Un oasis en Madrid para que los defensores de derechos humanos recuperen el aliento
Hace 10 años, un grupo de amigos fundó Defenred, un proyecto que acoge por temporadas cortas a activistas, principalmente de Latinoamérica, que necesitan dedicar tiempo a sanarse
EL PAÍS ofrece en abierto la sección América Futura por su aporte informativo diario y global sobre desarrollo sostenible. Si quieres apoyar nuestro periodismo, suscríbete aquí.
Poco más allá el asfalto se vuelve tierra, las farolas dejan paso a los robles, la senda se estrecha y trepa por las faldas de una montaña de granito salpicada de jaras. Casi al final del camino está la casa: dos alturas de piedra pintada de un blanco sucio, el mismo color que tiñe el cielo esta tarde de otoño en este pueblo de los confines de la Comunidad de Madrid. Es un sitio extraño para un oasis y, sin embargo, lo es: la residencia acoge a defensores de derechos humanos de todo el mundo —sobre todo latinoamericanos— que, quemados y agotados por la travesía en el desierto que es a veces la militancia política, buscan recuperar el aliento en estos parajes al norte de la capital. Respirar, lamerse las heridas, ver las cosas desde la perspectiva que dan los kilómetros, descansar y volver al ruedo con fuerzas renovadas. En eso consiste el proyecto de Defenred, una organización formada por un grupo de amigos que hace casi 10 años decidió cuidar a los que cuidan y alojarlos por temporadas pequeñas en esta suerte de refugio que ellos prefieren llamar “casa de respiro”.
En la parte de arriba de la casa —el nombre del pueblo se ha omitido por seguridad— vive todo el año una familia. La planta baja, antes trastero, fue remodelada en un pequeño apartamento destinado a los activistas. Un baño, un salón con cocina, una cama que se pliega en un armario y un par de muebles conforman el mobiliario. El amplio patio está dominado por una losa de granito, pero también hay verde: un huerto, muchas plantas, un corral con gallinas, un cobertizo de madera con leña para alimentar la lumbre. El aire frío llega esta tarde mezclado con el olor cálido a humo de una chimenea vecina. “El entorno ayuda bastante, estar aquí, la tranquilidad…”, dice Loreto Rodríguez de Rivera (53 años), que junto a Víctor Arias (53 años), Carmen Peralta (50 años) y otras cuatro personas, compone el núcleo de Defenred, aunque dependiendo del momento hay unos 15 colaboradores más que orbitan en torno al proyecto.
Ellos son la cabeza y el corazón que mueve la casa de respiro, un grupo de amigos de hace años que querían sumar fuerzas en la defensa de los derechos humanos y encontraron un hueco donde podían aportar. Todo el trabajo es voluntario, no reciben subvenciones, la financiación viene de sus bolsillos y pequeñas aportaciones privadas. Nadie cobra nada de la organización, que compaginan con sus trabajos —Rodríguez de Rivera es profesora, Arias informático y Peralta técnico sociosanitario—. Los tres son de Madrid. “Nos conocemos de trabajar en temas de drogas, con menores… Nos reencontramos en la sierra y queríamos hacer algo”, explica Rodríguez de Rivera en la terraza de la casa, refugiada del frío con una sudadera gris.
El proyecto, dejan claro, no tiene los recursos ni las condiciones de seguridad adecuadas para acoger a activistas en riesgo de ser asesinados. La idea es distinta: ofrecer un lugar para descansar antes de llegar a una situación crítica, que los militantes puedan dedicar tiempo a sí mismos. Dar un paso atrás para poder dar dos adelante. “Cuando a la gente la están persiguiendo, este no es el espacio, hay otras organizaciones para eso. El tiempo que están aquí es de respiro. Repercutirá en la organización a la que retorne, pero el objetivo no puede pasar por la incidencia —dar una charla sobre la situación en su país, hacer contactos, actividad política—, el tiempo es para ellos. La experiencia que tenemos es que eso resulta también sanador. Se proponen espacios tipo cafés, meriendas, alguna charlita en algún centro, pero cosas pequeñas cuyo objetivo es la sanación, que conozcamos lo que hace y puedan sentirse valorados”, cuenta Arias.
Se niegan a llamarlo “refugio”. “El problema es el imaginario detrás de la palabra, y el imaginario detrás de refugio tiene mucho que ver con la guerra, con el exilio”, continúa Arias. “Nuestro imaginario tiene que ver con el crecimiento, con la construcción, no tanto con una persona que lo necesita para no morir, sino porque quiere seguir viviendo plena y satisfactoriamente”. El proyecto cuida los detalles, los tiempos y valora la calidad sobre la cantidad. Desde que empezaron han pasado por aquí unos 25 activistas, la mayoría mujeres. Su tope es de tres personas al año, un máximo de tres meses cada una, aunque nunca nadie ha estado más de mes y medio. Normalmente, los reciben en verano, y durante el invierno se dedican a labores de preparación y mantenimiento.
Durante la estancia, procuran acompañamiento psicológico y médico, también realizado por profesionales voluntarios: “Los procesos son muy individuales, no hay un proceso estándar. Nosotros en realidad no hacemos nada: ofrecemos una serie de recursos y es la gente quien decide. Hay gente que sale mucho, que no sale nada, que se pasa el día aquí leyendo, otra que no para dentro de casa…”, apunta Arias. “Muchas veces las cosas más anodinas de la vida son las que aportan. Por ejemplo, nosotros les hemos invitado a nuestra casa con nuestras hijas, ven cómo te relacionas, cómo cocinas... No enseñamos nada, yo estoy aprendiendo todavía, pero quizá piensan ‘me encantaría poder hacer cosas con mis hijos’. Muchas veces pierden la perspectiva tanto personal como familiar por estar en el meollo”, añade Peralta.
