Infiernos tan temidos
Sobre un mundo que tiende a la caricatura y es sepultado bajo una avalancha de novedades editoriales
1. Correcciones
El mundo, entendiendo el término tanto en sentido ontológico (todo cuanto no soy “yo”) como en lo que concierne a la totalidad de mi (nuestra) experiencia, se parece cada vez más a su caricatura. Y ese sesgo se acentúa si nos fijamos en lo que se refiere a la cultura. Ahí tienen, por ejemplo, el desfile de las momias de El Cairo, ese festival kitsch claramente inspirado, en su apabullante horterez computerizada, en la estética de la última saga de la Universal sobre La momia. La religión de la corrección política, la irritante obsesión por no ofender a nadie, por no molestar, y la casi universal proclividad (individual y colectiva) a sentirse ofendido por cualquier cosa son moneda corriente, y va a más. Y sin embargo no toda la gente se muestra definitivamente anestesiada, como se ha visto con motivo del escándalo a propósito del “perfil apropiado” (no de competencia profesional, sino ideológico, de género y racial) del traductor/a de la joven poeta negra (afroamericana, debería decir) Amanda Gorman (que, por supuesto, se salió con la suya). O de la reacción que, en muchos ámbitos, ha suscitado la noticia de que un editor holandés (Blossom Books) ha suprimido a Mahoma en el canto correspondiente (el XXVIII) del Infierno a cuenta de no “ofender” a los creyentes islámicos, “que constituyen una parte importante del lectorado holandés y flamenco”. Dante —de cuya muerte este año se conmemora el ¡700º! aniversario (aunque para algunos parezca que fue ayer)— sitúa al profeta en el foso del Infierno donde penan los “sembradores de discordias”, y describe su tortura en versos terribles que no me resisto a transcribir en traducción aproximada: “Entre las piernas le colgaban las tripas / se le veía el corazón y el triste saco / que convierte en excremento lo que come” (“Il tristo saco / qui merda fa di quel che si trangugia”). Por cierto que nadie ha interpretado el pasaje dantesco mejor que Giovanni da Modena, quien a principios del siglo XV lo pintó en el fresco del Infierno de la capilla Bolognesi (y que también ha sido blanco de protestas e indignaciones de intolerantes incapaces de contextualizar la obra de arte). La tendencia a demonizar y “reparar” los “agravios” del pasado se consolida por doquier, como muestra la censura de libros infantiles (incluido Huckleberry Finn) en no pocas bibliotecas escolares estadounidenses; y no me extrañaría nada que, a este paso, se reescribieran los clásicos para adaptarlos a los infinitos requerimientos inquisitoriales. Aprovechémonos mientras podamos, porque pronto podríamos encontrarnos con una Madame Bovary “corregida”, o con poemas de Catulo plagados de asteriscos. A lo mejor ha llegado el momento, como tuvo que hacer Montag en Fahrenheit 451, de aprenderse de memoria los libros que están en peligro, para podérselos transmitir a las generaciones futuras cuando pase la racha Torquemada. O, ya puestos, de comérnoslos página a página, imitando a san Juan en el Apocalipsis (10, 8-11), y sabiendo que, como aseguró el ángel al evangelista, “el libro te hará amargar tu vientre, pero tu boca será dulce como la miel”. Y gracias, grandísimo Onetti, por dejarme manipular tu título.
2. Lecturas
Sant Jordi, zarandeado de nuevo por el dragón pandémico, está a la vuelta de la esquina. Y se nota. La cantidad de libros que se publican obliga a muchos libreros a practicar el darwinismo libresco en sus mesas de novedades o, según un término terrible puesto en boga durante la covid, a proceder al triaje de los títulos que no prometen mucho en términos de ventas. Se ha leído más durante la pandemia, es cierto. Y se ha seguido comprando libros, aunque Amazon y la piratería no han dejado que las cifras de facturación subieran tanto como merecía el sector. Según el informe semanal de la Cegal —el gremio de libreros—, en sus librerías asociadas (en las que no se incluyen las grandes cadenas) las dos novelas que más se venden son Tomás Nevinson (Marías; Alfaguara, Penguin Random House) e Independencia (Cercas; Tusquets, Planeta); y en no ficción continúa, tras casi 40 semanas en las listas, El infinito en un junco (Irene Vallejo; Siruela). A ellos se les acercan las nuevas entregas de Javier Castillo (El juego del alma; Suma de Letras, Penguin R. H.) y Camilleri (La red de protección; Salamandra, Penguin R. H.). Si juzgamos solo por los superventas, se diría que el mercado libresco tiende a una especie de oligopolio imperfecto en el que dos o tres grandes grupos se llevan la mayor parte de la tarta. En todo caso, parece que el confinamiento no ha sido tan terrible para el sector como se temía. En la Cegal, el relativo alivio se ve empañado por los ajustes y recortes a los que les ha obligado el palo de casi 300.000 euros que les reclama el Servicio Público de Empleo a consecuencia de haber trabajado con la misma empresa de formación que también dejó un agujerito en la Federación de Gremios de Editores, y cuyo propietario ejerció, por cierto, como secretario general de la propia FGE, allá en su prehistoria.
3. Películas
Un estupendo artículo de Santiago Alba Rico (“De la moral terrestre entre las nubes”) en la cada vez más interesante revista digital CTXT me devolvió a la memoria la magnífica frase con que John Ford se presentó a sí mismo en cierta ocasión en la que Cecil B. DeMille ejercía de esforzado macartista: “Me llamo John Ford y hago películas del Oeste”. Desde este sillón no hablo mucho de libros de cine: no abundan. Entre los últimos que me han llegado les recomiendo dos: Berlanga. Vida y cine de un creador irreverente (Tusquets), del conspicuo berlanguiano Miguel Ángel Villena, y las memorias de Julio Diamante Del cine y otros amores (Cátedra), que incluye el cedé con su película La memoria rebelde.
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