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senadora, María José Pizarro, viste una chaqueta con una imagen de su padre, Carlos Pizarro
La senadora María José Pizarro, viste una chaqueta con una imagen de su padre, Carlos Pizarro, en Bogotá, el 7 de agoto de 2022.rrss
Conflicto Colombia
Columna
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La política de los supervivientes

Carlos Fernando Galán y Rodrigo Lara compitiendo por la Alcaldía de Bogotá, así como varios congresistas, nos recuerdan que la nuestra es una política de supervivientes. O de huérfanos, si se prefiere, y tendríamos que pararnos dos segundos a pensar qué dice esto de nosotros

Juan Gabriel Vásquez

Hace unos diez días, cuando escribí en este periódico acerca de la muerte de Pablo Escobar, de la cual se cumplirán treinta años en diciembre próximo, no se me ocurrió ni siquiera que pocos días después fuera a ser elegido alcalde de Bogotá el hijo de una de sus víctimas más conocidas o recordadas: Luis Carlos Galán. No seré el primero, supongo, en notar que Carlos Fernando Galán competía con Rodrigo Lara Restrepo, hijo de otro de los hombres asesinados por el Cartel de Medellín durante esa década de horror que nos cambió para siempre. En cierto sentido, es con el crimen de Rodrigo Lara Bonilla como comenzó todo. La historia no suele respetar la cronología: así como el siglo XX comenzó en 1914 y terminó en 1989, la década de los 80 en Colombia comenzó tarde, en abril de 1984, y terminó tarde también: en diciembre de 1993. Aunque en más de un sentido –nadie me lo tiene que decir– no haya terminado todavía.

Cada cierto tiempo me asaltan las imágenes de estos crímenes, porque forman parte de mi memoria, o de la memoria colectiva de varias generaciones entre las cuales está la mía. Cada cierto tiempo recuerdo el lugar de la calle 127 donde los sicarios de Pablo Escobar dieron alcance al Mercedes blanco de Rodrigo Lara, y recuerdo las imágenes de los vidrios destrozados a balazos, del asiento trasero manchado de sangre y de los dos libros abandonados allí como una metáfora de mala película: Diccionario de historia de Colombia y Cadena perpetua. Y cada cierto tiempo recuerdo, también, el video de la tarima de Soacha –que no he vuelto a ver para escribir esto que escribo–, con esos hombres de vestido y corbata, esas pancartas levantadas en la multitud, esa cámara inestable que trata de fijarse en algo y luego el traqueteo de las ametralladoras y la secuencia inverosímil de los cuerpos que caen. “Y caí como un cuerpo muerto cae”, escribe Dante en la Divina Comedia: nunca he pensado en el crimen de Galán sin recordar ese verso. No sé cuántas veces he visto esas imágenes dolorosas, pero siempre lo he hecho sorprendido por lo que nos tocó vivir; y tengo miedo del día en que ese crimen grabado en video deje de sorprenderme o de entristecerme, porque eso querrá decir que la imagen me ha anestesiado.

Ésta es una de las formas de entender el país que nos ha tocado: la nuestra es una política de supervivientes. O de huérfanos, si se prefiere, y tendríamos que pararnos dos segundos a pensar qué dice esto de nosotros: qué dice de nosotros el hecho de que compitieran por la alcaldía de Bogotá los hijos de dos hombres asesinados, mientras en el partido de gobierno hay por lo menos tres congresistas valiosos –Iván Cepeda, María José Pizarro y María del Mar Pizarro–, que no sólo tienen en común la testaruda defensa de la paz, sino el ser hijos de hombres que murieron en la violencia. Pienso en ellos y se me ocurre que se habrán visto en cada sesión del congreso con Enrique Gómez Martínez, sobrino de otro hombre asesinado, y también con Miguel Uribe Turbay, cuya madre murió asesinada por Pablo Escobar y el grupo de los Extraditables. Nuestras violencias se encuentran: los que tienen memoria recuerdan que Escobar, para secuestrar a Diana Turbay, le puso el señuelo irresistible de una entrevista con el cura Pérez, guerrillero del ELN; y la trampa tenía verosimilitud porque Turbay había entrevistado previamente a Carlos Pizarro. Este es el equipaje que llevan consigo nuestros congresistas cuando se dan cita en el congreso.

Y éstos no son más que los primeros que me vienen a la memoria. ¿Qué dice esto de nosotros? ¿Qué implicaciones puede tener? Sí, la nuestra es una política de supervivientes. Es una política que se hace con dolor, o por lo menos con el fantasma del dolor pasado acompañándonos siempre y tal vez dándonos consejo. Esto se puede ver como una herencia y una responsabilidad, y también de maneras menos fructíferas, pero no puede no verse. Ya no debe de haber colombianos que no tengan a una víctima de nuestras guerras diversas entre sus conocidos, pero tendríamos que preguntarnos también qué pasa cuando las violencias pasadas forman parte de nuestras instituciones: cuando entran en ellas y las habitan con sus fantasmas. Es difícil recordarlo, pero hubo un tiempo en que no era así. Y es fácil imaginar, en cambio, un futuro próximo en que toda la política colombiana la hagan hombres y mujeres que han sido tocados por la violencia: los hijos y los sobrinos y los viudos e incluso los padres de los que han muerto asesinados en nuestro país de intolerancia extrema y de gatillo fácil.

Aunque tal vez peque yo por inocencia, o por falta de información: y ese futuro ya esté aquí.

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