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Narcotráfico
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Latinoamérica: no seamos policías antinarcóticos del entretenimiento

El primer paso es cambiar la manera en cómo nos relacionamos con esa parte de nuestras historias: enfrentar con mayor tranquilidad todas esas series porque, aunque reflejan una parte de nuestra realidad, no nos definen

martha ochoa en griselda, la serie
Un fotograma de la serie 'Griselda'.Netflix

El guion se repite nuevamente: se anuncia una nueva serie sobre narcotráfico y Colombia, la productora hace una campaña de promoción — a mi parecer poco original, pero que atrae la atención—, y se alza la ola de indignación nacional por considerar que esta nueva serie es una ofensa más a nuestro país. Ayer fue un “Blanca navidad” en la Puerta del Sol en Madrid, hoy ha sido un camión aspirando una línea blanca en París; mañana ya veremos.

¿No nos cansa esta dinámica? Al menos a mí me agota. No creo que ponernos bravos con cada serie, cada programa, cada valla publicitaria, cada chiste que se haga sobre nuestros países y el mercado de drogas sirva para que nos dejen de asociar con el narcotráfico y la violencia, la corrupción y la cultura asociadas. Tampoco entiendo por qué sentimos la necesidad de responder ante estas referencias o en qué momento nos convertimos en la policía antinarcóticos del entretenimiento. Todo esto es desgastante, y tiene un efecto entre nulo y contraproducente: la atención genera atención.

Es posible que tengamos otras alternativas a vigilar, denunciar y castigar o, incluso, a opciones ingenuas, como la mencionada por el embajador de Colombia en el Reino Unido quien, bastante indignado con esta nueva serie, pedía mejor hablar de cosas positivas que tiene el país como las orquídeas. Como si nuestra flor patria sirviera para reemplazar la fascinación por las miles de tragedias individuales y familiares que se acumulan para producir una tragedia nacional, análoga a la que tantos otros países de la región han sufrido, sufren o, si nada cambia, seguirán sufriendo.

El primer paso para mí es que cambiemos cómo nos relacionamos con esa parte de nuestras historias vitales y nacionales: enfrentar con mayor tranquilidad todas esas novelas y series porque, aunque reflejan una parte de nuestra realidad, no nos definen ni como personas, ni como país. Reconciliarnos con nuestras historias del narcotráfico sin banalizarlas ni romantizarlas, prestar atención detallada y sanadora a las heridas causadas, redefiniendo esa mancha que aparentemente muchas personas colombianas, mexicanas, ecuatorianas, salvadoreñas, hondureñas… siempre vamos a llevar por haber nacido donde nacimos. ¿Cómo? Hablándolo entre nosotros. Abriendo diálogos. Sí, suena confuso porque en países como Colombia los cultivos de coca y sustancias como la cocaína aparecen en las noticias casi a diario. Pero no me refiero a eso. Me refiero a conversaciones cotidianas, abiertas y sinceras, en el ámbito familiar, o entre amigos. Conversaciones sobre lo que pasó y lo que pasa en nuestros entornos inmediatos.

Hace poco más de una década, en mitad de una investigación académica sobre prevención de violencia juvenil en Medellín, un padre de familia compartió conmigo, entre avergonzado y arrepentido, cómo en los años donde los carteles tuvieron más auge, él y otros padres persuadían a sus hijas a salir con los llamados “traquetos”: por aspiración de ascenso social, por miedo a represalias, o por una combinación de ambas. Y es que, en esos años, me atrevo a afirmar, éramos mayoría las personas que teníamos un familiar, amigo o conocido víctima del narcotráfico, o conocíamos a alguien de quien sospechábamos que estuviera involucrado en negocios ilegales. Claro, por miedo a algún tipo de respuesta violenta, muchas personas no podíamos denunciar o siquiera comentarlo. De pronto, también por vergüenza. Así, por ambas, al parecer, y por decisión colectiva, decidimos guardar silencio, a pesar de que esto tocó a muchas personas y permeó muchas instituciones. El resultado fue que las drogas y el narcotráfico se convirtieron en el Bruno del país: el familiar del que nadie habla.

¿Reconciliarnos con esta parte de nuestra historia es glorificar al narcotráfico? No. Es entender qué pasó, cómo ha impactado a nuestras cotidianidades y, por acumulación y multiplicación, a nuestros países, y cómo hemos respondido ante este fenómeno. En qué fallamos y por qué, o en qué acertamos y cómo. Este es un segundo paso de conversación más pública que nos llevaría a no quedarnos estancados en el tabú, la vergüenza y la prohibición. Si comenzamos a abordar el narcotráfico de manera distinta, a nivel de narrativas, pero también a nivel de políticas, no sólo seremos más efectivos en cómo se nos percibe desde fuera, sino que podríamos ser quienes lideran esta conversación.

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Porque justo con esa vergüenza, inacción y silencio también, hemos permitido que sean otros los que construyen la narrativa sobre nuestros países: los violentos, los culpables, los que envenenan al mundo. Somos el problema. Hasta me da la impresión de que con esos arrebatos de reproche contra las series de narcos aprovechamos para liberar algo de vergüenza y para pedir perdón. ¡Perdónanos, mundo civilizado, por tener cultivos de coca y no hacer lo suficiente! Pero ¿por qué no pasa esto en los países consumidores? Y no se trata desplazar la culpa y hacer un ojo por ojo. No sugiero que les impongan visas a las personas de los países que más consumen cocaína ni que se las trate como criminales o sospechosos en los aeropuertos. Mi duda es por qué nosotros terminamos siendo el centro del espectáculo. Al menos, compartir el foco (y también el diálogo) sería un buen tercer paso.

Seguramente vendrán más series y películas de narcotráfico relacionadas con nuestros países, pero al menos espero que seamos nosotros quienes comencemos a controlar la narrativa, al tiempo que sigamos buscando mejores políticas de drogas que nos hagan transformar la manera en que nos relacionamos con esa parte de nuestra historia. Y si nos volvemos a encontrar con ese extranjero que nos suelte la típica frase de “Ah, eres colombiana. ¿Cocaína? ¿Narcos? ¿Griselda?”, en lugar de ponernos nerviosas y recitar la lista de siempre sin respirar -“pero también tenemos café, a Shakira, Karol G, frailejones, orquídeas, dos océanos, Cien Años de Soledad”- podamos responder tranquilamente: “Sí, en Colombia se produce cocaína porque el mundo quiere consumirla. Siguiente pregunta”.

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