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Fútbol
Tribuna
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El fútbol, el campo del amor masculino

El fútbol es una muestra suprema de algo que también suele caracterizar a cierta masculinidad heterosexual: un tipo peculiar de homoerotismo

jugadores del real madrid
Toni Kroos y Luka Modric, jugadores del Real Madrid, festejan su triunfo en la final de Championes de 2022.Helios de la Rubia (Getty Images)

Como tantas otras imágenes de nuestro tiempo, esta arroja poco asombro en quien la contempla: cuerpos vestidos con la camiseta del equipo de fútbol nacional. El Gobierno colombiano hizo un llamado para que sus adherentes se sumaran a las marchas del pasado 1 de mayo, día del trabajo, y apoyar así sus reformas, tan controvertidas y disputadas. Y allí estaba, entre las banderas, los carteles, y las estelas de movimientos sociales, la imagen; muchas de esas camisetas a la vista. Parece ser el signo de un fervor compartido. Porque las mismas camisetas han figurado en las movilizaciones de los segmentos tradicionales, reacios opositores al Gobierno, a sus propuestas y medidas. Cuando del bipartidismo feroz que jalona a Colombia y sus fuerzas políticas, un sentido de nacionalismo parece confluir en este objeto del estilo. Si hay patriotismo futbolístico, ―si la selección nacional tiene algo que demostrar en la cancha― los representantes políticos de los frentes más opuestos, las personas de las castas sociales más variadas coincidirán en el uso de esta prenda de vestir. No son habituales semejantes consensos en este país.

¿Qué es el fútbol en cierto mundo masculino? ¿Cuáles son sus símbolos y qué nos dicen? Grandes señores de la literatura y el periodismo narrativo han dedicado sus plumas febriles al fútbol, lo sé. Viví en Buenos Aires y medí algo del alcance que puede tener este frenesí. Adoré la columna de la inmensa Leila Guerriero donde se enlazaba el triunfo de la selección de Argentina con las caminatas apacibles de su padre por el campo. El adorado escritor Paul Auster tenía, por ejemplo, un fervor importante por el béisbol de su país. Como una mujer que ama a los hombres, puedo encontrar en esos gustos, aparentemente comunes, pedestres, cierto encanto.

Para explicar su penetrante atractivo, el crítico cultural Guy Trebay argumentaba que la moda es una esfera que, como el deporte, está ampliamente poblada por personas de aspectos impresionantes haciendo cosas que son legibles sin la ayuda de las palabras. Somos, dice, una cultura cuyo interés en la imaginería es definitivo. El fútbol, en este caso, ha producido también eso mismo: iconos, imaginarios, escenas memorables.

Desde el año pasado, están disponibles en Netflix varios documentales sobre grandes figuras futbolísticas. Con el de David Beckham, mi mirada fue deleitada. Conmueve la fábula del tenaz muchacho de clase trabajadora que, bajo el insistente apremio y entusiasmo del padre, alcanza a vestir el uniforme y jugar para la cancha de su equipo amado. Toda esa gloria, esas historias bellas de ascensos impensados, de sueños enormes que se concretan. Como ese otro precioso documento, The Last Dance, el retrato de Michael Jordan, luminaria incomparable, los Chicago Bulls, la década de los noventa, esa lúdica, las dimensiones ingentes de las celebridades del momento, el espectáculo. Imágenes de cuerpos deslumbrantes haciendo cosas que no necesitan mucha explicación. El embrujo, puedo verlo.

En la historia de Beckham, además, el uso sin precedentes de su belleza, su amor largo con otra estrella. Aturde y descompone el matoneo truculento del que fue objeto. Las violencias a las que fue sometido Beckham, escupido, repudiado, señalado, condenado. Todo por los sentimientos volubles y alterados que levanta el fútbol en quienes lo tienen por algo importante. En el documental sobre otro icono de similar talante, Figo, hay escenas como en las de Beckham de latas y botellas lanzadas a su cuerpo mientras intentan jugar, apabullantes abucheos, insultos en la calle, agresión que parece venir de un pozo oscuro y visceral.

