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Tatiana Andia: “Espero que el sistema de salud no se derrumbe antes de que mi tratamiento deje de funcionar”

Socióloga de la salud y con un cáncer incurable, la académica aclara que sí es necesario mejorar el sistema sanitario en Colombia

Tatiana Andia, el 7 de diciembre de 2023, en Bogotá.
Tatiana Andia, el 7 de diciembre de 2023, en Bogotá.NATHALIA ANGARITA
Juan Esteban Lewin

Tatiana Andia (Bogotá, 43 años) es una experta en el sistema de salud y su usuaria de primera línea. Diagnosticada con un agresivo cáncer de pulmón hace tres meses, el sistema ha asumido el tratamiento, que cuesta unos siete millones de pesos (alrededor de 1.800 dólares) al mes. Andia, que ve en esa cobertura un logro, señala que sin embargo se produce una carga emocional y burocrática muy alta para una persona en su situación. “Es muy fuerte la falta de una relación más humana en un momento tan traumático y vulnerable”.

Recibe a EL PAÍS en la sala de su casa, en el oriente de Bogotá, en la tarde del jueves. Viene de una clase en la Universidad de Los Andes, donde es profesora de sociología desde que terminó su doctorado en la Universidad de Brown (Rhode Island, Estados Unidos) con una tesis sobre los diseños de las políticas farmacéuticas en Colombia y Brasil desde los años 90. Experta en sociología de la salud, ha coordinado el proyecto “Salud Visible” y ha sido asesora de entidades como la Organización Panamericana de la Salud y el Ministerio.

Su tratamiento, dice con serenidad, dejará de ser útil en algunos meses. El tiempo es incierto, pero los expertos estiman que rondará un año. “Espero que el sistema de salud no se derrumbe antes de que deje de funcionar”, concluye entre risas, con un humor negro que hiela los huesos.

Tatiana Andia, en Bogotá.
Tatiana Andia, en Bogotá.NATHALIA ANGARITA

Pregunta. Cuéntenos de su condición y de qué le ha enseñado el sistema de salud.

Respuesta. Hace unos tres meses tuve un dolor que asocié a una hernia discal. Tomé analgésicos, pero el dolor se volvió insoportable. Una de las cosas difíciles del sistema es obtener pronto una cita con un especialista, pero tuve la suerte de que alguien canceló su cita y logré una con un ortopedista de mi EPS.

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Él me mandó una resonancia magnética. Logré también una cita rápido, algo muy sorprendente. Cuando salí de hacerla, la mujer que dirigía el examen me detuvo, me dijo que iba a acelerar mis resultados y que tan pronto los recibiera, los debía llevar a mi médico o ir a urgencias. Fue angustiante. Unas horas después, tras dictar clase con un dolor de espalda atroz, recibí el reporte. Decía “adenomegalias retroperitoneales“. Eso me sonó muy mal.

P. ¿Qué hizo?

R. Llamé a mi papá, que es médico, y le leí el resultado. Me dijo que había que buscar un oncólogo inmediatamente. Fue terrorífico. Normalmente una persona tendría que buscar una cita a través de su EPS, algo difícil de lograr, pero yo fui privilegiada en ese acceso. He investigado toda la vida el sistema de salud, y había trabajado con Carolina Wiesner, la directora del Instituto Nacional de Cancerología. La llamé, le conté y me pidió ir al Instituto al día siguiente, cuando una primera cita allí se suele demorar semanas. Esa tardanza es muy delicada en enfermedades como el cáncer, en el que el tiempo es crucial.

La oncóloga me atendió y me mandó muchos exámenes. De ahí en adelante el tránsito ha sido normal, engorroso: pedir una cita, esperar la disponibilidad, llamar a la EPS a tramitar la autorización para cada una. Cuando uno está enfermo, angustiado y con muchísima incertidumbre, cuando le dicen que tiene cáncer pero no sabe qué tan grave es ni qué sigue, necesita que sea rápido. Pero la demanda para esos exámenes es muy alta. Cada uno era una semana distinta. Cualquiera que ha estado seriamente enfermo y ha vivido esa angustia existencial, propia y de la familia, siente que el sistema no funciona; así, incluso la gente que puede pagar en privado se estrella con que simplemente no hay cupo.

P. Es problema de capacidad...

R. Sí. Y en otras ciudades ni hablar; toca trasladarse a Bogotá con todo lo que implica. Eso da una percepción de injusticia; “estoy en una situación muy difícil y el sistema me pone trabas para acceder”.

