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LIBROS

Viaje a la memoria de los europeos

La autobiografía de Obama domina el otoño político-literario. El libro del expresidente americano forma parte de larga una tradición que también tiene grandes cultivadores en el Viejo Continente

Thatcher y Mitterrand, el 14 de julio de 1989, durante la ceremonia de apertura de la cumbre del Grupo de los Siete celebrada en París.
Thatcher y Mitterrand, el 14 de julio de 1989, durante la ceremonia de apertura de la cumbre del Grupo de los Siete celebrada en París.AFP
Xavier Vidal-Folch

La promesa de igualdad de los fundadores de Estados Unidos alcanzó una prueba tardía, la elección de un presidente negro, Barack Obama. Así lo sostenía aquí Lluís Bassets al visitar sus recientes Memorias. De modo parecido, las promesas de unidad europea recorren un largo camino, erizado no solo de diversidades, sino también de auténtica disparidad. Así se revela en el diálogo entre gobernantes europeos, acelerado desde la Segunda Guerra Mundial, detectable asimismo en sus libros de memorias.

La joya de la corona de las miradas europeas al inmediato pasado es la ópera magna de Winston Churchill. La segunda guerra mundial (1948) despliega el consumado autorretato del aristócrata canalla, marginal y reaccionario, convertido en héroe por su genialidad en la dirección de la lucha contra el nazifascismo. Y en militante europeísta en beneficio de todos, salvo de su país. Su penetración psicológica; su preparación militar; su ágil análisis político y geoestratégico; su determinación en el compromiso democrático; la habilidad literaria con que escribe sus propios discursos, arengas, informes bélicos y libros, que le catapultó al Premio Nobel; y su ironía mordaz, todo está en ese libro, paradigma del género porque aúna anécdota y categoría, sentimiento y ensayo, individuos y tendencias, tensiones y estrategia.

De todos los dirigentes coetáneos, solo el que merece su rabia porque encarna lo maligno, y el desprecio de los militares de ambos bandos por sus errores guerreros, tempestivos y megalomaníacos, Adolf Hitler, aparece con perfiles personales borrosos. En cambio, el presidente norteamericano, Franklin Delano Roosevelt, resulta un gigante: humanísimo, como se descubre cuando sir Wintson pasa tres semanas en la Casa Blanca, en 1941, cenan juntos cada noche, Roosevelt prepara unos “cócteles particulares” (¿qué mezclaría?) y él le “empuja la silla” de ruedas.

O el líder soviético Josif Stalin, a quien respeta y con quien mantiene una relación dura, “pero siempre emocionante y a veces genial”, con quien se lo bebe todo y que le hospeda en Moscú en una dacha de “lujo totalitario”, sorprendiéndole porque “el agua caliente y la fría salen del mismo grifo”, esa magia del mono-mando. Y para quien dibuja un cocodrilo (¿despanzurrado?) con ánimo de ilustrarle que hay que atacar “la panza y el morro” de la bestia nazi al mismo tiempo. O su ministro de Exteriores, Viascheslav Molotov: los criados de Chequers “se quedaron perplejos al encontrar pistolas bajo la almohada”. El que más le incomoda es paradójicamente su protegido, el general francés resistente, Charles De Gaulle, por su “arrogancia”, porque es “altivo”, a veces gélido, y porque sin tener nada, le amenaza con romper lo único de que dispone: su conexión mutua, la protección británica: “Los alemanes habían conquistado su país, no tenía un solo punto de apoyo, pero le era igual: lo desafiaba todo”.

Memorias de Winston Churchill.

Churchill, pintor mediocre pero cotizado, solo acaba un cuadro durante el conflicto, pero pinta bien su estrategia, síntesis de lo político y lo militar. Logra convencer a Roosevelt de que orille la indignación por Pearl Harbour y se concentre en el escenario europeo, un indicio proto-eurocéntrico que conviene a su país. Le perora que “la derrota de Japón solo significa la derrota de Japón mientras que la de Hitler” desarticulará al imperio oriental: “la guerra es una sola”, deletrea el orondo fabricante de las frases que todo el mundo acabará copiando. Pronto un memorándum de la Casa Blanca corrobora que vencer a Berlín implica la derrota japonesa “probablemente sin disparar un tiro ni perder una sola vida”. La vocación atlántica prima así sobre la pacífica, aunque algún tiro… atómico, sí se acabará disparando.

