Nunca llegaremos a Ceilán
Primera entrega de una serie de la escritora Laura Ferrero dedicada al viaje imposible a lugares que han cambiado de nombre
Ceilán. 6°54′0″ N, 79°54′59″
Recuerdo aquella isla, Ceilán, que ahora no es más que el nombre de un té. Ceilán, que parecía un apéndice bajo la sombra de aquel otro país que caía en forma de triángulo sobre el océano Índico. La vi por primera vez en un mapa amarillento. Sobre él, quedaban aún las marcas de cruces hechas a lápiz, cruces que señalaban lugares que se fueron desvaneciendo con el tiempo. No sé si los lugares, pero sí los nombres que los designaban. Se trataba del mapa que siempre colgó de la pared de una minúscula habitación sin luz, de un trastero, donde mi abuelo guardó, durante toda su vida, eso que él llamaba “trastos”. Era un mapa del mundo, pero de otro mundo. Porque nuestros nombres, estos de ahora, a los que nos agarramos para nombrar y señalar, son distintos. Pero yo aprendí geografía dejándome llevar por la evocación de los nombres de aquellas tierras míticas y un día empecé a soñar con ir hasta allí, hasta aquella isla. No a Sri Lanka, sino a Ceilán.
El verdadero viaje encierra en su promesa algo de imposibilidad porque uno nunca termina de llegar a los lugares, tampoco de marcharse, porque nadie contó jamás qué significa llegar o irse. Todo lo importante en la vida encierra ese tipo de claroscuros, de manera que cómo averiguar qué ocurre con los nombres que se quedan cojos, anticuados. Quizás todos ellos habiten en aquel basural del que hablaba Cortázar, un vertedero donde están amontonadas las explicaciones. Tal vez los nombres sin dueño, caducados, sin cabida ya en el mapa, hayan corrido una suerte similar y estén ahí, adormecidos, a la espera de que alguien los vuelva a nombrar, a alumbrar.
Los mapas son representación y deseo, y además de colgar en paredes de cuartos sin luz también empiezan aquí, donde estoy ahora, en el suelo de un hospital de una Barcelona vacía. En la entrada nos han dicho “seguid la línea verde” que, en el suelo va atravesando serpenteantes pasillos, esta línea verde sobre el suelo de granito que nos lleva hasta el box 19 en el que un rótulo anuncia: “punciones aspirativas”. Espero fuera, en una sillita de plástico, y saco mi libro pero a la vez sigo con la mirada la línea verde, como si pudiera llevarme a otro lugar, y sueño con escapar. Porque uno querría escapar de determinados rótulos y paisajes. Pero es cierto que el viaje no siempre empieza en un avión, en un tren. En realidad, empieza, y eso lo sabemos todos, cuando pensamos en viajar. En el deseo de viajar.
Ceilán no es Sri Lanka. Cabría preguntarse si alguien que ha viajado a Sri Lanka ha estado en Ceilán, yo me inclino por el no. Fue Ceilán durante las ocupaciones portuguesa y británica, y en 1972, después de 24 años de independencia, cambió su nombre a Sri Lanka. Lanka era el antiguo nombre de la isla asiática. Un verano llegué hasta ahí, el verano en cumplí los treinta. Recuerdo la costa, el tren que nos llevó por entre las plantaciones de té, un mono que nos atacó, aquel aceite ayurvédico que me duró tres días en el pelo. Quería ir a Ceilán, pero me encontré con otra isla, creo que me guiaba por aquel mapa de mi infancia en el cuarto sin luz. Encontré, de hecho, en el fuerte de Galle, una antigua fortificación en la costa sudoeste del país, una postal pretendidamente vintage en la que se leía Ceylon ‘Land of song and dance’, y en ella, en primer plano, aparecían unos bailarines con los trajes tradicionales. Había llegado por fin a Ceilán, me dije triunfal, de manera que compré una reproducción a medida de póster para colgarla en casa. Sin embargo, ya en el hotel, decidí que nunca iba a hacerlo. Los souvenirs son lo contrario al viaje. Aniquilar los vestigios del pasado tiene un precio y, desde luego, lo tiene también intentar resucitarlo con una lámina de dos dólares.
hay mapas que son respiradores gracias a los que perviven nombres que han dejado de existir
Sobre preservar el pasado, sobre las relaciones entre el lenguaje y las cosas habla Swimmer Among the Stars un conjunto de relatos del escritor Kanishk Tharoor que nunca se llegó a publicar en España. En el relato que lleva el mismo título que el libro, un equipo de etnógrafos localiza a una anciana en un pueblo remoto, que resulta ser la última hablante de una lengua al borde de la extinción. Mientras graban su discurso, con la esperanza de capturar lo suficiente para reconstituirlo y preservarlo para la posteridad, ella empieza a entonar una canción en la que habla de una mujer que en vez de casarse desea convertirse en una “nadadora entre estrellas”, es decir, en una astronauta, que baila entre las “invisibles polillas del relámpago”, los satélites. Los etnógrafos apuntan, asombrados ante la belleza de una lengua que muere, que ya no sirve y solo evoca. Y así como existen los lenguajes que están clínicamente muertos, que se mantienen con vida gracias a un respirador, también hay mapas que actúan como tal, que son respiradores gracias a los que perviven nombres que han dejado de existir y que son útiles porque sirven para esto tan necesario: cerrar los ojos y marcharse lejos de los pasillos de un hospital.
Y así, viajar es también, ahora, cerrar el libro y seguir de vuelta esta línea verde sobre el granito que nos lleva fuera, al mundo después de las punciones aspirativas. Ola de calor en Barcelona, y andamos las dos por esta ciudad adormecida y paseando vamos hacia la calle Roger de Llúria y sé que ella, digna hija de su padre, o sea, mi abuelo, dueño para siempre de un mapa amarillento, sigue pensando en nombres que ya no significan nada. El callejero de la ciudad cambió hace años pero hay gente, como nosotros, que sigue yendo a la calle Lauria, que era su nombre anterior y que casi nadie recuerda ya. Resistirse a usar nuevos nombres es una actitud, una manera como otra de parar el tiempo, de decir: que el mundo siga girando que yo me bajo aquí para desear siempre ir a Ceilán, que no a Sri Lanka.
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