En mi caso, la resonancia mostraba una lesión en la columna, correspondiente a un cáncer de pulmón. Había tantos tumores que en las imágenes yo parecía un dálmata [risas]. Me dijeron: “los puntos blancos son tumores”, y estaban regados por todos lados. Uno de ellos se había comido buena parte del tejido óseo de una vértebra y causaba el dolor. Yo tenía una disonancia cognitiva: había escalado unas montañas cerca de Río de Janeiro y dos o tres semanas después me decían esto. No lo podía creer.

De mi segunda cita con una oncóloga salí directamente a urgencias. Después de ver las imágenes más específicas, encontró que el tumor de la columna había roto la pared que va a la médula, y debía hacer radioterapia inmediata para detener su crecimiento y evitar que quedara parapléjica. No sabía ni cómo procesar esa información. Ahí va otra cosa. Creo que la gente mezcla muchas experiencias traumáticas de entrar en contacto con un sistema de salud, porque no es fácil separar las causas y responsabilidades. Es una experiencia llena de angustia, incertidumbre y dolor.

P. ¿Cree que hay factores concretos para esa mala experiencia?

R. Los servicios, especialmente de medicina especializada, se han deshumanizado muchísimo. Uno de los ejemplos más abrumadores es que en los hospitales, especialmente en los universitarios, quienes te preguntan, te tocan y te examinan son los residentes, los médicos que están estudiando para ser especialistas. El oncólogo jamás. Entra al final, ve las imágenes, escucha al residente 30 segundos, te mira, te dice dos cosas. En mi caso, que mi cáncer no tiene cura y tocaba ver qué tratamiento se adecuaba para saber cuánto tiempo me quedaba.

“¿Tienes preguntas?”, te dice, y tú estás en shock. Tus preguntas son “por qué a mi” o “cómo me dio un cáncer incurable a los 43 años”, cosas que no te puede resolver. Las que sí, llegan después, cuando sientes un efecto secundario de un tratamiento a las dos de la mañana. Es muy fuerte la falta de una relación más humana en un momento tan traumático y vulnerable.

P. ¿Le ha ido mal?

R. Yo amo a mi oncóloga, a la que he visto cuatro veces. El Instituto es muy humano. Eso no es culpa de una institución, así es la formación médica. Y con el volumen de gente que atienden los especialistas, tampoco hay muchas alternativas. En un sistema de salud con recursos escasos no se puede instalar un hospital de alta complejidad en todas las ciudades, como el presidente pretende. Esa relación distante no es un problema de este sistema de salud, sino de todos los del mundo.

P. Es una faceta muy dura del sistema

R. Como siempre he estudiado sistemas de salud, en medio de mi enfermedad observaba y trataba de entender cosas deshumanizantes de las urgencias oncológicas. Son traumáticas porque la gente va cuando ya se está muriendo. En las urgencias generales hay un niño con gripa, alguien que se partió un pie... acá todo el mundo está muy mal, con dolores muy fuertes. Gritan, gimen. Hay mucha vulnerabilidad, mucha, mucha angustia. En el Instituto, que no rechaza a nadie, están repletas. Son momentos muy delicados. La radioterapia fue chocante porque nadie explica bien los procedimientos, sus efectos adversos. Una vez más, afecta esa deshumanización que no es responsabilidad de nadie.

Yo quedé hospitalizada varios días. Ahí me hicieron más radioterapias y terminaron los exámenes.

P. ¿Y desde entonces está en su casa, en su trabajo?

R. Sí. Me hicieron las pruebas genéticas y encontraron que es un tipo de cáncer relativamente raro, pero para el que existe un medicamento específico, dirigido a las mutaciones genéticas que hacen que se reproduzca rápidamente. En otros tipos de cáncer de pulmón se usa la quimioterapia tradicional, que tiene muy mal pronóstico y da mala calidad de vida. Me salvé de ese bombardeo genérico, que mata todo. Mi tratamiento es de unas bombas inteligentes, y no tengo que ir a un hospital a enchufarme a una máquina.

Estaba convencida de que si mi alternativa terapéutica era la quimio, no me lo habría hecho. En esa discusión, la del derecho a morir dignamente o a rescindir un tratamiento, Colombia está muy avanzada legalmente. Es uno de los logros del sistema de salud que poco reconocemos. Saberlo me dio tranquilidad, la sensación de que no me iban a hacer cosas que yo no quisiera, el sentido de seguir siendo humano.

P. ¿Cómo es su tratamiento?

R. Me tomo una pastilla todos los días. Es muy benévola, tiene efectos adversos aburridores pero marginales. No se cae el pelo, no quedo decaída por varios días, no me tienen que hospitalizar. Mientras funciona, porque un día deja de funcionar, tengo una calidad de vida muy buena. El problema fundamental es que es carísimo.

