Cien años de un holocausto en Colombia
Con ‘La Vorágine’, José Eustasio Rivera intentó llamar la atención de la sociedad de que el grupo dirigente nacional era capaz de plegarse a cualquier postor a costillas de comunidades sin voz
Yo tenía 11 años cuando leí La Vorágine por primera vez. Recuerdo que las conversaciones con las profesoras Ileana Cifuentes de Sastre y Lourdes Díaz eran intensas y llenas de dudas. A través de Arturo Cova, Alicia, la niña Griselda, Fidel Franco, Clemente Silva, Barrera, el Pipa, entre otros, una Colombia desconocida se abrió ante nosotros. No fue fácil seguirle el paso al lenguaje usado por José Eustasio Rivera en la novela, pero entendimos que la violencia y la codicia dominaron una lejana región de Colombia, en la que murieron muchas personas, sin que nadie hiciera nada mientras los caucheros se hacían ricos.
Durante años, una y otra vez, en mi cabeza retumbaron la primera y la última oración de La Vorágine: “Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar, y me lo ganó la violencia.” Y, que, a Arturo Cova y a sus compañeros, “¡Los devoró la selva!” Me parecían profundas y poderosas, pero en clave, tal vez con algo oculto, como una especie de acertijo.
Los libros de historia y otras novelas me fueron mostrando que Rivera no hablaba de Cova sino de Colombia. Por un lado, las guerras políticas, el narcotráfico, el paramilitarismo, la guerrilla, la intolerancia, la corrupción, la delincuencia (común y de cuello blanco) se incrustaron en el corazón del país y ahí nos atascamos. Por otro, más que la selva nos devoró la incapacidad de una élite criolla de proponer y liderar un proyecto de sociedad equitativo en el que todas y todos cupiéramos; en el que el acceso a las oportunidades fuera amplio y democrático; en el que la periferia no fuera vista como un lugar marginal o como tierra de nadie. Nos devoró nuestra incapacidad, como sociedad, de impulsar los cambios necesarios para tener un mejor país. Desafortunadamente, nos resignamos y nos entregamos.
Como los ríos que tan bien describe Rivera, La Vorágine y yo, aunque seguimos caminos diferentes, nos volvimos a encontrar. En 2006 me topé con una edición increíble, con fotografías de Sylvia Patiño. No resistí y la volví a leer. Fue un viaje diferente. Vi con mayor claridad que la novela de Rivera no era solo sobre la naturaleza, la historia, la cultura y la violencia en Colombia; era sobre cómo el Estado colombiano entregó territorio, recursos, fuerza, justicia, hasta memoria a intereses particulares a finales del siglo XIX y comienzos del XX, primero, y que luego naturalizó esta actitud con intermediarios políticos nacionales y regionales y con actores armados: liberales y conservadores, chulavitas y pájaros, paracos y guerrillos, bananeros y ganaderos, etcétera.
Pero mis encuentros con La Vorágine no pararon ahí. El año pasado tuve la oportunidad de participar en varios encuentros que evidencian que aún hay mucho por develar de esta maravillosa novela. Como sostuvo Juan David Correa, ministro de Cultura, en una conversación que tuvimos en el programa Planeta Bogotá de Canal Capital, la clase dirigente colombiana, hábilmente, clasificó como ficción lo que Rivera retrató La Vorágine para ocultar una atroz realidad. Fue un esfuerzo consciente por desviar la atención sobre la historia y sobre su responsabilidad. No se puede perder de vista que, como lo afirmó Juan Carlos Flórez, historiador y una de las personas que, de manera voluntaria, ha promovido la conmemoración del centenario de La Vorágine, fue un holocausto que acabó con el 80% de los pueblos indígenas de la Amazonía colombiana.
No hay duda de que Rivera intentó llamar la atención de la sociedad colombiana en 1924, cuando se publicó por primera vez La Vorágine, de que el grupo dirigente nacional, para mantener y aumentar sus privilegios, era capaz de plegarse a cualquier postor a costillas de comunidades sin voz, sea por acción u omisión. El siglo XX estuvo lleno de ejemplos en distintas regiones (la explotación de las bananeras en el Urabá, el desplazamiento forzado en Montes de María o la adquisición irregular de lotes baldíos por parte de empresas de diversos tamaños); y con igual respuesta a la que en su momento se le dio a la cauchería en el gran Putumayo: impunidad e indiferencia.
Hace pocos días terminé de leer La Vorágine: Una edición cosmográfica, publicada por la Universidad de los Andes y editada por Margarita Serje y Erna Von Der Walde. Este trabajo, además de la novela, incluye textos de autores como Alexander von Humboldt, Agustín Codazzi, Benjamín Saldaña Rocca, Roberto Pineda y Federica Barclay, que ayudan a dimensionar los efectos de ese holocausto que se perdió en el olvido y entre las violencias.
En 2024 se celebrarán los 100 años de la publicación de La Vorágine. En diferentes espacios esta novela y su autor serán invitados de honor. En la Feria del Libro se realizarán algunos eventos conmemorativos. El Ministerio de Culturas, en un trabajo conjunto con Los Andes, la Nacional y el Museo Nacional publicarán la biblioteca Vorágine, diez tomos, que además de la novela, recogen obras que dialogan con La Vorágine, como Holocausto en el Amazonas de Roberto Pineda, Historia de Orocué de Roberto Franco o Anastasia Candre, polifonía amazónica para el mundo” dedicada a una gran artista amazónica cuyo pueblo sobrevivió al holocausto, editado por Juan Carlos Flórez. La colección se entregará de manera gratuita a todas las bibliotecas públicas del país.
Está será una gran oportunidad para que las nuevas generaciones reflexionen sobre el país a partir de un libro de tanta relevancia histórica.
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