Política de señoras bien
Los triunfos varoniles en las elecciones regionales no carecieron de estética femenina, como es el caso de la particular candidatura que ganó la Alcaldía de Cali y que amerita una cuidadosa disección
Las contiendas electorales son también una colección de imágenes. Existe un tejido de minuciosos cálculos para trazarlas. Las apariencias, los colores, los gestos, los tonos, los ángulos, las palabras —todos pueden ser organizados en aras de convencer y convocar. El juego ulterior siempre es obtener el voto, claro. Unas mangas posicionadas de cierto modo, un aspecto particular en la expresión facial, un par de muñecas descubiertas, el uso de cierta joya, un ademán determinado, una ropa que se usa de manera deliberada. Las personas expertas en estos asuntos saben que el detalle puede estar sembrando un efecto inconsciente en las personas votantes. La política, en ese sentido, es como el glamour: un acto de persuasión visual. Y, en cuanto a imágenes, las recientes elecciones regionales colombianas del 29 de octubre mostraron una ausencia importante de mujeres. Los resultados agudizaron ese vacío. Solo 7 de los 64 cargos principales serán ocupados por mujeres. Pero no todos los triunfos varoniles carecieron de estética femenina, como es el caso de la particular candidatura que ganó la Alcaldía de Cali.
El vencedor fue Alejandro Eder, miembro de una de las familias terratenientes y azucareras más importantes del Valle del Cauca. Es inevitable notar que, bajo otros aires, como en el rocoso tema que han sido las negociaciones para la paz, Eder ha sabido presentarse bajo un sello progresista que incomoda posturas más tradicionales de su casta. Abraza una política que repudia el revanchismo y que se delinea dentro de contornos progresistas. La retórica de su campaña, sin embargo, enfatizó focos de ‘dureza’ para la seguridad de la ciudad, la promesa de gobernar ‘como Dios manda’, y la intención de ‘defender la vida y la familia’.
En medio de la ausencia femenina de la atmósfera electoral, una mujer que destacó, tal vez como ninguna otra, fue su esposa, Taliana Vargas. Su presencia se intensificó notoriamente en las últimas semanas de la contienda. Apareció más y más junto a su marido en los espacios designados para los discursos, en las interacciones en la calle; repartió volantes, hicieron múltiples videos en conjunto. La campaña incluso circuló videos donde aparecía únicamente ella. En esas semanas, Vargas se convirtió en el instrumento más importante de la campaña. En una de las imágenes publicitarias que apareció por esos días en Instagram, el retrato de la pareja rezaba la consigna: “2x1 para Cali”. En varios videos hablaron en plural. “Vamos”, “somos”. Eder apareció con frecuencia vistiendo jeans oscuros, camisa azul náutica con la impronta Polo, sosteniendo la mano de una Vargas recurrentemente ataviada de blanco, una figura sonriente que asentía cuando él hablaba y que en distintos momentos hablaba más que él. No en vano las redes sociales se llenaron de memes y comentarios que se referían, cómicamente, a lo que pasaría cuando la ciudadanía caleña no encontrara a Vargas en el tarjetón. Fueron abundantes los comentarios que la reconocieron como faro primordial en movilizar el mecanismo de votación.
La figura de la esposa que vehicula la elección del político no es, por supuesto, ninguna novedad. Está cobijada bajo la estampa —cada vez más complicada— de la “primera dama”, un título que empezó a acuñarse en la década de 1930 y que aludía a una forma de ser mujer en el mundo. La esposa de, el sujeto secundario a la figura ‘trascendente’, la acompañante en la actividad social, el ser a cargo de lo familiar y lo doméstico, entregada a acciones de asistencia y caridad. La “primera dama” es un signo contundente de las expectativas y los ideales que se pedía a las mujeres cercanas al poder. Con los remezones de los últimos tiempos, la figura va cargando la estela de lo que empieza a sentirse vencido, obsoleto. Sin embargo, persiste. En estas elecciones, por ejemplo, Horacio Serpa, candidato a la Alcaldía en Bucaramanga, contó con la presencia de su esposa, Natalie Millán, quien figuró sonriente en tarimas y encuentros. En la elección a la Gobernación de Bolívar, María Angélica Salas, la esposa de Yamil Arana, también fue activa y vital pieza en la visibilidad del candidato. Pero el caso de Eder y Vargas amerita una cuidadosa disección. Como estudiosa de las construcciones de lo femenino, de sus iconografías y de sus impactos, me interesa poner la mirada sobre algunos de los símbolos que se tejen en torno a la mujer que protagonizó la campaña y que, ciertamente, tuvo un efecto en su victoria.
En Colombia, Taliana Vargas requiere poca presentación. Tiene un nombre peculiar y sonoro. Fue Señorita Colombia en 2007 y virreina del certamen universal un año después. Giró su prestigio hacia la actuación y el modelaje. Mujer de belleza deslumbrante, estilosa, glamorosa, alta, fue figura icónica de grandes marcas nacionales. Se ha consagrado como una figura influyente en la industria de la moda, en una época en la que Colombia —un país largamente asociado a sus oscuridades de narcotráfico, guerra y terrorismo— se ha sellado como productora de un diseño apetecido por el fashion del norte global. Su prontuario estético es impecable. Ha amasado jugosos contratos a través de campañas con marcas como Pantene y L’Oreal. Ha acumulado un robusto capital social con gracia y sagacidad. Se viste de las ropas más cotizadas. En su repertorio de colaboraciones visuales están sellos tan apetecibles como Carolina Herrera y Chanel. Ha colaborado con esfuerzos de moda democratizada con el Grupo Éxito. Y sus pretensiones actorales la erigieron de estrella de telenovela nacional y la llevaron a aparecer en series como Narcos. También se ha declarado públicamente filántropa, y desde hace unos años capitanea una fundación en su ciudad natal, Santa Marta.
