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Jorge Gaitán Durán
Tribuna
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Notas sobre una muerte prematura

Lo que quiero preguntarme hoy, cien años después del nacimiento de Jorge Gaitán Durán y casi 62 después de su muerte prematura, es cómo recordarlo. Parece una pregunta fácil, pero no lo es

Retrato de archivo de Jorge Gaitán Durán
Retrato de archivo de Jorge Gaitán Durán.Ministerio de Cultura de Colombia
Juan Gabriel Vásquez

Se cumplió por estos días un siglo del nacimiento de Jorge Gaitán Durán, que no sólo fue uno de los intelectuales más notables de su generación, sino que dejó la cultura colombiana transformada para siempre. ¿Pero dónde está Gaitán? ¿Se habla de su obra? Pregunta más arriesgada: ¿se lee su obra, más allá de unos cuantos devotos o académicos? Luis Fernando Quiroz, que conoce maravillosamente la vida y la obra de Gaitán, publicó una semblanza de acento político en El Espectador; pero esa golondrina no hizo verano, y yo seguí con la impresión incierta de que Gaitán no tiene entre nosotros el lugar que tal vez merece. Aunque la idea de merecimiento en literatura es arbitraria y ociosa: nadie sabe por qué el tiempo escoge lo que escoge. No: tal vez lo que quiero preguntarme hoy, cien años después del nacimiento de Gaitán y casi 62 después de su muerte prematura, es cómo recordarlo. Parece una pregunta fácil, pero no lo es.

Gaitán fue un personaje contradictorio. Tuvo muchos talentos, y uno de ellos –muy apreciable– era el talento para confundir. Yo sospecho que lo recordamos sobre todo por haberse reunido con Hernando Valencia Goelkel, Eduardo Cote Lamus y Pedro Gómez Valderrama, entre otros conjurados, para fundar Mito: una revista subversiva, escandalosa, inteligente y atrevida que se publicó a lo largo de siete años solamente, entre 1955 y 1962, pero cuya breve existencia le alcanzó para abrir las ventanas de la literatura colombiana, sacudir la conversación nacional sobre casi todo, decir cosas que en el país pacato de los años 50 no se podían decir y enfrentarse a los poderes terrenales –la dictadura de Rojas Pinilla y la iglesia católica– como nadie lo había hecho. No se preocupe usted, lector, si lo primero que recuerda cuando se menciona el nombre de Gaitán es el hecho fortuito de que haya publicado, en mayo de 1958, la novela corta de un joven costeño que malvivía en París: El coronel no tiene quien le escriba. Sí: la clarividencia literaria era una de las virtudes de Gaitán, pero no era la única.

Fue poeta, crítico de cine, crítico de arte, crítico de literatura, crítico de la crítica. Hizo política sin ser político, y yo tengo para mí que no hubiera podido serlo: tenía la costumbre prohibitiva de la duda. Podía escribir con solvencia sobre el marqués de Sade o el Gobierno de Alberto Lleras, sobre La celestina o sobre el comunismo en Colombia. Apenas cumplida la edad de votar ya había publicado un volumen de poesía de buen oído e influencias frescas, y hay en él unos versos que me parecen una declaración de intenciones, lo más parecido a un atajo para comprender lo que iba a ser la corta vida de Gaitán:

Yo soy así en el mundo violento y desolado

Y mi frente se eleva para buscar el cielo.

Nada redime, nada, mi estupor, mi fatiga,

Nada calma mi sed, nada cumple mi anhelo.

Lo que distingue a Gaitán –y lo que me seduce a mí de su figura– es ese apetito descomunal. Era un joven de provincias, de familia más bien privilegiada, que quería sencillamente leerlo todo, viajar por todas partes y reaccionar a todo por escrito. Por eso escribió en casi todos los géneros: dejó poesía, ensayos, cuentos cortos (pocos y mediocres) y un libreto para ópera. Pero lo que más me interesa a mí es un documento inusual en el panorama de la literatura colombiana: su diario de viaje. Lo comenzó en 1950, cuando, después de años de frustraciones políticas que incluyeron un atentado contra su vida, decidió aprovechar los recursos de su familia para irse a conocer el mundo. A veces se me ocurre que no hay mejor puerta de entrada a la figura de Gaitán: ahí están sus obsesiones, su inteligencia penetrante, su hambre de experiencias, su evolución intelectual que va desde un byronismo un poco risible a una madurez innegable. Y están también su buen ojo, su irreverencia y su tendencia irrefrenable a entenderlo todo a través del prisma de la cultura.