P. ¿Cuánto cuesta?

R. Unos 7 millones de pesos (alrededor de 1.800 dólares) al mes, y eso porque no es tan nuevo y su precio está regulado, otro logro de nuestro sistema. Casi ningún colombiano podría pagar eso de su bolsillo, siete veces el salario mínimo. Y es peor en otros tipos de cáncer, porque las terapias más recientes valen 30 millones de pesos (unos 7.500 dólares) al mes.

P. ¿Los paga el sistema?

R. Justamente otro dilema que enfrenta es definir qué financiamos y qué no, así queramos pagarle a todo el mundo todos los tratamientos de última tecnología. Es el dilema del costo de oportunidad: si pagas 100 millones de pesos para que un paciente tenga dos meses de vida extra con poca calidad de vida, ¿no será mejor invertir ese dinero en la atención primaria para que los niños no lleguen a las etapas tardías de desnutrición? Es un cálculo horroroso pero necesario en términos poblacionales.

Ha sido fascinante ver ese dilema en carne propia. Yo soy una persona joven que recibe un medicamento que me da un tiempo de vida que no es menor, —puede ser un año, y hasta tres—, con una buena calidad de vida. Puedo hacer todas mis actividades, trabajar, estar con la gente que quiero, despedirme con calma. Eso no tiene precio para mí, pero sí le cuesta al sistema

P. En últimas, la salud cuesta...

R. La salud son muchos negocios y el de las EPS es el menos rentable. Es más rentable prestar servicios o producir medicamentos —no en vano las farmacéuticas están entre las empresas más grandes de las bolsas. El mayor dilema humano, para mí, es que tengamos la solución para una persona pero que el precio haga que el sistema de salud no la pueda cubrir. En Uruguay, con un sistema público muy garantista, una persona con mi cáncer solo tiene cubierta la quimioterapia.

Y es una presión cada vez mayor. A medida que va avanzando la tecnología y se va volviendo más costosa, hasta a los sistemas más ricos, como los europeos, les queda más difícil cubrir los medicamentos. También pasa en otras cosas, como los exámenes. A mí nunca me han hecho un PET scan que es lo más avanzado de las imágenes; no te irradia, es más detallado. El debate es cuándo hacerlo. O, en el cáncer, hay biopsias líquidas que hacen la secuenciación de tu ADN a partir de la sangre, sin tener que sacar una muestra del tumor, pero a costos altísimos. El sistema no puede pagarlo, aunque sería mejor.

Sistemas de salud como el colombiano quedan en una situación muy difícil. Muchas veces tienen que optar por las opciones más básicas, que se pueden financiar, a expensas de la calidad de vida del paciente. Son dilemas muy difíciles de resolver. Los médicos los ven todo el tiempo. Les frustra saber que pueden hacer algo muy bueno y que la respuesta sea que no hay plata, sienten que eso oprime su autonomía médica. Es verdad, pero ¿cómo financiarlo?

P. Eso lleva a los trámites...

R. Claro. Mi medicamento no está en el PBS, lo que antes se llamaba el plan obligatorio de salud o POS. Es decir, no se cubre con la famosa UPC, la prima que reciben las PES por cada afiliado, porque es de una enfermedad rara y un medicamento costoso. Eso se financia con una plata que el Gobierno gira a las EPS al principio del año para cosas raras, llamada “presupuestos máximos”. Es difícil que las EPS acepten pagar estas cosas cuando los médicos las piden.

P. Esa es una de las grandes quejas contra el sistema, ¿no?

R. Las tutelas de salud comenzaron por ahí, porque había medicamentos para VIH por fuera del plan de beneficios, la gente los necesitaba y las EPS no los autorizaban. Hoy es relativamente fácil; los médicos ya pueden prescribirlos sin que el paciente deba hacer trámites. Lo que pasó es que el POS se desactualizó muy rápido, y no tenía cosas que ya no eran tan excepcionales. Esa historia es relevante para la discusión de la reforma. El sistema que tenemos viene de décadas de prueba y error. Es el resultado del litigio de los pacientes, por ejemplo. Esos aprendizajes se reconocen poco.

El sistema mantiene cosas de la famosa ley 100, como las EPS, pero ha cambiado mucho. En lo jurídico, la ley estatutaria modificó el sistema en 2015 y la ley 1430 buscó fortalecer la atención primaria, pero nunca se implementó. Muchas de las cosas que son el espíritu de la reforma actual ya están en las normas, pero las leyes no modifican la realidad por sí mismas. Hay que implementarlas. Eso es tan difícil que, tras la ley 100, durante casi 10 años el Ministerio tuvo el programa Apoyo a la reforma en salud, un equipo de gente dedicado a ajustar las tuercas.

