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El presidente Petro rompe costuras con su política de drogas, pero no avanza un milímetro en las reformas

El plan del Gobierno, alineado en buena medida con los acuerdos de paz de La Habana, choca con una ley de estupefacientes intacta desde 1986

cultivo de coca
Un recolector lleva hojas de coca sobre su espalda en una plantación de esta planta en el corregimiento de Llorente, en Nariño, al suroccidente de Colombia.Edinson Arroyo (Getty Images)
Camilo Sánchez

Casi todo lo que sucede en el mercado de la cocaína está cubierto de ambigüedades. Las áreas cultivadas de hoja de coca en Colombia aumentan año a año. La productividad del alcaloide, también. Todo esto en paralelo al repunte en las incautaciones de cargamentos y capturas de narcos, según las cifras oficiales. Por si fuera poco, el grueso del campesinado cocalero atraviesa una temporada de sobreproducción, achacada en parte a la pandemia, que ha afectado los precios y la vida rural. Con esas piezas, y la opacidad de la cadena comercial, es improbable armar un rompecabezas coherente.

El presidente, Gustavo Petro, lanzó hace una semana en su cuenta de X una propuesta gaseosa que él mismo sabía que iba a costarle “rayos y centellas”. Sugirió la posibilidad de que el Estado le comprara la cosecha de coca a los productores de una zona al sur del departamento del Cauca. Se trataba, quizás, de una provocación para reanimar el debate sobre un tema en el cual el Ejecutivo ha mantenido un discurso reformista. Pero en la práctica, según la doctora en Historia María Clara Torres, no se ha avanzado un milímetro.

Más de medio siglo de fracasos en la lucha antinarcóticos ha sido motivo suficiente para que desde la Administración del presidente Santos (2010-2018) se empezaran a lanzar mensajes sobre la urgencia de un nuevo enfoque alejado del acento militar. Petro ha ido uno o dos pasos más allá. Ha tratado de desestigmatizar a los cultivadores, el eslabón más débil del mercado. Sus funcionarios han establecido un diálogo constante con las regiones productoras. Y se han estudiado varias fórmulas en aras de materializar el denominado trato penal diferencial, un punto incluido en los acuerdos de paz de La Habana para proteger a los pequeños cultivadores.

¿Cuál es el problema? Ana María Rueda, coordinadora del capítulo de drogas en la Fundación Ideas para la Paz, explica que uno de los nudos es la Ley 30 de 1986. Un articulado que, dentro del enfoque policivo de entonces, reglamentaba la producción, consumo o venta de drogas. Si bien abría una veta al porte y uso de una dosis mínima de coca (1 gramo), limitó el cultivo a fines médicos y científicos. La distribución o venta, para mayor confusión, quedó prohibida. “El primer paso para regular el mercado, o proyectar su uso industrial, es sacarla del código penal y de la ley 30″, enfatiza Rueda.

Hoy el Estado carece de un marco legal para darle mayores usos a la hoja de coca. Tampoco ha especificado qué haría con ella en caso de lanzarse a comprar. Son razones de sobra para matizar el trino de Petro, que no ha pasado del anuncio. ¿La piensa quemar? ¿Usarla para estudios científicos? ¿O, quizás, buscar la vía hacia otros usos, hoy prohibidos? Los analistas y estudiosos del fenómeno se preguntan si en los dos años que restan de Gobierno, Petro será capaz de ir más allá de su promesa de cambiar el foco de la política antinarcóticos del campesinado hacia los renglones criminales del mercado.

“No se trata solo de dejar de perseguir al cultivador”, explica la doctora en Economía María Alejandra Vélez, “sino además de impulsar un proceso de transformación territorial que no ha ocurrido. El Gobierno Duque dejó el programa de sustitución de cultivos en un estado muy lamentable. Solo el 3% de las familias habían recibido los beneficios, y tampoco se ha adelantado mucho en la Administración Petro”. La experta en política de drogas añade que la falta de información oficial es desalentadora: “No sabemos cuánto se ha avanzado, ni a qué familias o regiones se ha beneficiado”.

Es un debate precedido por todos los tropiezos y naufragios en el proceso de regulación del cannabis en el Congreso. “A los abogados, a las oficinas jurídicas del Estado, les da mucho susto porque cualquier error en el diseño de un decreto les puede costar una sanción disciplinaria o la cárcel”, explica Rueda. No es, sin duda, un terreno amable para innovar. De cualquier forma, el país está atento a los debates de cara a la próxima convención de estupefacientes en Viena a finales de 2025. Un espacio donde se espera que haya adelantos en la propuesta de Bolivia, a la que en principio Colombia adhirió, para sacar a la hoja de coca de la lista de sustancias ilegales de los tratados internacionales.

De aprobarse la iniciativa internacional, los legisladores y abogados en Colombia contarían con insumos para soltar costuras normativas. “La propuesta ya está en la Organización Mundial de la Salud (OMS), porque la hoja de coca tiene que superar un análisis científico sobre sus riesgos. El proceso debe culminar el próximo año con una votación en la Comisión de Estupefacientes”, aclara Rueda. Por lo pronto, también han llegado vientos de cambio desde los Estados Unidos, el gran socio y gestor de tratados y convenios que hace más de medio siglo emprendió una campaña burocrática para criminalizar la lucha antinarcóticos en Latinoamérica.

No caben dudas de que los efectos han sido devastadores. Sin embargo, los analistas destacan que, frente al aumento de casi 20.000 hectáreas cosechadas en 2023, los Estados Unidos ya no enarbolan la figura de la llamada certificación como sanción económica contra el país según su desempeño en la lucha antidrogas. Una herramienta que el país esperaba en otras décadas como un estudiante sus calificaciones. Hoy, la publicación de los datos de radar por parte de la división encargada en las Naciones Unidas, no pasa de ser un indicador para que la Colombia urbana arquee la ceja en su afán por descifrar qué es lo que se está cociendo en el campo — aunque está por verse el resultado de las elecciones presidenciales estadounidenses del próximo martes y su impacto sobre el tema.

“En la parte discursiva este Gobierno acabó con el maltrato hacia un sector del campesinado, que en los 90 tenía que salir a marchar para recordar que también eran ciudadanos. Eso es importante en este camino y le da un valor simbólico. Reconoce, finalmente, los derechos de los cocaleros. Pero en lo normativo estamos bloqueados”, remata Torres. En última instancia, concluye, se trata de ejecutar los planes estatales consignados en el punto 4 del acuerdo de paz. Una herramienta sólida para amortiguar el empobrecimiento de zonas donde la precariedad alcanza índices de vértigo.


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Camilo Sánchez
Es periodista especializado en economía en la oficina de EL PAÍS en Bogotá.
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