El líder británico también alecciona sobre el poder. “Es imposible que los generales tomen riesgos si no perciben que en tiempos de guerra tienen detrás un Gobierno fuerte… si se quiere hacer un servicio, debe ofrecerse lealtad”, desgrana. O sobre la información como arma: en el “Pacífico quedó clara la importancia del secreto y de la fuga de información en la guerra”; en ella, “la verdad es tan valiosa, que siempre debe ir escoltada por mentiras”, ironiza.

En términos de europeidad, adelanta posiciones que cristalizarán en la posguerra. “Europa, el continente que ha dado a luz las naciones modernas y la civilización”; “confío en que la familia europea actúe con unidad: me gustaría ver unos Estados Unidos de Europa en los que se minimizasen las barreras entre naciones y se pudiese viajar sin obstáculos”; “confío en ver la economía europea estudiada como un todo, Europa es nuestra preocupación principal”, escribe. Y el primer paso ha de ser una asociación entre Francia y Alemania” pues “no puede haber una recuperación de Europa sin una Francia y una Alemania espiritualmente grandes”. Asimismo, profetiza y bautiza el futuro del Este: “Se ha corrido un telón de acero sobre el frente ruso. No sabemos qué es lo que pasa, ahí detrás”, se inquieta.

Más solemne, ampuloso y prolijo, su aliado De Gaulle pergeña también unas Memorias de guerra (1954/1958) brillantes, sobre una óptica patriótica reivindicativa de la grandeza (grandeur) de su país –sin la cual “Francia no puede ser”—y en torno a dos ejes narrativos: la heroica lucha contra el invasor nazi, partiendo de la nada; y el titánico pulso con sus aliados para hacerse un hueco a su lado en busca del laurel.

Su punto de despegue es dramático: su país se ha rendido tras combates precarios, “desmoralizado en todos los partidos, en la prensa, en la Administración”. Y al pedir un refugio y una radio en Londres, conoce su irrelevancia: “Yo no era nadie, a mi lado, ni una sombra de fuerza, ni una organización”. Por eso su llamamiento a resistir del 18 de junio de 1940 convoca no al Hexágono sino a sus colonias: “el Imperio está ahí ofreciendo sus recursos”, escribe, “la flota está ahí, el pueblo está ahí, el mundo está ahí”.

De Gaulle no se recrea retratando a sus interlocutores; es conmiserativo con el mariscal Pétain que ahora colabora con Berlín (su “vejez” iba a “identificarse con el naufragio de Francia”). Y admirativo hacia Stalin: “aparentaba ser un rústico” pero que “estaba poseído por la voluntad de ser potencia” y en su primer ágape “se levantó 30 veces para brindar por la salud de los presentes”. Pero en cambio, entabla con Churchill una relación cercana a la dialéctica del amor y el odio. Al conocerlo, aprecia en él “su gran cultura”, su “conocimiento de temas, países y personas y “su pasión por los problemas específicos de la guerra”. Aunque le cree “sin escrúpulos”, le parece “el campeón de una gran empresa y el artista de una gran historia”.

Luego se pelean ¡tantas veces! El primer ministro le atribuye, entre distintas “crisis de cólera”, una “actitud de anglofobia”; el militar le imputa hacer de sus “desacuerdos un asunto personal”. El difícil trato es más que una metáfora: es trasunto, consecuencia y símbolo de las distintas visiones que el francés y los anglosajones sostienen sobre la conflagración, y sobre el futuro de Europa. Sobre la guerra, aquél denigra la cesión del mando político a Roosevelt de un Churchill que se erige en su “lugarteniente”, lo que Francia no puede compensar desempeñando “el rol tradicional de jefe de filas del viejo continente”; aún así, apoya a su anfitrión para “establecer un teatro de operaciones saharianas” desde el cual saltar Mediterráneo arriba para la reconquista.

