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El negocio de la coca colapsa y asfixia a la Colombia rural

La caída en los precios y la alta inflación se han traducido en desplazamiento forzado e inseguridad alimentaria para miles de campesinos cuyo pilar económico ha sido el monocultivo de la planta y la venta de la pasta base

proceso de las hojas de coca
Trabajadores en un campo de coca en el norte de Santander (Colombia), en octubre de 2022.Santiago Mesa
Camilo Sánchez

La coca, uno de los soportes de la economía rural en ciertos puntos de Colombia, está a punto del colapso. Pocos lo vieron venir. Y aún hay interrogantes para explicar bien el fenómeno. Pero el resultado parcial oscila entre el empobrecimiento colectivo y una crisis social aguda de buena parte de entre las 400.00 familias cocaleras, o conectadas al negocio, en departamentos de frontera como Nariño, Putumayo o Norte de Santander, entre otros. Los desplazamientos forzados en busca de mejor suerte, y la inseguridad alimentaria debido a la inflación en los precios, ha ido eclipsando de a poco el recuerdo de los años más boyantes.

El de la coca es un mercado poco amigo de las estadísticas claras. Pero se calcula que el precio promedio de una arroba (12.5 kilos) de hoja de coca ha caído más del 32% entre 2021 y 2023, de acuerdo con cifras recogidas en el departamento del Cauca, sobre la costa Pacífica, por el diario El Espectador. En el vecino y sureño departamento de Nariño, por su parte, si un kilo de pasta base, que es un estadio posterior en la transformación de la hoja en cocaína, costaba 975 dólares, hoy se vende en 240, según estimaciones del capítulo colombiano del centro de pensamiento e investigación International Crisis Group.

El presidente colombiano, Gustavo Petro, explicó el jueves durante la instalación de una nueva legislatura en el Congreso, que las exportaciones de cocaína a Estados Unidos han disminuido en paralelo al aumento de la adicción del fentanilo, un potente opioide sintético que ha producido, en lo que va de siglo, más muertes que la guerra de Vietnam en el país del norte. Este cambio de marco, recordó Petro, es una oportunidad para acelerar de una vez por todas el transito de las regiones cocaleras, tradicionalmente marginadas, hacia la legalidad, e integrarlas a los circuitos de progreso que han experimentado otros territorios.

La analista Elizabeth Dickinson del International Crisis Group recuerda que, tras la desmovilización de la guerrilla marxista de las FARC, la economía cocalera quedó fugazmente huérfana. El papel de los insurgentes, que en 2017 dejaron las armas, ejercía un control asfixiante sobre el campesinado y sus cultivos. Muchos sembraron la totalidad de sus tierras con una hoja que si bien no los hizo ricos, sí arrojaba mejores beneficios que otros productos: “Eso explica la gravedad del problema. En el sur de Bolívar (en la costa Caribe), el negocio está paralizado hace seis meses. Los campesinos están bajando de la sierra, en un desplazamiento interno hacia las ciénagas, para vivir de la pesca”.

Una situación insospechada para miles de agricultores cuyos recursos se han ido drenando al punto de tener que arrancar sus cosechas y sustituirlas por sembrados de amapola, las pequeñas plantas rojas con sustancias narcóticas empleadas por las farmacéuticas para elaborar, justamente, la morfina (y los narcos, la heroína). El mercado ilegal sigue siendo más rentable. La socióloga Sandra Bermúdez, directora de la ONG Viso Mutop, matiza que a algunos puntos del mapa, de hecho, no ha llegado la crisis. Se refiere al sur del Guaviare y algunas zonas del Caquetá, dos departamentos en el sur y el centro del país. De la misma forma asegura que en el sur del ya mencionado Cauca, o el norte de Antioquia (centro), ya se empieza a desperezar la comercialización directa de nuevo.