“Tengo ganas de replicar la idea”
El proyecto arrancó en 2012. Ese verano, desde Colombia llegaron Adriana María Diosa Colorado (55 años), su pareja Óscar Manuel Zuluaga Uribe (50 años) y su hijo Víctor (26). Llevaban años de militancia política y cultural en Medellín de la mano de su grupo de teatro, Arlequín, un proyecto vanguardista con un enfoque de derechos humanos desde el arte, trabajo con mujeres víctimas del conflicto armado, familiares de desaparecidos o jóvenes de barrios marginados.
Su labor les colocó una diana en la espalda, fueron desalojados de varios locales, tuvieron que esconderse en casas de seguridad. “Vivimos situaciones muy complejas, como una amenaza que nos hizo un sacerdote, Óscar Ortiz, vinculado a los grupos paramilitares, que declaró nuestro grupo como satánico. Fueron muchísimos hechos sistemáticos ocurridos en 10 años que generaron agotamiento”, narra ella por videollamada. Ya habían escapado antes a Europa, protegidos por organizaciones como Amnistía Internacional. Y decidieron que era el momento de tomarse otro tipo de descanso y replantearse “los autocuidados”. “A los defensores de derechos humanos nos cuesta desprendernos de la vida agitada que tenemos”, expresa.
“El proceso fue muy interesante. Me acuerdo del recibimiento mostrándonos la belleza del campo, luego nos llevaron a esa casa preparada para todo y se dedicaron a tratarnos bien, a cuidarnos. Siempre insistieron en que no teníamos que hacer nada, trabajar ni hacer funciones, pero nosotros como juglares que somos habíamos llevado un pequeño teatro de títeres e hicimos dos o tres obras en los alrededores. Conocimos propuestas organizativas de la comunidad, caminamos por muchas partes, organizaron tertulias en la casa muy productivas y emotivas, espacios de intercambio y aprendizaje. Los defensores de derechos humanos vivimos mucha tensión en Colombia, y poder vivir una experiencia de descanso y seguridad fue muy grato”, recuerda Zuluaga Uribe. Con los años, la relación con la gente de Defenred se afianzó, y han vuelto a visitarlos varias veces. “Son como de nuestra familia, hemos hecho nuestra la propuesta de la casa de respiro, la hemos difundido mucho aquí, hemos promovido el tema del autocuidado desde la perspectiva que aprendimos”, cuenta Diosa Colorado.
Pasar un tiempo en la casa de respiro es sencillo: los activistas tienen que contar con el aval de dos organizaciones sociales que conozcan su trabajo; entran en contacto, el equipo evalúa cada caso y si encaja con el perfil, los tiempos cuadran y hay disponibilidad, se prepara todo. Desde Defenred se encargan de comprar los billetes de avión y también de dar una asignación económica a cada militante para el tiempo que pase con ellos. “Para vivir, para cubrir sus necesidades y poder hacer alguna actividad, comprar un billete de tren para ir a ver a algún amigo. El objetivo es que ninguna persona que lo necesite deje de venir porque no tenga dinero para sostenerse aquí”, dice Arias.
El 25 de enero de 2019, en Minas Gerais (Brasil), se quebró una presa que contenía 13 millones de toneladas de residuos mineros. Murieron 272 personas, arrastradas por un tsunami de lodo y desechos. Carolina DeMoura decidió investigar el caso y no soltarlo hasta conseguir justicia para las víctimas. “Yo estaba muy… no sé bien qué palabras utilizar. Muy sentida, indignada, haciendo miles de cosas al mismo tiempo, ayudando a la gente, dando entrevistas, trabajando mucho con la situación que fue extrema”, cuenta por teléfono. Durante un viaje a México conoció el proyecto de Defenred y al poco tiempo Arias le ofreció pasar unas semanas en la casa de respiro.
“La estancia fue muy especial, todo el cuidado de la gente, el cariño, la atención. Dan las posibilidades, pero dejan a la persona libre para elegir. Al principio la invitación me pareció tan maravillosa que pensé que había trampa, era muy bueno para ser verdad. Pero confié y fue la mejor cosa que hice”. La lucha de DeMoura fue documentada por Erika González Ramírez y Matthieu Lietaert en la película La ilusión de la abundancia. Este año, durante la gira de presentación del film —que incluyó una proyección en el Parlamento Europeo—, la activista aprovechó su paso por España para volver a ver a la gente del espacio. “Se generó una relación de amistad. Fue una vez más muy lindo estar con ellos. Tengo el sueño de hacer una casa de respiro en nuestra finca en Minas Gerais, ya tenemos el diseño arquitectónico. Me encantó tanto la iniciativa de Defenred que tengo ganas de replicarla”.
El trabajo ha dado sus frutos. Los primeros cuatro años nadie les conocía. Costó extender la palabra, pero poco a poco su labor y el boca a boca los fueron situando en el mapa. Por aquí han pasado defensores de derechos humanos de Latinoamérica, pero también de Pakistán, Angola, Siria o Chechenia. Las dificultades económicas han complicado algunas veces la supervivencia, pero siempre han salido adelante. Dicen que les gustaría alargar el proyecto por lo menos hasta que se jubilen. O hasta que llegue el momento de tomarse un respiro.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.