Y al cabo se ve obligado a justificar por qué no desempeña “otro papel que el francés, pues los demás”, acusa algo injustamente, “solo desempeñan los suyos”. Por esa desconfianza, cada operación, cada toma de una plaza, alumbra litigios, aunque el máximo jefe aliado Ike Eisenhower le capea con frecuentes concesiones simbólicas, siempre tan valiosas en la cosmovisión francesa. La reitera: “Nuestros aliados están de acuerdo para separarnos, tanto como puedan, de las decisiones sobre Italia”. De ello extrae que Rusia aporta, respecto a los anglosajones, “un elemento de equilibrio el que yo preveía servirme”. Late aquí su ardua subida al podio de los vencedores.

Memorias de Charles De Gaulle.

Y qué diseño se aplicará a Europa, sobre el que anuncia “malos augurios”. “¿Qué sería de Europa tras la derrota de Alemania y que suerte correrá ésta? Era el problema principal que los acontecimientos iban a plantear”, adelanta, “y del que, créanme, yo me ocupaba antes que nada”. Y es que frente a la subyacente filosofía federal de los EEUU y la apuesta churchilliana por unos Estados Unidos de Europa, De Gaulle preconiza una mera y vaga “asociación entre eslavos, germanos, galos y latinos”, una suerte de laxa confederación “de sus pueblos, de Islandia a Estambul y de Gibraltar a los Urales” necesitada de una hegemonía. Esa Europa francesa en la que sueña.

La otra tanda de recuerdos del general (Memorias de esperanza, 1958/1970), abarca su segundo mandato, desde 1958, recién creadas las Comunidades Europeas. Es menos amena, más profesoral. Y entra de lleno en el proyecto, ya iniciado por otros, de la nueva Europa, al que dedica un breve y agrio capitulito, para renegar del Tratado de Roma porque su “espíritu y términos no responden a lo que necesita nuestro país”; son “incompatibles con sus proyectos” nacionalistas, y proteccionistas en agricultura (los que al final logra imponer en 1962); y contradicen su visión de que “para alcanzar la unión de Europa, los únicos elementos válidos son los Estados”, los “pilares sobre los que se puede construir”. Así que si no obtiene correcciones satisfactorias, amenaza literalmente con “liquidar el Mercado común”… a la par que critica a los británicos, ora por atacar hoy a la Comunidad desde fuera con la EFTA, ora por pretender “paralizarla desde dentro”.

De Gaulle llevará el invento a la parálisis de las “sillas vacías” de 1965. Pero acabará perdiendo la partida frente a esos “federadores” de quienes se mofa, en primer lugar su antiguo colaborador y eficaz puente para obtener suministros bélicos de Churchill y Rossevelt, Jean Monnet, el verdadero padre intelectual de la actual Unión.

En su duelo escrito con las Memorias de éste (1976), el general pierde estrepitosamente –como le ocurrirá en la práctica con sus propios sucesores europeístas Valéry Giscard d’Estaing y François Mitterrand— igual que el pasado (patriótico) cede turno al futuro (supranacional y federal). Monnet ajusta cuentas con estilete, pues el razonamiento gaullista redunda en que “no se puede hacer nada europeo mientras Europa no tenga realidad política, pero al mismo tiempo” opina “que la única realidad política era la nación”, lo que conduce a un concepto de Europa como “confederación” de “límites y zonas imprecisos”: la única voluntad del general-presidente es así incluir a una “Alemania atada con Francia por un acuerdo” que asegure a esta una “posición preeminente”.

Ese veneno aparte, sus encuentros con los personajes que va tratando, como el excanciller Brüning (“Los Aliados tienen que entrar en Alemania, porque si no, tarde o temprano habrá guerra, si ustedes no reaccionan, Hitler se creerá invencible y el ejército alemán se convencerá de que siempre tiene razón”, le advierte en 1936); Roosevelt (entrañable y comprometido: “las fronteras de Estados Unidos están en el Rin”); o Churchill: “lo único que le interesaba era el poder”) son vivaces. Lo esencial, sin embargo, del libro memorialístico de Monnet estriba en que es a Europa lo que los papeles de El Federalista a EEUU: cimiento intelectual.

