio del mar de un islote, y a un islote de una isla, ni tampoco qué lleva a los expertos a argumentar que Australia no es una isla sino un continente, pero que Groenlandia –que es más grande que Australia– sí lo es. En realidad, estrictamente hablando, si observamos un globo terráqueo, todo es una isla, en especial nosotros, cada uno de nosotros, a pesar de que John Donne escribiera aquel poema cuyo primer verso dice que ningún hombre es una isla.
Los hámsters ven en blanco y negro. Solemos relacionar la alegría con el color, y el blanco y negro con la monotonía o la tristeza. Pero también es cierto que el color habla de circunstancialidad, de lo contingente, y por el contario, el blanco y negro, de la esencia. Estos días, veo la realidad en blanco y negro, en especial, todos estos nombres impronunciables que cuelgan del portasueros –Chop-Rituximab, Metilprednisolona, Vincristina, Doxorrubicina, Ciclofosfamida, Granisetron– y después los busco, como la aplicada estudiante que fui, y me marcho a casa pensando en fármacos, pero también en las antípodas. Mientras ando por la calle Córcega dejando el hospital a mis espaldas imagino que si agujereamos la tierra atravesando la corteza, los mantos, los núcleos, alguien está andando en ese mismo instante en el archipiélago de la felicidad. Y cuando abro la puerta de casa, mi compañero sigue su rutina en la rueda y empiezo: «Jimmy, escucha, que te voy a contar lo que es el Chop-Rituximab». Entonces recuerdo que los roedores no entienden, o eso dicen, pero sigo con la explicación, y viajo a Nuevas Hébridas, a los volcanes bajo el mar, o trato de explicarle por qué la lógica de Escher debería poder aplicarse a todo. Hasta el momento no existen pruebas concluyentes de que los hámsters no sean capaces de adentrarse en cuestiones trascendentes. Quizás lo hacen, pero no quieren que lo descubramos para que los dejemos tranquilos, con sus fresas y sus madrigueras, alejados de nuestra cháchara. Y como iba diciendo, nadie sabe lo que es una isla, y todo puede serlo, ¿verdad, Jimmy?
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