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LECTURAS PARA LA PAZ

Lecturas guerreras

Hace ya varios años, mi suegro, que había sido soldado en el ejército inglés en Japón, me regaló una pequeña antología de bolsillo que, bajo el título The Knapsack (La mochila) había editado Herbert Read, distinguido escritor hoy desgraciadamente olvidado. El libro (que ya no poseo) había sido impreso por cuenta del Ministerio de Guerra británico para ser leído por los soldados: su intención anunciada era "celebrar el genio de Marte". Y, sin embargo, sorprendentemente, el tono de la antología era, por sobre todo, elegiaco y antibelicoso. Creo recordar, entre los muchos textos, la descripción que hace Herodoto de la batalla de Salamina, el elogio de T. E. Lawrence de las huestes del desierto, la arenga de Enrique V en el sitio de Harfleur, aquellos versos de la Ilíada que narran el dolor de Aquiles ante el cuerpo de Patroclo, unos párrafos de Joinville cortando la terrible cruzada de Egipto. Los méritos del coraje, la muerte honrosa, la obligación de luchar por la patria y otros lugares comunes campeaban en aquellas páginas, pero también los horrores de las masacres, las agonías de lo perdido, la arrogancia y codicia de ciertos jefes. Una página de Montaigne, 'Del castigo impuesto por defender un fuerte sin buen motivo', declaraba lo siguiente: "Hay quienes tienen una opinión tan alta de sí mismos y de sus propios recursos que piensan que es absurdo que quienquiera les oponga resistencia". Montaigne tenía en mente no sólo a los tiranos de su época.

Todos nuestros actos son violentos y todas nuestras artes contradicen esa violencia

La dificultad en proponer una antología de textos literarios que convenga a un ministerio de guerra es que dichos textos parecen querer escaparse al simple propósito de alentar a los soldados. Lemas publicitarios, afiches gubernamentales, discursos políticos, pueden, sin remilgos, ensalzar la lucha armada; la literatura, en cambio, parece ser más reticente. Cuando en el Ayax de Sófocles la guerrera diosa Atena quiere alegrar a su protegido Ulises con la noticia de que su enemigo, Ayax, yace víctima de todo tipo de infortunios, Ulises responde: "El desgraciado es sin duda mi enemigo, y sin embargo no puedo sino compadecerlo al verlo así agobiado por la desventura. Y pienso más en mi propia suerte que en la suya, pues veo que somos, todos nosotros que vivimos sobre esta tierra, nada más que fantasmas o sombras pasajeras". Ulises no niega la batalla, no niega la enemistad que lo lleva a la lucha, pero tampoco se regocija ante la desgracia del otro. Ser más compasivo que los dioses es una prerrogativa (no siempre reconocida) del ser humano.

Borges señaló alguna vez que la Odisea y la Ilíada nos conmueven porque son dos antiguas metáforas de nuestra existencia: toda vida es un viaje y toda vida es una batalla. Tal vez por eso, su narración, aun en las convenciones del género épico, nunca es del todo celebratoria. De Troya cantada por Homero recordamos la victoria de los griegos pero también el terrible dolor de Hécuba y de Príamo; de las campañas de Napoleón en la prosa de Chateaubriand, los refinamientos del estilo Imperio pero también la muerte de su primo Armand "como un insecto aplastado por la mano imperial sobre la corona"; de las infinitas novelas acerca de la Segunda Guerra Mundial, la derrota de Hitler y Mussolini pero también el largo horror de las trincheras y prisiones. A la muerte gloriosa proclamada por los himnos revolucionarios, André Malraux responde con la voz de un soldado agonizante en La Voie Royale: "No existe... la muerte... Sólo existo yo... ¡yo... que me estoy muriendo!".

Cuando en la segunda parte del Quijote el duque le dice a Sancho que, como gobernador de Barataria, deberá vestirse "parte de letrado y parte de capitán, porque en la ínsula que os doy tanto son menester las armas como las letras, y las letras como las armas", está refutando no sólo la clásica dicotomía, sino definiendo también las dos obligatorias vocaciones de todo gobernante, si por una entendemos acción y por la otra reflexión. Nuestros actos requieren la justificación de nuestras letras y nuestra literatura la crónica de nuestros empeños. Actuar entonces (en la paz como en la guerra) es una extensión de nuestras lecturas, cuyas páginas contienen la posibilidad de una experiencia ya vivida por otros y puesta en palabras para poder guiarnos; al mismo tiempo, leer es reconocer en una combinación mágica de letras intuiciones del incierto futuro y lecciones del inmutable pasado.

Esencialmente no cambiamos: somos los mismos monos erectos que hace unos pocos millones de años descubrimos en una piedra o un trozo de madera instrumentos de batalla, mientras que asentábamos en la pared de la caverna bucólicas imágenes cotidianas y las pacíficas palmas de nuestras manos. Somos como el joven Alejandro quien, por un lado, soñaba con sangrientas batallas para conquistar el mundo y, por otro, llevaba siempre consigo los libros de Homero que hablan del sufrimiento engendrado por la guerra y de la nostalgia de Ítaca. Como los griegos, nos dejamos gobernar por ancianos enfermos y codiciosos para quienes la muerte es siempre algo sin importancia porque ajeno, y en libro tras libro tratamos de dar forma a la convicción profunda de que no debiera ser así. Todos nuestros actos (aun los amorosos) son violentos y todas nuestras artes (aun las que describen esos actos) contradicen esa violencia. Nuestras bibliotecas existen en la tensión entre esos dos estados.

En estos días, a umbrales de una guerra absurda deseada menos por voluntad de justicia que por codicia económica, nuestros libros quizá sirvan para recordarnos que las divisiones políticas entre buenos y malos, justos e injustos, cristianos y paganos, es menos clara de lo que los discursos políticos declaran. La realidad de la literatura (que en última instancia encierra el poco conocimiento que nos es permitido) es íntimamente ambigua, existe siempre entre tonos y colores diversos, es fragmentaria, es cambiante, nunca se inclina absolutamente por nadie, por más heroico que parezca. En nuestra intuición literaria del mundo adivinamos (con Milton y con el autor del poema de Job) que ni siquiera Dios es intachable; mucho menos nuestros queridos Parsifal, Simbad, Cordelia, Cándido, Bartleby, Gregor Samsa, Ana Karenina, Alonso Quijano.

Pero esa misma ambigüedad esencial de la literatura no es arbitraria ni indecisa. Dice un cierto lector de Cide Hamete a propósito de su libro: "Pinta los pensamientos, descubre las imaginaciones, responde a las tácitas, aclara las dudas, resuelve los argumentos; finalmente, los átomos del más curioso deseo manifiesta". En épocas de crisis, para su intentado lector, casi cualquier libro puede ser todas estas cosas.

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