Los héroes de su relato no son ni los gobernantes ni las políticas, sino los recovecos del método (funcionalista) aprendido desde los fracasos de la Sociedad de Naciones, y que aplicará en tanto que Autoridad de la CECA. A saber, la típica “coordinación” no desemboca en “decisión”; los “recursos” deben ponerse en común para que “cada aliado ya no pueda disponer” de ellos “sin acuerdo del otro”; los hombres solo “aceptan el cambio por necesidad” y no la perciben “sino en la crisis”; “hay que buscar la fusión de intereses” en la que el “objetivo no es negociar ventajas, sino buscar nuestra ventaja en la ventaja común”.

Memorias de Helmut Schmidt.

De la generación fundadora, tras los de Monnet, los recuerdos más agudos son seguramente los del belga Paul-Henri Spaak (Combates sin acabar, 1963), primer ministro y ministro de Exteriores belga, exiliado en Londres durante la guerra y personaje clave en todas las movidas posteriores. Presidió la Asamblea de Naciones Unidas, fue secretario general de la OTAN y encabezó las negociaciones del Tratado de Roma que originaría en 1957 la Comunidad Económica Europea.

Su relato de las bambalinas de esas negociaciones en las que “en varias ocasiones estuvimos al borde del fracaso” es vívido y útil; sus referencias a problemas que parecían dramáticos, como los derechos de aduana aplicables a los plátanos, irónicas. Su foco en el gran nudo, el denso catálogo de condiciones nacionalistas de Francia vehiculadas por Maurice Faure -resueltas al fin por la calma, comprensión, radiografía de cada una y flexibilidad a cargo de sus cinco colegas-, preciso. Su lección de negociador, aprendida en su roce con los británicos, se concentra en que “donde hay una voluntad política, no hay dificultades técnicas insuperables; pero en donde no hay voluntad política, cada dificultad técnica se convierte en un pretexto para hacer fracasar una negociación”.

Su conclusión sobre la arquitectura diseñada, aún viva, consiste en que si “la regla de la unanimidad es la plaga de las organizaciones actuales, la causa de su ineficacia”, la Europa naciente la superaba al disponer el voto por mayoría en muchas cuestiones, lo que se ha ido ampliando; combinada con su reconocimiento de que “aceptar que el voto de los países más pequeños pesa lo mismo que el de los más grandes es burlarse de la realidad”, algo significativo puesto en boca de uno de los pequeños por antonomasia. “El único medio de hacer renunciar” a los grandes “al privilegio que constituye el derecho de veto” era “un sistema que diera a su voto una importancia a la medida de su poder”.

De la segunda generación de políticos europeos de la postguerra destacan los textos del alemán Helmut Schmidt y del francés Valéry Giscard d’Estaing. Al ministro de Finanzas y canciller que fue Helmut Schmidt le interesa más la doctrina que los actores. Puede ser enérgico al defender que a Europa -y al Japón- ”mucho más entrelazados en la economía mundial” que las grandes potencias, “están interesados de forma vital” en su “buen funcionamiento”, así que sus Estados “deben aunar sus intereses comunes a fin de formar juntos un sujeto de la política mundial”. Y demoledor con la pretensión de la reaganiana curva de Laffer según la que bajar impuestos genera más recaudación, porque la experiencia demuestra que econvierte a EEUU en “el mayor deudor internacional del mundo” y al dólar en “una veleta” (Hombres y poder, 1989 ): sus turbulencias acabarían siendo la causa última de que se forjase la moneda única.

“En realidad, usted y yo somos los únicos comprometidos en dicho proyecto”, le espeta sobre uno de los pasos previos del euro Giscard, en una de sus frecuentes reuniones a solas. Su relato brioso pero no muy profundo (El poder y la vida, 1988) prodiga anécdotas sobre su colega alemán (de ministerio y de presidencia), una pareja que relanzó la Comunidad desde los años setenta. Como cuando Schmidt se desvanece en el Elíseo y él debe ocultarlo en su sofá, o cuando le confiesa secretamente que su padre era judío, y por tanto, bajo Hitler él también era considerado como tal, ese peso humanizador de la historia.

