Su turno, ‘mister’ Mason
Un abogado en blanco y negro, una poeta difícil de traducir, un columnista amonestado y una escritora torrencial
1. Abogado
Me entero de que Espasa reedita algunos de los casos del abogado/detective Perry Mason —la mejor creación del prolífico Erle Stanley Gardner—, que fueron tan populares (más de 300 millones de ejemplares vendidos) en los cincuenta, y me invade inmediatamente una oleada de untuosa nostalgia. Todavía conservo un ejemplar de El caso de la modelo de las piernas largas, publicada (en 1961) por Plaza & Janés con una cubierta lo más sugerente que permitía la tutela franquista, en aquella colección de tapa dura, mal impresa y (en general) lamentablemente traducida, que leía durante las interminables horas de la siesta en los veranos de Calafell. Ignoro si, a estas alturas del noir escandinavo y del gore carmenmolesco, estos thrillers judiciales, por comparación casi monjiles, volverán a encontrar un público que no sea meramente arqueológico, pero bienvenidos sean. Mi comentario se refiere, sin embargo, más bien a la serie de televisión en glorioso blanco y negro que se enseñoreó de los (aún escasos) televisores españoles a principios de los sesenta. Raymond Burr y Barbara Hale encarnaban a Perry Mason (que aún no estaba impedido) y a su bella y eficiente ayudante Della Street, aunque entre ellos había tan escasa tensión sexual como entre una lechuga y un zapato; William Hopper era Paul Drake, el apuesto detective que colaboraba con Mason; William Talman, el fiscal Hamilton Burger, quien cuando terminaba su alegato (siempre perdedor) exclamaba invariablemente, “su turno, mister Mason”; y Ray Collins era Arthur Tragg, el inevitable teniente de policía rematadamente tonto. Todas las películas (fue la primera serie de Hollywood cuyos episodios duraban una hora) se basaban en la misma fórmula: en la primera parte se presentaba a la víctima, su entorno y al presunto asesino; y en la segunda, el juicio en el que todo se aclaraba y se restituía el orden burgués y biempensante, como debe ser. Poca sangre, poco sadismo, poco sexo. Pero, viendo aquellas películas, los españolitos aprendíamos oblicuamente cosas acerca del funcionamiento de un sistema democrático, de la separación de poderes, y de cómo vivían las clases medias (¡qué cocinas, qué casas, qué coches!) en el corazón de aquel imperio tan respetuoso con sus dictadores periféricos.
2. Nuria y Amanda
Ya les advierto que en lo que sigue me ando con pies de plomo. Cada vez (pocas, la verdad) que se me ocurre comentar algún aspecto negativo de una pieza literaria o artística producida por una mujer me cae un chorreo, seguramente merecido a cuenta de mi condición presuntamente masculina (o eso creo). Ya sé que, después de tantos siglos de explotación y ninguneo de la otra mitad del cielo (Mao dixit), está en cuestión mi derecho a criticar lo que de ahí nos llega, y también sé que estoy más guapo calladito. La última vez que recuerdo haber puesto peros a una obra producida por una mujer fue a propósito de un cartel creado por una famosa diseñadora para la Feria del Libro de Madrid, del que critiqué su problemática inteligibilidad, su elitismo y su nula adecuación a las características de un certamen eminentemente comercial. Mejor me hubiera callado: como el pretendido propósito del cartel era dar “visibilidad” a la literatura de las mujeres (algo muy necesario, pero que, en mi opinión, estaba lejos de lograr), me convertí rápidamente en una especie de apestado. Lo más bonito que me dedicaron en las redes fue el epíteto “señoro”, al parecer un insulto infamante que encierra en sus tres sílabas lo más rancio del machismo militante. Por tanto, sospecho que no tengo derecho a criticar lo que (presumiblemente) estoy incapacitado para entender, porque —¡ay!, y créanme que lo siento— no soy mujer, ni negra, ni joven, ni mi madre era soltera, ni vivíamos en un modesto barrio multicultural, sino en Sarrià (Barcelona). De modo que, por favor, pongan entre paréntesis mi escepticismo ante el cacareado La colina que ascendemos (Lumen), el más que optimista “poema inaugural” de Amanda Gorman tan bien publicitado en los últimos meses a cuenta de cuestiones no necesariamente literarias. Y conste que me gusta, aunque lo mejor —y perdónenme la leve provocación— fue escuchar su serena dicción y admirar la gracia de los movimientos (especialmente de sus manos) mientras lo recitaba. Poema de esperanza y de redención en un momento (postrumpiano) en el que la gente necesitaba un respiro. Bien por Amanda, por tanto, en ese sentido. Pero, mucho mejor, bien por Nuria Barrios, su traductora al español, tan digna, humilde, creativa, exacta en su uso del idioma propio, y de la que, vaya por Dios, se han “olvidado” consignar su nombre en la cubierta. Un mérito mayor si tenemos en cuenta que la traductora no es negra, ni ya tan joven, ni creció en un suburbio modesto y multicultural de Los Ángeles. Que yo sepa.
3. Clásicos
A punto para la conmemoración del centenario de la muerte (12 de mayo de 1821) de doña Emilia Pardo Bazán se publica la segunda edición de los dos primeros volúmenes (antes agotados) de los 12 que componen sus Obras completas en la estupenda edición de Darío Villanueva y José Manuel González Herrán para la Biblioteca Castro. Si en el primero de ellos se asiste a la formación literaria de esta torrencial escritora, a la huella de las lecturas que la formaron y de las que aprendió, el segundo incluye novelas ya naturalistas que, como Los pazos de Ulloa (1886-1887) o Insolación (1889), cimentaron su fama y, más recientemente, su prestigio como autora “feminista”, a pesar del conservadurismo tan cristiano y burgués (quizás hoy votara a Núñez Feijóo) de que hizo gala, al menos —si se me permite la petite saloperie— de cintura para arriba. Espero que en las bibliotecas (y no solo gallegas) no falte este corpus de la más grande prosista gallega de los dos últimos siglos.
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