Así es desde la primera entrada del diario. Gaitán se ha embarcado en el Isigny, carguero de la Compañía Trasatlántica con bandera francesa, y al llegar a altamar hace la lista de los pasajeros. Entre ellos hay un sacerdote residente en Colombia, una novicia peruana, un tenor negro de Paramaribo, un comerciante blanco de Génova, tres Hermanos Cristianos y una prostituta francesa. Escribe que la compañía le parecía sacada directamente de Apollinaire; no, se corrige, es más justo verlos como personajes de alguna picaresca para niños, encarnaciones diversas de Pedro Urdimalas. “Durante cerca de un mes”, escribe, “deberé vivir entre diez personajes de novela pasada de moda”. Y vive con ellos, anota en su diario sus comentarios y sus confidencias, da cuenta de sus trifulcas: cuenta el racismo del genovés, el resentimiento del tenor y la frivolidad del sacerdote (pero no cuenta nada sobre la prostituta). Y un mes después el carguero Isigny llega al puerto de La Pallice, que hoy conocemos como La Rochelle, y Gaitán empieza los tres años de ese viaje que lo convirtió en él mismo: en la imagen que tenemos de él cuando llegamos a conocerlo bien.

El problema, por supuesto, es que nadie llega nunca a conocerlo bien. Acaso es por eso por lo que su figura no está tan presente entre nosotros: porque es inasible, contradictoria, multiforme. Cuando publicó las notas que hizo durante un viaje por China y la Unión Soviética, Gaitán dijo que lo hacía para responder a los reaccionarios que lo acusaban de comunista y a los comunistas que lo acusaban de reaccionario. Pero las notas, dijo, “apenas son el testimonio, probablemente ineficaz, de un hombre que pretende ser libre”. Y ya sabemos que no hay nada más difícil, ni nada que despierte más la inquina y las enemistades de este país perpetuamente envenenado contra sí mismo, donde no es de recibo no pertenecer a una tribu.

En 1959, Jorge Gaitán publicó La revolución invisible, un largo ensayo cuyo subtítulo tremebundo –”Apuntes sobre la crisis y el desarrollo de Colombia”– no debería espantar a nadie. Se trata de una reflexión generosa sobre nuestro destino colombiano; hay allí reflexiones lúcidas y también intuiciones a medio hornear, diagnósticos certeros y profecías completamente erradas, pero hay sobre todo un esfuerzo serio por pensar el país. Pero lo que quiero recordar no es el ensayo en sí, que se publicó por entregas en la revista La calle, sino una nota que Gaitán publicó en la misma revista sobre las reacciones que su ensayo produjo.

“Mi caso”, escribió, “no tiene en el fondo nada de asombroso: no le debo favores a nadie; no dependo de ningún partido, de ninguna secta; no acepto jefes, ni Index de ninguna clase; no pueden asediarme económicamente, no pueden aniquilarme éticamente, no pueden impedirme que escriba, ni mucho menos que piense; leo lo que quiero, estudio, observo e intento con obstinación comprender ciertos temas culturales, ciertos panoramas políticos y sociales, ciertas pasiones humanas. No soy un inconforme profesional: creo apenas que la fuerza de una posición no proviene del desprecio, ni siquiera del talento o de una adhesión ideológica, sino de la independencia y la conciencia”.

En junio de 1962, el avión en que Gaitán regresaba de París a Bogotá se estrelló en la isla de Guadalupe. Es imposible, leyendo las palabras que acabo de citar, no sentir que esa muerte prematura nos robó algo importante. Habrá que conformarse con lo que nos quedó.

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