La gratuidad del canto
Lo que sucede tras leer ‘La ligereza’, de Juan Cárdenas, es asumir que una de las señas de identidad del arte mayor es, precisamente, su condición de ligereza, su estar a punto de despegarse del suelo
A veces, cuando uno termina la lectura de un texto que lo ha impactado de algún modo, justo antes de soltar el ejemplar, cierra los párpados un instante.
Da igual si ese instante dura uno o dos segundos, si uno aprieta fuerte la quijada o la deja suelta, si frunce el gesto o sonríe: lo que está pasando es que, aquello que apenas se ha leído, busca dentro de nosotros su rincón, ahí en donde están los suyos, esos otros textos que, a su modo, también volvieron habitable lo que era espacio virgen.
Pero decir espacio virgen quizá sea un error, porque lo que sucede cuando uno cierra los ojos tras terminar un libro como La ligereza, de Juan Cárdenas, es que lo que acabamos de atestiguar se dispone a convertir en territorio habitable aquello que, hasta entonces, más que un espacio virgen, había sido un mero paisaje: una visión, apenas, impenetrable, por falta de perspectiva; una imagen, acaso, inhabitable, por falta de puntos de vista. Es algo que tienen los libros estupendos, sin importar que sean ensayos disfrazados de relatos o relatos disfrazados de ensayos: nos añaden dimensiones.
De los territorios interiores a los exteriores
“No se trataba tanto de una cuestión de paisaje como de territorio, que es una cosa bien distinta. El paisaje es una invención romántica y, por tanto, una fantasía bucólica que sublima y disfraza un proyecto de dominación. El territorio, por su parte, es una sedimentación de experiencias y saberes dentro de una geografía concreta. El territorio es una creación colectiva; el paisaje es el resultado de una perspectiva individual, incluso en términos puramente técnicos y pictóricos, el paisaje es un único punto de vista. El territorio, en cambio, sólo sucede gracias a la simultaneidad de muchas perspectivas”, escribe Cárdenas en Parábola del no retorno, el texto con el que cierra La ligereza, libro que, antes de llegar ahí, es decir, antes de que su autor termine de desmenuzar hasta más no poder esa idea —la idea de que la ligereza es, de hecho, la marca del arte valioso—, convierte en espacios que se pueden transitar varias otras imágenes hasta entonces bidimensionales.
“Siguiendo el camino abierto por los zorros, la literatura de nuestro tiempo, una literatura con fe, como la que deseaba Arguedas, propondría entonces conjeturas acerca de las formas de vida que se están gestando aquí, ahora, en medio de la crisis civilizatoria, pero no ya a la manera de mero diagnóstico lúcido y desencantado, sino como afirmación de lo posible. Una literatura de lo casi inconcluso en la que las imágenes ligeras de una vida placentera comienzan a asomar allí mismo, en medio de los escombros y los trozos de las estatuas de los antiguos dioses muertos”, asevera Cárdenas, por poner otro ejemplo, cuando termina de dar profundidad, de la mano del escritor de El zorro de arriba y el zorro de abajo o Los ríos profundos, ese otro territorio que se conforma tras la lectura de Alrededor de una crisis de fe, en el que se le niega el triunfo, precisamente, a esa literatura de la amargura cuyos defectos estéticos y políticos la confinan a un paisaje dominado por el cinismo y el desencanto.
Del mismo modo que, antes, en Dos jergas de la autenticidad, cuando termina de desmontar el marco de ese otro paisaje que nos mostraba, como rival de las modas, a la añoranza, es decir, a la nostalgia por un pasado mejor —cuando lo que se debe, en realidad, es buscar hacer deseables otras formas de futuro—, para, asediándolo con otros puntos de vista —una defensa de lo barroco, por ejemplo, ante aquellos que lo ven como un mero pastiche que funde lo peor del populacho—, permitirle ser otro espacio habitable, Cárdenas asevera: “Lo abigarrado no es lo multicultural ni la papilla mental de la diversidad que nos embuten hoy de tantas maneras. Lo abigarrado es adentrarse en una zona de conflicto donde nada está resuelto, donde la mezcla nunca se estabiliza en una armonía tranquilizadora. En lo abigarrado la biología tampoco se confunde con una idea profiláctica de la salud. La biología de lo abigarrado es proliferación, derroche, el gasto hipertélico del barroco”.
Escribir la ligereza con ligereza
Volvamos a ese instante del que hablé al comienzo de esta entrega. O, mejor, al instante posterior a ese instante, es decir, al momento en que se abren los párpados y todo eso que pasó en uno o dos o tres segundos ya es parte de nosotros, ya conforma nuestros territorios interiores: resulta que, en ese otro instante, uno se descubre mas ligero, como si alguna parte de nosotros hubiera alzado un vuelo momentáneo. Y eso que, dentro, hay algo nuevo, un nuevo peso, quiero decir, que, sin embargo, trata de elevarnos: esto también sucede con ciertos libros: al aumentar nuestra masa, deforman el espacio y la gravedad, aunque sigue empujándonos, también intenta lanzarnos.
Lo que sucede tras leer La ligereza, sobre todo, el primer texto del libro, que lleva ese mismo nombre, es, entonces, lo mismo que el texto propone —casi imposible imaginar una mejor y más feliz coincidencia—: asumir, como ya dije acá, que una de las señas de identidad del arte mayor es, precisamente, su condición de ligereza, su estar a punto de despegarse del suelo, su estar a punto de transformarlo todo en un mero parpadeo, a punto de liberar un primer eco, de reventar, como piñata, dejando caer a puños el placer.
“Para los ingenieros sociales sólo hay algo más peligroso que perder el control de la dupla estímulo-respuesta y es la gratuidad de lo leve, el hueco alrededor del cual gira el remolino de la poesía. El placer por el placer, el placer enroscándose sobre sí mismo, buscando su propio agujero para entrar saliendo. Lo que hizo evolucionar a las aves no fue la lucha por la supervivencia, fue la urgencia del canto, su gratuidad”, escribe Cárdenas.
Coordenadas
La ligereza se encuentra en edición de Periférica.
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