La veterana activista LGTBQIA+ que desafía la estadística y sueña con llegar a centenaria
La brasileña Keila Simpson preside Antra, la asociación que elabora el informe anual sobre el asesinato de transexuales y travestis en el país más letal para este colectivo
El sueño de salir de su pueblito a ver mundo lo ha cumplido tanto dentro como fuera de su Brasil natal. Ahora le queda pendiente llegar a centenaria. Sería toda una hazaña vista la esperanza de vida de las transexuales brasileñas, una cifra que da miedo: solo 35 años. Pero, a las puertas de cumplir los 58 y en vista de que su madre es nonagenaria, es optimista. “Quiero experimentar algunas de estas cosas que ayudé a construir en Brasil, porque antes no teníamos ¡ni derecho a tener un nombre social!”, recuerda Keila Simpson (Pedreiras, Maranhão) durante una entrevista en un pórtico a la sombra que protege del calor veraniego de Salvador de Bahía. Ese nombre, Keila, la define desde que entró en la adolescencia, desde que empezó a soltarse los botones de la camisa, a anudársela sobre el pecho aún plano y a remangarse los shorts para reducirlos al mínimo. Desde hace décadas es activista LGTBQIA+ (lesbianas, gays, transexuales, queer, intergénero, ágenero, etcétera).
Simpson preside Antra (Associação Nacional de Travestis e Transsexuais do Brasil), una organización reconocida en su país y el extranjero porque desde 2017 elabora el informe anual sobre la violencia “contra travestis, mujeres transexuales, hombres trans, personas transmasculinas y no binarias”. Un detallado estudio plagado de cifras también terribles. La última edición, presentada a finales de enero, cifra en 145 las víctimas de 2023, lo que supone un aumento del 10% aunque los asesinatos en general disminuyeron. La víctima más joven tenía solo 13 años. Nueve de ellas se identificaban con el género masculino.
En los siete años transcurridos desde que empezaron a recopilar la información, han contabilizado 1.057 asesinatos. Es decir, 151 al año, 13 al mes. O casi una muerte violenta cada dos días. Por decimoquinto año consecutivo, Brasil es el país con más asesinatos en este colectivo y a enorme distancia de los siguientes, México y EEUU, según Trans Murder Monitoring. Simpson insiste en el falso moralismo que subyace en su patria, que mata más personas trans que nadie mientras lidera las búsquedas sobre ellas en Internet. La lógica viene a ser, explica, “quiero una travesti, pero solo para mi placer sexual. Quiero que sea un ser inanimado, que me dé placer y descartarlo”.
El perfil de las asesinadas (porque una de cada 15 se identificaba con el género femenino) es nítido: tenían 19- 29 años, eran trabajadoras sexuales y fueron asesinadas en lugares públicos por desconocidos. Casi siempre con enorme crueldad. Este meticuloso recuento se basa en informaciones periodísticas, de Internet y en la extensa red de colaboradores de Antra.
Entre las conquistas recientes del colectivo, los dos escaños conquistados por sendas mujeres trans en la Cámara de Diputados federal y otros dos logrados en los Parlamentos estatales en Río y en Sergipe.
“Soy una travesti. Mi género es femenino porque reivindico una identidad femenina. Pero no quiero ser mujer, ni mujer trans, ni mujer travesti. Soy travesti”, recalca Simpson, que también se describe como prostituta, la actividad con la que se ganó la vida durante décadas. Destaca que en su caso siempre fue una elección libre, sin proxeneta, pero admite el elevado porcentaje de trabajadoras sexuales que son víctimas de explotación y de trata.
Para alguien como la presidenta de Antra cumplir años es una proeza. “No conozco una travesti centenaria, de 80 años. Hay una que está llegando a los 70″, dice. Y es que, a diferencia de la mayoría de las víctimas que engrosan la estadística de Antra, Simpson nunca fue expulsada de casa por su familia, que siempre la arropó. Aunque a los 13 años abandonó Pedreiras en busca de nuevos horizontes, mantuvo el contacto con sus padres, sus abuelos y con sus seis hermanos. Hasta hoy. Siempre tuvo un refugio al que regresar, donde sería recibida con cariño aunque su padre bebía y en ocasiones era violento.
Creció feliz junto a ellos en el interior de Maranhão. Eran muy pobres. “Y seguimos siéndolo”, apunta. Bañarse en el río, subirse a los árboles, era la gran diversión infantil. El cine del pueblo solo ponía películas para adultos.
