Suspender a Rusia. Comentarios sobre una carta civil
Para no quedarse en la irrelevancia y completa inanidad, la ONU debe remover al Estado que lidera Vladímir Putin de los organismos cuya razón de ser es mantener la paz
La carta habría debido ocupar nuestras conversaciones y nuestra atención durante días, pues lo que presenta es un escenario de horror y sufrimiento que sigue ocurriendo y del cual nos seguimos enterando todos (o eso sería de esperar). Es probable que en otro momento de la historia reciente habríamos sido más conscientes de su urgencia, prestándole tal vez nuestra escucha indivisa. Pero en estos tiempos calamitosos, cuando el mundo se rompe por todas partes, la carta de la que hablo se ha quedado rápidamente atrapada en el pasado reciente, o su urgencia y su pertinencia han sido reemplazadas en nuestra limitada vigilancia por las atrocidades nuevas de todos los días. Y sí: la carta fue recogida por medios de toda la lengua española, incluido este periódico, pero mañana se cumplirá un mes de su envío, y ninguna de sus preocupaciones ha desaparecido ni se ha respondido debidamente a ninguno de sus planteamientos. Y no es imposible que yo lleve un párrafo hablando de ella y ustedes, lectores de prensa, no hayan adivinado todavía a qué carta me refiero.
La firmó un grupo de cancilleres, defensores de derechos humanos y víctimas civiles de las agresiones rusas, todo por iniciativa de una suerte de movimiento de la sociedad civil latinoamericana que he apoyado desde su concepción y sobre la cual he escrito varias veces: Aguanta Ucrania. El asunto central de la carta es sencillo: se trata de sugerirle a António Guterres, secretario general de las Naciones Unidas, que durante los últimos dos años y medio Rusia ha violado varios artículos de la carta de esa Organización, ha despedazado las responsabilidades que se le suponen a un miembro permanente del Consejo de Seguridad e infringe o contraviene cada página de los convenios de Ginebra que durante siete décadas han constituido la única protección con la que cuentan los no combatientes en los teatros de las guerras: y que eso debería tener consecuencias. En otras palabras, la Federación Rusa de Vladímir Putin destroza todos los días la paz y la seguridad internacionales que es su deber cuidar como miembro permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y no tiene ningún sentido –ni legal ni político ni mucho menos moral– que siga integrándolo.
Parece evidente. Pero a veces el primer deber de los hombres inteligentes es volver a constatar lo obvio, decía George Orwell, y yo sugeriría que no es momento para llevarle la contraria. En su guerra criminal contra Ucrania, Rusia ha cometido constante y deliberadamente crímenes de guerra y de lesa humanidad contra civiles. Los ataques del ejército ruso han tenido como objetivos escuelas y bibliotecas y centros comerciales, y también edificios de apartamentos y restaurantes y hospitales, incluidos hospitales infantiles. Y nada de eso forma parte de los desastres colaterales de una guerra cruenta: son ataques deliberados, diseñados cuidadosamente en medio de una campaña de terror organizado cuyo objetivo ostensible es causar tanto sufrimiento, o diezmar tanto la moral de los ucranios, que acaben por aceptar hasta las pérdidas más grotescas, hasta los sacrificios más inaceptables, con tal de terminar con el dolor.
La carta se apresura a señalar que esta violación impune del Derecho Internacional Humanitario está ocurriendo en otras partes –Gaza y Sudán: un lugar de crímenes de guerra que copan hoy nuestra indignación y otro donde las atrocidades diarias, en cambio, son casi invisibles– y tiene la clarividencia de señalar también una circunstancia ineluctable: que la corrosión (no es mi palabra, sino la de la carta) del derecho internacional humanitario comenzó con la llamada “guerra contra el terror” de Estados Unidos. Es verdad, por supuesto, pero además es saludable recordarlo, pues este siglo se mueve tan ridículamente rápido que Abu Ghraib parece una memoria perdida de otras épocas, no de la nuestra, y corremos el riesgo de perder de vista una de las lecciones más diáfanas que la historia –que nunca enseña de manera directa– es capaz de dar en tiempo real: que ninguna violencia clausura nada. Para ser más precisos: que la violencia puede prestarnos la ilusión de terminar con algo, pero siempre está comenzando otra cosa al mismo tiempo. Hoy comienzan a ocurrir las consecuencias que veremos en veinte años. El pensamiento es desconsolador, pero no hay cómo esconderse de él.
Habla la carta de cifras, de lugares, de datos concretos: es difícil ponerse más concreto en las acusaciones. Cifras: según un informe del Consejo de derechos humanos de la ONU, el 84% de las víctimas civiles son víctimas de bombardeos en zonas densamente pobladas. Nuevamente: no son víctimas colaterales, sino intencionadas. Lugares: un centro comercial de Járkov atacado con una bomba; un café de Hroza donde un bombardeo produjo 59 víctimas. Datos concretos: la oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos, en una investigación independiente, confirmó que no había objetivo ninguno en Hroza que pudiera calificarse ni remotamente de militar; Truth House, la organización que investiga crímenes de guerra, confirmó que el ataque al centro comercial de Járkov se llevó a cabo con una bomba teledirigida. Así es: Rusia asesina civiles de manera deliberada. Van más de 10.000 víctimas de Rusia que estaban y están protegidas por el derecho internacional humanitario. Y claro, cuando quien comete esos crímenes de guerra y de lesa humanidad es un miembro permanente del Consejo de seguridad, es fácil llegar a la conclusión de que el derecho internacional humanitario, ese invento reciente, no sirve para nada. Y las Naciones Unidas, tampoco.
La deseable exclusión de la Rusia de Putin tiene un precedente. Hace 50 años menos algunos días, el 13 de noviembre de 1974, la asamblea de las Naciones Unidas votó para suspender a Sudáfrica de una sesión concreta como sanción por el mantenimiento del apartheid y su apoyo al régimen de Rhodesia del Sur. Sudáfrica no fue expulsada de las Naciones Unidas, como querían los proponentes africanos de la sanción, sino que se le prohibió participar en una sesión solamente: una palmadita en la mano. Pero su régimen atroz no quedó impune, y no es imposible que allí hayan comenzado a producirse ciertos cambios de mentalidad lentos, invisibles, incomprobables, que acabaron años más tarde con el estado de las cosas que le permitió a Frederik de Klerk acabar con el apartheid. La política no se hace casi nunca de grandes o grandilocuentes decisiones, sino de pequeños movimientos de nuestra sensibilidad o de nuestra conciencia que a veces se producen lejos, muy lejos, de las cámaras y los micrófonos.
De manera que hay que decirlo con claridad: si António Guterres y las Naciones Unidas no quieren quedarse en la irrelevancia y la completa inanidad, deben, como los hombres inteligentes de Orwell, volver a constatar lo obvio: que un miembro del Consejo de seguridad no puede asesinar civiles sin consecuencia alguna; que permitirlo es dejar sin efecto la carta de las Naciones Unidas, declarar que el orden internacional –ese gigantesco mal menor que llamamos orden internacional– no tiene razón de ser y aceptar que sus leyes y sus convenciones son superfluas o inútiles. Y es por eso por lo que estos firmantes piden lo que piden: que se suspenda a Rusia de su posición como miembro del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Que la Rusia de Vladímir Putin, Estado asesino y culpable de crímenes de guerra, deje de ser parte de los organismos cuya razón de ser es mantener la paz.
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