La inequidad fiscal campea en Colombia
A las entidades territoriales les han cercenado la impresionante suma de 131 billones de dólares entre 2002 y 2023, un recorte que ha profundizado el apartheid geográfico, conformado por un centro andino desarrollado y una periferia abandonada
En este momento en Colombia hay un intenso debate sobre la forma como se deben distribuir los recursos de la tributación entre el poder central y las entidades territoriales. Para centrar la controversia en lo fundamental debo empezar diciendo que nuestro país es uno de los más desiguales del mundo en términos de ingreso, riqueza y oportunidades, y el sistema tributario ha hecho muy poco para corregir ese desequilibrio. Existe una ostensible inequidad en las finanzas públicas. Hoy, de cada 100 pesos que se recaudan en impuestos, 89 los recibe la Nación, 7 los recaudan los municipios y 4 los departamentos.
Ese desbalance ha sido el resultado de una normatividad constitucional centralista que colocó a los departamentos y al 90% de los municipios de Colombia en una situación de precariedad tributaria. A la Nación se le asignaron los tributos más dinámicos y de mayor rendimiento: el impuesto de renta, el impuesto al valor agregado o IVA y los impuestos al comercio exterior. Por contraste, a los departamentos les dejaron los tributos provenientes del vicio: licores, cigarrillos y juegos de azar, que son rentas raquíticas y erráticas, porque su recaudo se ve afectado por el contrabando y la evasión. A los municipios les asignaron el impuesto predial y el de industria y comercio, que constituyen una buena fuente de recursos en las grandes ciudades como Bogotá, que recauda el 40% del impuesto predial de Colombia. Pero en 967 municipios pobres, de los 1.104 que tiene el país, no hay industrias ni comercios de significación, y como no hay una actividad productiva, no disponen de una base gravable para generar recursos tributarios.
Las entidades territoriales adolecen de un enorme déficit para atender adecuadamente las competencias que la Constitución les ha asignado. Los departamentos tienen a su cargo todo lo relacionado con la educación preescolar, primaria, secundaria y media, así como la salud en todos sus niveles. Los municipios, a su turno, deben financiar la construcción de acueductos, plantas de tratamiento y alcantarillados sanitarios, entre otras funciones. Es decir, inversiones que tienen que ver con el desarrollo humano o lo que Amartya Sen llama la formación de capacidades para tener una población sana, educada y productiva.
Cuando nos sentamos a redactar la Constitución de 1991 que nos rige, la situación era exactamente como la de hoy. Los recursos no sólo eran insuficientes, sino que su distribución era inequitativa porque privilegiaba a los grandes centros urbanos y los departamentos más prósperos. Como ponente del tema de finanzas públicas en la Asamblea Constituyente de 1991, propuse que se les asignara el producido del IVA a los departamentos o se compartieran los impuestos de renta y el IVA entre la Nación y los entes subnacionales, como se hace en España, donde el 50 % del producido del IVA lo recibe la Administración Central y el otro 50% se le asigna a las Comunidades Autónomas.
Compartir los impuestos hubiera sido lo más adecuado para que las entidades territoriales gozaran de una genuina autonomía política y no estar dependiendo de las migajas giradas por la nación. Pero eso no se pudo lograr en la Asamblea Constituyente, y se adoptó una autonomía fiscal espuria, en la que el Ejecutivo central recauda el total de impuestos nacionales y luego les transfiere a las entidades territoriales una fracción de su producido. Después de una cálculo riguroso se estableció en la Constitución de 1991 que el monto transferido a los departamentos y municipios debería llegar en un lapso de 10 años al 46,5% del total de los ingresos corrientes de la nación. Además, se preceptuó que el monto a transferir se distribuiría con un criterio de justicia social, dándole un mayor peso al índice de necesidades básicas insatisfechas.
Lamentablemente, dos contrarreformas constitucionales centralistas, adoptadas en 2001 y 2007, provocaron una regresión respecto a lo logrado en la Constitución de 1991. Con esos cambios normativos, a las entidades territoriales les cercenaron entre 2002 y 2023 la impresionante suma de 131 billones de dólares de 2018. Ese recorte ha profundizado el apartheid geográfico, conformado por un centro andino desarrollado y una periferia abandonada y rezagada. En Colombia más de 500 municipios situados en el contorno del mapa nacional presentan unas condiciones económicas y sociales que constituyen una afrenta a la dignidad humana, donde sus habitantes sobreviven en una situación similar a la de los países más pobres del África subsahariana.
Y frente a ese drama humano muchos analistas no quieren ver la relación que existe entre la profunda desigualdad regional y los graves problemas de orden público que afectan principalmente a la periferia geográfica de la nación. Si esos desequilibrios se siguen perpetuando no habrá paz estable ni duradera en Colombia. Los pueblos sobrellevan hasta cierto punto la pobreza, pero no toleran la desigualdad en bienes esenciales.
Esa trágica situación no la ven desde los escritorios de Bogotá los ministros de Hacienda, a quienes únicamente les preocupan las finanzas de la nación, pues en los últimos tres decenios se han aprobado 20 reformas tributarias para incrementar los ingresos del Ejecutivo central y ninguna para mejorar las finanzas de los entes territoriales. El Estado ha perdido el control de un tercio del territorio nacional, ocupado por grupos terroristas que encuentran en la pobreza de la gente el caldo de cultivo para sus acciones ilegales. El factor de ajuste a la llamada regla fiscal ha sido el aplazamiento indefinido de la solución a las carencias esenciales de millones de colombianos. Es lamentable que lo que Colombia no ha invertido en desarrollo humano lo haya tenido que gastar en defensa. Este rubro es el más alto de Latinoamérica como porcentaje del PIB.
En la UE la mayoría de países no cumple la norma de un déficit máximo de 3% y deuda de 60% del PIB. Pero a los que incumplen se les permite un período de ajuste que puede llegar a ser hasta de siete años, tomando en cuenta los compromisos de inversión verde y digital y los de defensa por la guerra en Ucrania. Colombia, que ha vivido una guerra atroz, merecería también un tratamiento especial.
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