Como tantos de ustedes, caballeros, que sentirán fría indiferencia hacia la espectacularidad deslumbrante de la moda, he sido igualmente intocada por las fiebres del fútbol. Se llega a este mundo como una incauta visitante. Y como una mujer que también mira intensamente a los hombres, debo permitirme la siguiente claridad: el fútbol parece ser uno de los grandes lugares donde sí se permiten intensos sentimientos masculinos. Se trata de un mundo que despierta apegos feroces, inmensas alegrías, penas atroces. Imposible no sentir una conmoción gustosa al ver a Buenos Aires, colmada de su gente, tras un triunfo largamente anhelado. La comunidad, la fiesta.

Ser hombre es algo que también se aprende. Y en las reglas, prescripciones, códigos de conducta, gestos y actitudes que, se enseñan, pueden constituir al varón verdadero, el que clasifica para los inventarios de una masculinidad dominante, el sentimentalismo no es exactamente uno de los marcadores deseables. Los sentimientos pertenecen al inconsecuente mundillo de las mujeres. Si se piensa, lo masculino se ha basado con mucha frecuencia en negar aquello que se percibe como femenino, es decir, inferior, deleznable. No se llora. No se es niña. No se teme. No se muestra duda ante sí mismo. No se es débil. Y, sin embargo, en el fútbol, incontables varones aparecen llorando sin pudor, se conmueven entre ellos; gritan, se tocan (se tocan bastante, de hecho); se dejan derramar, públicamente, sin compostura, las más alteradas pasiones.

Mi teoría es que el fútbol es una muestra suprema de algo que también suele caracterizar a cierta masculinidad heterosexual: un tipo peculiar de homoerotismo. Respingan, sí. Permítanme una distinción fundamental. Si bien el término homoerotismo remite a la posibilidad de pasión sexual, mi mirada lo trata más en torno al sentimiento amoroso. Podría ser más adecuado el concepto de homofilia. Amor a los iguales. Porque en el fondo es eso: el amor como una forma de identificarse con el otro, de verlo como igual y, por ende, de ser conmovido y afectado por él. El fútbol es lugar para arrebatos febriles, emociones álgidas y despliegues emocionales porque, en el fondo, los hombres sienten amor hacia los que se mueven en las canchas que miran. Es una curiosa contradicción. Especialmente si se mira en el mundo de la heterosexualidad.

¿Qué pasa cuando tantos hombres aprenden a repudiar lo femenino, a extirparlo de sí mismos, pero dicen sentirse atraídos y a amar a las mujeres? Es la tragedia del amor heterosexual en el marco de la misoginia. Esa aversión por lo femenino no siempre es consciente. Así como se aprende a que ciertas cosas son verazmente viriles, así también la cultura de la misoginia enseña a los hombres a ver a las mujeres como una alteridad, un ser ajeno, otro, distinto. Como decía la escritora Vivian Gornick a propósito del escritor de tierno corazón Richard Ford, “las mujeres no le recuerdan a sí mismo”.

Por eso hablo de homoerotismo. Por eso se puede hablar de homofilia pero en clave masculina. Porque los hombres son enseñados a amarse entre ellos mismos. No necesariamente porque se deseen en el plano sexual, pero sí porque son enseñados a identificarse sobre todo con otros hombres. ¿No es eso el amor al final, identificarse lo suficiente con el otro como para verse reflejado en su presencia? Eso también es el fútbol para mí. Un gran panorama de hombres identificándose entre ellos mismos, permitiéndose, por ende, modos tan expresivos. El futbolista es el rockstar, claro, el deporte es lúdica, es el resquicio del heroísmo. Y el verdadero amor es algo que niega muchas veces la misoginia: admirar al otro, contemplarlo con asombro y reconocimiento, considerarlo, verlo como igual. Allí late una de las grandes contrariedades de la heterosexualidad. Un segmento noticioso y deportivo lo puede confirmar: cualquier medio día, pueden transmitirse más de 15 minutos de tomas visuales de cuerpos masculinos, que preparan, entrenan, que hacen declaraciones seriecísimas. Y allí, embelesada, identificada, la mirada masculina.

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