Eileen Agar: magia en un mundo de durmientes
Una exposición recupera la obra fotográfica de una de las artistas más osadas y prolíficas de su generación
Cuando en 1936 los críticos Roland Penrose y Herbert Read, principales adalides del surrealismo británico, visitaron el estudio de Eileen Agar (1899-1991), en el barrio de Kensington, se llevaron cinco esculturas y tres óleos. Serían expuestos en la primera exhibición surrealista en Londres, The International Surrealist Exhibition, junto con la obra de Picasso, De Chirico, Miró, Dalí, Man Ray, André Breton, Giacometti y Max Ernst, entre otros. “Esa atención repentina me cogió por sorpresa. Un día yo era una artista que exploraba combinaciones personales de forma y contenido, y al día siguiente me anunciaban con calma ¡que era una surrealista!”, escribió en sus memorias, A Look at My Life, cinco décadas más tarde.
Aun así, Agar nunca fue un miembro oficial del grupo liderado por Breton, quien en 1929 escribiría: “El problema de la mujer es, en el mundo, lo que tiene de más maravilloso y turbio”, haciéndose eco de la fascinación que suscitaba el misterio de la psique femenina en algunos miembros masculinos del movimiento surrealista. Un hechizo que tendía a la cosificación de la mujer como musa y objeto de deseo. A eso nunca se resignó la artista británica, como tampoco lo hicieron muchas de las mujeres que participaron en el grupo (con frecuencia en virtud de los amantes, amigos o parejas que tuvieran en el momento), de ahí que siguieran su trayectoria de forma independiente, reclamando una existencia creativa activa y propia. “No tenía tiempo para ser una musa”, diría la pintora Leonora Carrington, “estaba muy ocupada rebelándome en contra de mi familia y aprendiendo a ser una artista”.
Al igual que ocurrió con Carrington, la rebeldía, el mito y la fantasía contribuyeron sobremanera a definir la vida y obra de Agar. Una trayectoria de casi setenta años, dedicada a la “fusión de la razón y la sinrazón”, como ella misma describiría, donde quedaban sintetizados elementos procedentes de dos de las tendencias artísticas más significativas del siglo XX: el cubismo y el surrealismo, a través de la pintura, la escultura, la fotografía y el collage. “Fue una de las artistas más osadas y prolíficas de su generación”, destaca la historiadora Laura Smith. “Fascinada por el arte clásico, las antiguas mitologías y el mundo natural, y el disfrute sexual, integraría el surrealismo en su obra, para inyectar ingenio, irreverencia y corporalidad a los ámbitos más analíticos del cubismo y la abstracción. Dio forma a un estilo distintivo e inspirador, que a su vez sirve de observación sobre un periodo de tiempo marcado por tremendos cambios sociales”. Smith es la comisaria de Angel of Anarchy, una retrospectiva que rescata la figura de la olvidada artista a través de 100 obras, algunas de ellas muy poco conocidas. La exposición puede verse en la galería Whitechapel de Londres. Parte de su propósito de contribuir a una más amplia reevaluación del papel de la mujer a lo largo de la historia del arte moderno y coincide con el lanzamiento de una breve biografía de la artista, que lleva la firma de Smith y publica la editorial británica Eiderdown Books.
Angel of Anarchy es también el título de una escultura realizada por Agar en 1934: una cabeza enmascarada, cubierta de exóticas sedas estampadas con fondo negro pirata, plumas de avestruz, conchas de cauri y gemas semipreciosas. “La seda sirve tanto de piel como de venda para tapar los ojos; una ambigua alusión a la seducción y al sometimiento, así como un guiño al incierto futuro de Europa en aquel momento”, señala la comisaria en el catálogo que acompaña a la muestra. La obra va emparejada a otra cabeza, cuyo título es Angel of Mercy. Para su realización tomó como modelo a su segundo marido, el escritor Joseph Bard. Invertía así la tendencia surrealista de convertir a las mujeres en musas, utilizando a su esposo como fuente de inspiración.
Nació en Buenos Aires, hija de un acaudalado industrial escocés y una rica heredera americana a quienes nunca les convenció la idea de ser padres de una artista. Así, a los 25 años abandonó a su familia en Londres, se rapó el pelo para celebrar su nueva libertad y viajó a España y a París con el pintor británico Robin Bartlett, que se convertiría en su primer marido. Fue en París donde descubrió el surrealismo. Al contrario que otros miembros del grupo, que con frecuencia acudían a los mercadillos en busca de “objetos encontrados”, Agar los encontraba en la naturaleza, quedando asombrada al “descubrir que la naturaleza tonta se esfuerza por hablarte, por darte una señal [...] que simboliza tus pensamientos más íntimos”. Le fascinaba la historia natural: “El color apagado de los fósiles, y su belleza incrustada. Nos llegan como señales de otro tiempo, objetos remotos que cobran la importancia de un problema resuelto en un momento mucho más allá de las brumas de la memoria humana”, escribía.
Durante los años treinta su activa vida social se convirtió en una especie de leyenda. Dentro de su círculo social se encontraban Cecil Beaton, Henry Moore, Leonora Carrington, Max Ernst, Dylan Thomas y Ezra Pound. Posó bailando en los tejados de Mougins, envuelta en un vestido de gasa transparente. En Londres, paseó las calles de Soho con su sombrero Ceremonial para comer Boullabaisse, compuesto por estrellas marinas, corales, cristales corcho y espinas, y formó parte de las reuniones en el Hotel Vaste Horizon, donde Picasso y Dora Maar, Paul y Nush Éluard, Lee Miller y Roland Penrose y Man Ray, día y noche, daban rienda suelta a su imaginación. A los 85 se convirtió en modelo del diseñador japones Issei Miyake.
En 1936, poco después del éxito obtenido en su presentación al público en compañía de los surrealistas en Londres, la artista viajó a Ploumanach, una pequeña localidad costera de Bretaña famosa por sus formaciones rocosas. Embelesada por la belleza del paisaje, se desplazó hasta Brest para comprar una cámara Rolleiflex, que la acompañaría de forma constante los siguientes años, dando forma a una especie de diario visual. La serie de fotografías, que aquel día disparó a las rocas, es muy ilustrativa de la búsqueda de lo fantástico en la naturaleza por parte de los surrealistas. Del mismo modo destaca por ser la serie más coherente y poderosa de su trayectoria. En contrapicado y prescindiendo de la presencia de humanos, la fotógrafa enfatiza la monumentalidad y atemporalidad de las rocas. “El hecho de que optara por documentar el paisaje a través de un medio mecánico, en vez realizar apuntes a lápiz o con acuarela, como había hecho en anteriores viajes, tuvo como resultado imágenes más objetivas y enigmáticas”, destaca Grace Storey en un texto incluido en el catálogo. Casi medio siglo después, las fotografías inspirarían una colorida serie de acrílicos realizada con el mismo formato cuadrado de los negativos.
La mayoría de las fotografías de Agar se conservan como negativos y rara vez han sido expuestas. Un dato indicativo de que no concedía a la fotografía la misma importancia que a su pintura y a sus collages, pero también del bajo estatus artístico que históricamente se confirió al medio fotográfico en comparación con la pintura y la escultura. Storey destaca la utilización que Agar hizo del medio a lo largo de más de tres décadas, como prueba de una intención que iba más allá del mero apunte. Sin embargo, es quizás el modo en que fueron disparadas, como un esbozo ennoblecido y sublime, de donde proceda su frescura, ese atributo mágico que Agar se propuso “revelar a este mundo de durmientes”.
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