P. Si la reforma sale adelante, ¿ve sencilla la implementación?

R. No, porque los agentes operan de formas difíciles de prever. El Gobierno presume que las clínicas entrarán a una red de prestadores, que no queda claro cómo se va a conformar y que puede quedarse sin todos los servicios en algunos departamentos, porque nadie esté interesado en meterse. Lo que sí es previsible es que los prestadores de alta complejidad, que hoy tienen que prestarle servicios al sistema, van a privilegiar el pago privado. La paradoja más grande del mundo: el Gobierno de izquierda va a generar en salud un apartheid parecido al que tenemos en la educación.

P. Pero eso no es lo que quiere el Gobierno.

R. No, pero nunca pasa lo previsto. Yo coincido con muchas cosas de la reforma. Por ejemplo, el viacrucis de las autorizaciones no tiene sentido y es abusivo; no es lógico ponerle toda la carga administrativa al paciente, que está en su momento más difícil. Eso debería resolverse entre el prestador del servicio y el asegurador.

Las EPS tuvieron por años, y todavía tienen, unos comportamientos absolutamente reprochables con la lógica “entre menos servicios reclame la gente, mejor para mí, porque no gasto”. Eso es ceguera empresarial, porque la persona no atendida termina llegando por urgencias en peores condiciones, y tratarla cuesta mucho más. En el pasado algunas EPS llegaron a un nivel más macabro, a apostar que el paciente se moriría antes de tenerle que prestar ningún servicio. Pero han desaparecido las EPS que tenían las peores prácticas.

Tatiana Andia, historiadora y socióloga de la universidad de Los Andes, el 7 de diciembre del 2023, en Bogotá.
Tatiana Andia, historiadora y socióloga de la universidad de Los Andes, el 7 de diciembre del 2023, en Bogotá.NATHALIA ANGARITA

P. La exministra Carolina Corcho dice que las EPS son tan malas que se están acabando, ¿eso es así?

R. Cuando empezó el sistema, había más de 100, eso era absurdo. De los reformistas, sálvame señor: suelen tener unas ideas un poco locas de cómo funciona la realidad. En ese entonces creían que la competencia iba a resolverlo todo, que la gente iba a elegir las mejores EPS y las peores se quebrarían. Pero en salud la competencia es imperfecta: el consumidor no decide si acceder a la salud, necesita hacerlo y no tiene toda la información para decidir.

Al final desaparecieron muchas EPS. No había espacio para tantas. Un mercado de aseguramiento tiene que lidiar con diferentes riesgos, en este caso de gente sana y gente enferma, y unas EPS tenían toda la gente enferma. No eran viables. El Estado ha entrado a modular, por ejemplo, con UPC diferenciadas para darle más dinero a quienes aseguran a gente enferma. Eso tardó porque, si bien siempre se planeó que el Ministerio fuera un regulador activo, se demoró en crear las capacidades para hacerlo. Al principio era tan precario que ni sabíamos cuánta gente estaba en cada EPS. Ahí hay otro avance.

P. ¿Pero ve necesaria una reforma?

R. Sí, hay cosas del modelo que requieren más que ajustes operativos. Por ejemplo, no está resuelto el problema de los lugares donde no hay mercado. Una mejora relativamente rápida es quitarle a las EPS las zonas que ni tienen un hospital.

P. ¿Eso no es dejar la carne para los privados y el hueso para lo público?

R. Es resolver el problema de esa población sin dañar lo que ya funciona para los demás. No es tan difícil, porque esas zonas tienen mucha menos morbimortalidad. Sus problemas son de atención primaria y de la necesidad de pagar transportes costosos cuando necesitan atención más compleja. Un buen inicio, que ya se ha planteado, es que el Estado asuma las zonas dispersas, con un modelo distinto. Eso le ayudaría a crear las capacidades para luego hacerlo en todo el país. Estamos echándole toda el agua sucia a un solo actor, las EPS; que sí tienen muchos problemas. Pero también los prestadores, que en muchos casos tienen líos de corrupción, como el cartel de la hemofilia.

Pero lo más grave del modelo trasciende a Colombia, y es que los incentivos están alineados para que el dinero se invierta en las cosas caras y complejas de últimos años de vida, no en prevención. La última tecnología es la que da enormes márgenes de utilidad. Hay exámenes que cuestan millones de pesos, medicamentos de alto costo. Los médicos tienen todos los incentivos de entrar a las especialidades más escasas, que dan los salarios más altos y permiten elegir dónde trabajar. En cambio, el centro de atención primaria en salud para atender al niño con diarrea no es rentable.

