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En colaboración conCAF
Cambio climático
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Ser selva, la verdadera salida ante la crisis climática

Andrea Bizberg, experta en cambio climático, reflexiona sobre cómo el lenguaje de las negociaciones se queda corto ante la debacle ambiental. “Las cumbres han demostrado sus limitaciones porque la lógica de mercado sigue siendo la misma, el modelo capitalista no se toca”

Un pequeño río serpentea por la selva amazónica en Brasi.
Un pequeño río serpentea por la selva amazónica en Brasi.picture alliance (Getty Images)

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La mariposa vuela por entre los escasos árboles. De pronto se congela, revolotea y se posa cuidadosamente en una rama baja. Ha detectado una flor, se acerca temerosa y, con cautela, se nutre de ella. La mariposa es café, en un pasado casi presente han quedado atrapados sus colores deslumbrantes.

Esta mariposa, la que miro, parece ser el fantasma de las mariposas amarillas que Eliane Brum describe en su espectacular libro La Amazonia, viaje al centro del mundo, en el que la autora recuerda una de sus primeras incursiones a la Tierra Media en el estado de Pará, en la Amazonia profunda, años antes de que se convierta en la Reserva Extractiva del río Irirí. Describe la selva transformada como una nube de mariposas amarillas.

Pero las mariposas que yo veo son cafés, grises, como lo que las rodea: naturaleza muerta. Las hojas verdes están negras por los incendios y las mariposas toman prestado los colores de las cenizas que flotan en el aire. La deforestación las ha obligado a ser más discretas para pasar desapercibidas ante sus numerosos depredadores. Lejos ha quedado la explosión de colores.

Y es que la diversidad surge de la interacción con un ambiente rico. Cuando el entorno se empobrece, las mariposas pierden sus colores para adoptar aquellos de las ruinas vegetales. El futuro se vuelve blanco, café, gris. El futuro se apetece decolorado. De un gris triste, un gris sucio. Es el futuro al que nos llevan esas ciudades que siguen siendo un modelo a seguir, hubs de poder, riqueza y desarrollo. Es la megalomanía de la centralidad de las ciudades.

De esa centralidad Brum también habla mucho. Los centros del mundo están en la naturaleza, no en el mercado, afirma. También cuestiona quiénes están al centro de esos centros y quiénes deciden qué y quiénes son la periferia. El título de su libro ya lo anuncia, tajante: la Amazonia es el centro del mundo.

Podría decir mucho de ese libro maravilloso, pero quiero abordar un concepto en particular. Brum habla de ser selva. Y no de manera teórica y racional, sino literalmente. Con el cuerpo. La primera vez que lo leí, lo recibí con escepticismo. Fui educada en el lenguaje de las cumbres climáticas, escudada tras el vocabulario de las elites ambientalistas y de las organizaciones internacionales. En esos mundos, la diplomacia política y los códigos son requisitos para ser escuchada y lograr consenso. Eso conlleva una rigidez de pensamiento y una aridez en las palabras que se vacían de emociones para no quitarle seriedad a los discursos: se rehúye de los sentimentalismos, se esconde la vulnerabilidad por miedo a caer en pensamientos mágicos. Porque esa seriedad es poder, esas credenciales dan la falsa idea de que cierta identidad dominante puede explicar el mundo y que solo hay una manera de estar y habitarlo. Es un mundo de exclusiones con, hay que decirlo, cada vez más excepciones, aunque en ocasiones sigamos viéndonos a los ojos, los unos a los otros como espejos.

Mariposa
Una mariposa en una reserva en la Amazonía.Wild Horizon (Getty)

Es hasta ahora que las palabras de Brum me empiezan a resonar. Ella habla sobre la incapacidad del lenguaje, de cómo hablamos un mismo idioma sin entendernos, porque la selva no significa lo mismo para todos. Brum explica que “para los pueblos originarios no existe la naturaleza y los humanos, una cosa y la otra. Solo hay naturaleza. Los indígenas no están en la selva, son la selva”.

Pienso en los modelos de conservación que se discutían hace tan solo unos años, esas áreas naturales protegidas como espacios prístinos, selvas vírgenes de los cuales había que expulsar a sus habitantes. La realidad es que un gran número de selvas tienen un pasado humano. “La Amazonia ha estado ocupada más de diez mil años, en algunos casos por poblaciones de miles de personas”, también es una reflexión del arqueólogo Eduardo Neves. Estos pueblos indígenas plantaron parte de las selvas y las influenciaron. Hoy en día no se puede pensar en conservación sin incluir a estas poblaciones y se reconoce (en parte, al menos) que juegan un papel crucial en la protección de estos territorios. Las cifras son brutales: las tasas de deforestación son de dos a tres veces menores en territorios indígenas comparado con otras regiones. Brum es categórica: no se pueden proteger los bosques si no se protege a los pueblos selva. La noticia de que la cumbre climática de 2025, la COP30, tendrá lugar en Belém de Pará, en Brasil, y la apuesta por tener mayor presencia indígena, es poderosa. Por primera vez, una ciudad amazónica estará en el centro.

Ser selva, dice Brum. Y al principio yo me resisto.

Desfilan las cumbres y las emisiones de gases de efecto invernadero que no paran de aumentar y que lo hacen, además, cada vez más rápido. Aparece la lista de los recientes países anfitriones de dichas cumbres que destacan por su flagrante incumplimiento a los compromisos climáticos y que vienen acompañados de un tufo de promesas de aumentar la producción de petróleo y gas.

La realidad es que estas cumbres han demostrado sus limitaciones para atender la crisis climática porque la lógica de mercado sigue siendo la misma y el modelo capitalista no se toca. Y porque, además de la crisis climática, también atravesamos una terrible crisis de imaginación.

Ser selva, repite Brum, y entonces empiezo a entender. Habla de ecocidio y genocidio porque no solo hay derechos para los humanos. Si hay personas-selva, entonces los atentados a la selva son ataques directos a personas que terminan en ruinas; que al dejar de ser selvas se transforman en pobres y que terminan por no ser nada, arrasados por una aterradora cascada de suicidios.

Y entonces pienso en la radicalidad del lenguaje, en la capacidad de imaginar otros futuros posibles donde quepan más personas que no sean reflejo de uno mismo. Poco a poco, ser selva empieza a representar eso para mí: un bastión de resistencia donde no se trata de excluir, sino de juntar y de debatir en la horizontalidad. De ser capaz de moverse de esas identidades que pensábamos inamovibles y que pensábamos que explicaban el mundo. Y entonces entiendo que se trata de abrir los mundos para que el lenguaje alcance más; de cultivar la colectividad en un mundo que nos pide a gritos la individualidad. Porque la individualidad no resiste a la selva. La disociación mental tampoco. De pronto vemos a los refugiados climáticos tocar las puertas de nuestras casas y entonces nos damos cuenta de que las acciones tienen consecuencias.

Y entonces corro, corro, corro para agotarme, porque intuyo que el ser selva no pasa por la cabeza, sino por el cuerpo, por borrar los límites del cuerpo para dejar entrar la selva en mí. Para quizás, algún día, poder sentirme más selva. Por lo pronto, mis pies golpean el suelo y a cada paso las mariposas sin colores vuelan. En la cosmogonía yanomami —pienso— las mariposas siempre terminan por salirse de los márgenes del mundo y entonces, de ellas, surge la vida.

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