Las explicaciones generales no cuentan para este problema. Pero para acercarse a un pilar sólido de esta historia habría que escarbar en el incremento de las hectáreas de cultivo que presenció el país entre 2018 y 2021. Se trata de la única hipótesis que genera unanimidad entre los expertos. La sobreoferta heredada de aquellos tiempo hundió los precios. A su vez los cultivos en otros países, como Paraguay, Guatemala, Honduras o México se extendieron. Y otras drogas sintéticas ganaron terreno. Una amalgama de hechos que hizo eco en los estudiosos de un fenómeno que ha reinado, tristemente, durante décadas en Colombia.

Lo cuenta Ana María Rueda, investigadora de la Fundación Ideas para la Paz, quien con el pasar de los meses certificó que el negocio, en efecto, se estaba marchitando. La precaria situación en Argelia (Cauca) o Tumaco (Nariño) se sumaba a la de otros enclaves como Tibú o el Catatumbo (Norte de Santander). De hecho, el presidente Petro aseguró en su discurso ante el Congreso que muchos laboratorios clandestinos en los selváticos departamentos de Putumayo y Amazonas, al extremo sur del país, habrían sido abandonados.

Un informe interno del Programa de Alimentos de las Naciones Unidas, citado por la agencia Reuters, alerta por su parte sobre los riesgos que la situación encarna para la seguridad alimentaria en ciertas regiones. Los agricultores han tenido que hacer frente a múltiples adversidades en un contexto de alta inflación (12,3%) espoleada, en especial, por el precio de los alimentos. Ana María Rueda, sin embargo, se muestra cauta y crítica a la vez con el desconocimiento general de diversas agencias oficiales y multilaterales: “La única acción y reacción del Gobierno ha sido una resolución de mayo para entregar un subsidio de 2 millones de pesos a las familias del programa de sustitución para ayudarles con lo que se cree que es la crisis alimentaria”.

De la misma forma Elizabeth Dickinson subraya que el impacto económico desbarajusta todo el esquema de vida de las regiones. Los cocaleros no contratan los servicios de transporte; tampoco la mano de obra de los jornaleros encargados de arrancar las hojas, conocidos como raspachines; los restaurantes no venden almuerzos y las tiendas no despachan bebidas. “Es un negocio que paga a diario” la vida de estos lugares, añade la analista. Y los reportes de organizaciones coinciden en una gran paradoja. A medida que la situación se recrudece por cuenta del declive en un mercado engarzado con la violencia por cuenta de la guerra antinarcóticos, las posibilidades de los agricultores para llevar la canasta familiar, o los útiles escolares, se reducen más. La precariedad se derrama sobre el eslabón más débil de la estructura.

La socióloga Sandra Bermúdez afirma, sin embargo, que se trata de un asunto coyuntural. Recuerda que los mecanismos una economía sumergida como esta es “fluctuante”, opera por ciclos, y que mientras su precio siga siendo superior al de otros productos agrícolas, “el mercado seguirá determinando su producción”. Muchos de los miembros del negocio, agrega, han decidido escampar en el negocio de la minería ilegal: del carbón, o de los “minerales preciosos como el oro”, que también abunda en algunas de estas zonas. “Se observa que ha habido migración de capitales de pasta de coca hacia la minería en zonas de la cordillera de Nariño, sur de Bolívar o bajo Cauca antioqueño”, precisa.

¿Qué está pasando con los excedentes de la coca acumulados? Ana María Rueda cuenta que las familias campesinas “están guardando casi todo”. En Tumaco y Tibú, recuerda, las comunidades han logrado incluso hacer truques de paquetes de pasta base a cambio de mercados con comida. Otros, empujados por las exigencias del narco, ya no se limitan a la siembra. Ahora se sirven de insumos químicos para convertir la hoja en pasta base. “Todo esto tiene que ver con las lógicas, entre comillas, del mercado desde hace unos cinco años”, sostiene. Dos medidas para paliar la situación mientras pasa la tormenta y los viejos compradores que se han ido esfumando en los últimos años vuelven a aparecer en un futuro no muy lejano.

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Sobre la firma

Camilo Sánchez
Es periodista especializado en economía en la oficina de EL PAÍS en Bogotá.

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