P. La reforma busca justamente impulsar la prevención, la atención básica...

R. Sí, pero hay muchos retos. Después de construir la infraestructura, hay que lograr que un médico general medianamente talentoso quiera estar allí. Ese problema trasciende al modelo, incluye al mercado laboral, a la formación médica; es un problema de globalización. Es difícil de resolver.

P. ¿Las EPS no refuerzan ese modelo?

R. Sí, lo profundizan. Por ejemplo, cuando decidimos limitar la integración vertical para que no se quedaran con todos los negocios con sus propias clínicas, dijimos que solo pueden contratar con su red el 30% de los servicios prestados. Y, claro, contrataron los más caros. No sorprende que tengan hospitales de alta complejidad, porque son los de alta utilidad. Habría que llevarlos a que creen centros de atención primaria. Necesitamos crear reglas para que las gestoras, o como las queramos llamar, direccionen sus inversiones en las fases de atención necesarias. Que inviertan en atención primaria, que no salgan con la excusa de que no pueden hacer vacunación en Chocó porque no hay red de atención: que la pongan.

Sí toca meterse en el negocio de las EPS mucho más de lleno, y permitir el giro directo del dinero de la Adres a los prestadores. Pero hay que tener cuidado con cambiar todo para terminar peor. Hoy alrededor del 11% de la gente tiene un seguro privado, pero en Brasil es casi el 40% de la población. Con la incertidumbre probablemente aparecen seguros malos, como allá. La gente paga 50.000 pesos con el recibo de la luz y tiene la sensación de que lo van a atender más rápido, pero no le protegen de nada.

P. Es una visión pesimista..

R. Esta reforma tiene toda la vocación para salir mal, entre otras porque los que la están impulsando no la van a implementar, eso le va a quedar a otro Gobierno. ¿Qué pasa si es de oposición, o no tan simpatizante de la reforma? No sé. Las promesas de que termine el viacrucis de las autorizaciones, de que los recursos no se perderán e irán directo a la atención, de que todos los servicios estarán permitidos y serán inmediatos, son imposibles de cumplir.

El cambio requiere tiempo y yo no veo, por ejemplo, un trabajo para que más hospitales sean universitarios y se amplíen los cupos en las especialidades. Tampoco veo que se planteen incentivos para que los médicos vayan a las zonas menos cubiertas. Ir desmontando capacidades para, en teoría, crear otras —como están haciendo ahora, al no pagar a las EPS los presupuestos máximos, y al crear equipos territoriales de salud— es un tiro al aire.

P. ¿Qué espera que pase con la reforma?

R. Creo que sí puede terminar aprobada, aunque sea un trámite tortuoso. Pero sigue el reto de la Corte Constitucional. No hablo vicios de trámite, sino de que se pierdan avances en el derecho fundamental a la salud, que prohíbe la Corte. A mí, como a todos los pacientes de alto costo con un medicamento que financia el sistema, me dio estrés cuando Cruz Verde le dijo a Sanitas que ya no le iba a entregar ese tipo de drogas. Son medicamentos vitales y no hay alternativas: si no te lo entregan, te mueres. ¿Cómo garantizar los derechos de los pacientes que están recibiendo atención?

P. Teme que haya tutelas...

R. Claro. En el texto no está claro cómo se van a financiar ni quién va a contratar a los operadores logísticos que entregan el medicamento al paciente. Además, hoy la gente sabe que le reclama a la EPS y ella arregla. ¿Y ahora, con tantos actores? Las demoras por la falta de claridad pueden ser letales, un retroceso muy grande en derechos que hemos ido adquiriendo con mucho sufrimiento, con muertos de por medio. Una cosa dura de este momento es que hay una idea como: “Bueno, para cambiar las cosas sí va a tocar que alguna gente se muera”. Eso me parece inaceptable. Yo sí creo que hubo muchos muertos por problemas de implementación de la ley 100 y esperaría mucha más responsabilidad de quienes han sido tan críticos de esos muertos.

P. ¿Y qué espera para usted?

R. Espero que el sistema de salud no se derrumbe antes de que me deje de funcionar el medicamento [risas]. Yo no podría pagar mi medicamento pese a ser una persona con un empleo formal y bien remunerado, con doctorado; mi familia tampoco. Es una realidad de a puño: hay gente que, si no accede, se muere. Y podría no morirse y vivir un año más, con plenitud.

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Sobre la firma

Juan Esteban Lewin
Es jefe de Redacción de la edición América Colombia, en Bogotá.

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