Trece años tenía cuando empezó a feminizar su atuendo. Comenzaba la transición, un proceso paulatino de años. “Retocábamos la ropa con los meninos en la calle, era medio en broma, pero también una reacción a la condición predeterminada por la sociedad. Tenías un pequeño pito, eras chico y tenías que vestir de determinada manera”. Ella eligió llamarse Keila. Sus amigas, Gardenia, Mayra…
La activista LGTBQIA+ elige dos escenas, con su madre como protagonista, que ilustran la actitud de los suyos desde aquellas primeras señales. “Estaba en el mercado con mi madre cuando un feriante saca unas braguitas y me las coloca sobre el bajo vientre. Quería ridiculizarme o quizá pretendía contarle a mi madre algo que ella no supiera… Me quedé de piedra, avergonzada. Pero mire la reacción de mi madre. “Debería darle vergüenza, señor Dorival. ¡Si él necesita braguitas, ya se las compraré yo!”. Cuando termina de relatar la anécdota, Simpson subraya la delicadeza y los varios matices de la respuesta con la que doña Rosa la protegió.
La segunda escena ocurre una década después de irse de casa en un intenso periplo que la llevó, junto a su amiga Bruna, a ganarse la vida como empleada doméstica y, después, prostituta en dos capitales de la región, Teresina (Piauí) y Recife (Pernambuco). Estaba nerviosa, expectante. El primer encuentro de Keila con su madre. “No sabía cuál sería su reacción. Si me llamaba Carlos no me iba a importar”, apunta ahora. “Pero mi madre viene, me abraza y dice: ‘¿Cómo estas, hija mía? Con ese gesto ya fui totalmente libre”.
Simpson llegó a Salvador de Bahía cuando la dictadura tocaba a su fin, a mediados de los ochenta. Recuerda aquella época con nostalgia porque los que vivían en los márgenes de la sociedad, en esta ciudad portuaria, convivían en una cierta armonía. Trabajaban de noche en la calle sin miedo a un tiro o una bala perdida. “El máximo de violencia era la policía, que te llevaba a la comisaría y solo te dejaba salir cuando te ponías las ropas masculinas que alguien te llevaba”.
Eran los tiempos de la epidemia de sida, aquella enfermedad desconocida que fue tratada como la peste y disparó la discriminación de los homosexuales en todo el mundo. “Nos apedreaban, amenazaban con dispararnos, nos apaleaban con bates de beisbol, gritándonos que estábamos contagiando el sida a los padres de familia”. Y ahí, en una época en que vivía en un caserón con 15-20 prostitutas travestis repartidas en varios apartamentos, empezó su carrera como activista, repartiendo preservativos gratuitos por encargo de Grupo Gay de Bahia, el pionero. Durante 42 años elaboró el único informe anual sobre los asesinatos de personas LGTB en Brasil.
“Y ahí veo que en las reuniones hay gays, una o dos lesbianas pero no hay travestis”, explica Simpson. En 1995 crea la primera asociación de este colectivo. “En realidad ya entonces ser travesti era un insulto para la sociedad. Creo que entonces tanto los hombres como las mujeres trans, y esas otras identidades que siempre han existido quizá todavía no tenían la fuerza y el poder para reclamar visibilidad”.
Cuenta que, si alguien se refiere a ella como hombre o por lo que los transexuales llaman el nombre muerto (el de nacimiento), de manera tan educada como firme le instará a referirse a ella en femenino. Pero no siempre fue así, explica. “Ese debate sólo cobra más fuerza cuando en Argentina comienzan a debatir que los travestis se identifican con el género femenino”.
Y de ese punto deriva un asunto que tiene a Simpson y a Antra presas de la indignación. Que el actual Gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva, al que consideran amigo de la comunidad LGTBQIA+ , haya mantenido el proyecto de carné de identidad como lo alumbró el equipo de Jair Bolsonaro —él, sí, enemigo declarado— les parece intolerable. “Nos habían prometido que el nuevo carné no vendría con sexo ni con esa cuestión de nombre de registro y nombre social que plantó Bolsonaro. ¡Es un retroceso!”, explica encendida. Un grupo de trabajo había recomendado que, como ahora, no conste el sexo biológico y que, en el caso de las personas trans, solo incluyera el nombre social. El año pasado unos 3.900 brasileños LGTBQIA+ ase cambiaron oficialmente el nombre ante notario.
Simpson, que es viajera y vivió unos años en Italia, tuvo una desagradable experiencia hace un par de años en México. Iba camino al Foro Social Mundial, en el que iba a participar, pero en el aeropuerto su pasaporte con el nombre biológico llamó la atención y fue deportada pese a toda documentación con la que intentó demostrar su identidad. Calificó la expulsión como una medida transfóbica.
Ahora están expectantes ante el nuevo programa gubernamental de atención especializada en salud para las personas trans. Unas decenas de brasileños se someten cada año a tratamientos e intervenciones para lo que oficialmente se denomina “reasignación sexual”. El año pasado el sistema público de salud realizó 65 cirugías, según el ministerio de Sanidad, que no tiene el dato segregado por sexo. Pero algunos estudios estiman que la gran mayoría son de hombre a mujer. Desde la primeras diez operaciones en 2008 hasta 2023, suman 687 intervenciones.
“Nuestra venganza es envejecer” es una de las máximas de Simpson. En ello está, con la vista puesta en 2066 y en su cien cumpleaños.
Siga toda la información de El PAÍS América en Facebook y X, o en nuestra newsletter semanal.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.