Memorias de Margaret Thatcher.

Entre los de la tercera hornada, Margaret Thatcher escribe ágilmente y más incisivamente que sus colegas de generación, aunque con menos estilo que François Mitterrand (Memorias interrumpidas; De Alemania, de Francia, 1996) y menos empaque que Helmut Kohl. Dado que siempre aireó sus bien conocidas posiciones euroescépticas, el principal interés de su legado escrito (Los años de Downing Street, 1993) es la aspereza privada con que trata a los europeístas, su perspectiva más auténtica ante la soledad de la cuartilla. Ajusta cuentas con sus ministros de Economía, Nigel Lawson, y de Exteriores, Geoffrey Howe, partidarios de entrar en el Sistema Monetario Europeo en 1989: “me tendieron una emboscada”, se dedican a “meter cizaña”, a “causarme problemas a cualquier precio”, se venga. O con sus colegas continentales al negociar el Acta Única de 1985-86, cuando prefiere “no despertar a los perros”, que luego “se despertaron y empezaron a ladrar” porque quieren mencionar en ese tratado la unión monetaria.

Otra vez un político supranacional, su gran rival Jacques Delors –compiten, se respetan- obtiene el estrellato, no tanto de la popularidad, como de un proyecto duradero. Su primer libro de Memorias (2004), aunque elaborado en forma de diálogo (con el escritor Jean-Louis Armand), está estructurado, contiene un fajo de anécdotas significativas y explica y entra en todos los debates que protagoniza, en su condición factual de refundador de la Europa comunitaria: el Acta única que pavimenta el mercado interior; la transformación del presupuesto anual a la condición de paquete presupuestario septenal; la duplicación de los fondos estructurales; la ampliación mediterránea, la creación del euro, la unificación alemana… Lo que completa, en el también memorialístico, pero más ensayístico La unidad de un hombre (1994) siempre en versión diálogo, más denso que personalizado,

Así, sabemos por su testimonio que le apadrina al cargo el canciller Helmut Kohl: “es turno de Alemania, pero puede haber un interés político de que presida la Comisión un francés, en cuyo caso solo aceptaré a quien lleva JD por iniciales”, le adelanta. Y que le propone para encabezar la comisión que debía redactar el decisivo Informe sobre la unión monetaria: “eres tú quien debe presidirla”, Que Thatcher estudiaba y “conocía bien los dosieres”. Que los dirigentes se desnudan a veces obscenamente en privado, como John Major, quien combate la incorporación de un Protocolo Social al Tratado de Maastricht porque considera ya equiparable la legislación británica a la continental (como hoy Boris Johnson), pero sobre todo porque “no puedo firmarlo” ya que “tendría que afrontar una rebelión”.

Sabemos también el detalle con que reconstruye la locomotora francoalemana, que él mismo simboliza. “Ich habe keine angst” (no tengo ningún miedo), responde en alemán al periodista que le inquiere si teme que la unificación de Alemania perjudique la construcción europea. Y cuánto esta debe a la fragua de la confianza personal: “¨Kohl supo” hacer concesiones, “sobre todo en materia presupuestaria, lo que se tradujo en un aumento de la contribución alemana” a la UE. Y es que “para que Europa progrese, un jefe de Gobierno debe aprestarse a concesiones con frecuencia difíciles de explicar a sus conciudadanos”. Porque al cabo la Comunidad es “el centro de gravedad de la historia de Europa”.

Él la empuja, desde la convicción de que “no tiene otra opción que entre el declive y la supervivencia”. Con la receta mágica de los equilibrios. Mediante la ampliación al Sur, que provoca “paroxismo” en su Francia a causa de la competencia agrícola, pesquera y salarial. Entre Estado (regulación) y mercado en relación a los ultraliberales, de modo que proclama como su Tratado “favorito”, no al de Maastricht que consagra el camino al euro, sino al Acta Única que amplía el mercado común a “mercado interior”, sin fronteras internas. Busca compensarlo y completarlo con las dimensiones social y medioambiental. Todo, bajo un lema de síntesis: “la competencia que estimula, la cooperación que refuerza, la solidaridad que une”. Ese colofón.

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