Sus elecciones no pueden removerse de ciertas dinámicas de clase social. Sus amistades, su cercanía con las cumbres del diseño, la moda o del espectáculo, su retórica de ‘caridad’ católica, el hombre con el que eligió casarse, todas suman un reservorio importante de ascenso social. En un país donde el Concurso Nacional de Belleza ha sido un aparato de elevación económica y social para muchas mujeres que nacen en los azares desiguales de las jerarquías de clase, algunos de los recursos ejercidos por Vargas son frecuentes. Otras mujeres han capitalizado la mística singular que ejerce la figura de la reina en un país donde se celebran docenas de reinados. Vargas ha sido enfáticamente vocal con sus tendencias religiosas, su devoción a la Virgen María, al rezo del rosario y a la fe católica que constantemente exalta. Como acompañante en la contienda electoral, acentúo ciertas iconografías ‘marianas’ con las que se presenta. Habla dulce y suave. Se vio con más frecuencia sin maquillaje, vestida de blanco, asintiendo complacida y endulzada junto a su marido.
En Latinoamérica no se puede disociar la ubicuidad de la reina de belleza de las versiones variadas de la Virgen. Esos arquetipos de feminidad contienen rastros importantes de una cultura que exige a las mujeres a parecerse, desde niñas, a una ficción: a una madre virgen. Una cultura que les exige ser objetos bellos, sexualmente atractivas, pero que las condena si se atreven a ejercer goce o acción sexual. Esta imposición simbólica es importante. Pedirles a las mujeres que se parezcan a un arquetipo que les despoja de ser humanas señala los estándares imposibles que normaliza la misoginia. Incluso si aceptamos que esa exigencia de ‘virginidad’ puede no ser literal, sí se manifiesta al demandarle a las mujeres a que sean abnegadas, subordinadas, pequeñas, silenciosas, para ser ‘buenas’, y ‘adecuadas’.
La iconografía que se encuentra en Vargas es compleja porque combina astutamente formas aparentemente inofensivas con estas ideas. Sus estilos son una mezcla donde entre los encantamientos del glamour y una serie de mensajes velados: la premisa de ser inocente, ‘buena’, sacrificada, ‘correcta’. Vargas encarna de maneras muy precisas la feminidad cristiana pero las combina sagazmente con unas fórmulas convincentes. Sonriente y acomodada, sin sobresaltos o actitudes confrontacionales, sin estridencia, rebeldía o desobediencia. Su vestimenta es deleitable, sus estéticas espectaculares a veces bordean lo sexy, pero nunca cruzan una frontera para posicionarla como un sujeto erótico que abandone el molde que encarna.
En uno de los videos que circuló hacia el final de la contienda electoral, junto a su marido, Vargas hacía un llamado a implementar el rigor ante las noticias falsas sobre la campaña. No fue exactamente su actitud cuando, en febrero de 2021, la Corte Constitucional despenalizó la interrupción del embarazo hasta la semana 24. Ese margen de tiempo se daba, como sabían los cúmulos de mujeres que han luchado por alcanzar un hito tan importante, como una medida preventiva en un país donde las ‘periferias’ tienen difícil o nulo acceso a la atención médica; donde muchas niñas y adolescentes descubren embarazos tardíos por violación; donde la clase social está ligada a posibilidades de elección; donde las mujeres han sido encarceladas por decidir sobre sus cuerpos. Estadísticamente, solo el 1% interrumpe un embarazo en esa etapa. Sin embargo, Vargas —haciendo uso de su plataforma de Instagram con más de 2 millones de seguidores— publicó un video donde aparecía ella en su sexto mes de embarazo. Le hablaba a la panza, aparecía en un automóvil contando lo que acababa de suceder en una ecografía, aparecía besando a su bebé recién nacida.
Sembró desinformación y falsedad. “Colombia, esto es tener 24 semanas de embarazo”, dijo, “seis meses con un bebé dentro de mí. Desde la semana, no mes, sino semana cinco se puede escuchar el corazón del bebé. (…) No dejemos que la lucha por los derechos de la mujer empañe nuestro raciocinio o nuestra humanidad”. Ágil en su discurso filantrópico de asistencia social, Vargas ha sido no obstante poco vocal ante los asuntos políticos de los derechos femeninos.
En su afán electoral, Eder fue hábil en situarla como una “mujer empoderada”, pero las políticas de Vargas poco o nada tienen que ver con las liberaciones femeninas. Hace unos años, para el bautizo de su primera hija, los dos esposos entraron a una iglesia donde aguardaba un séquito de personas afro, vestidas de blanco, cantando. ¿Es necesario siquiera explicar el subtexto racista de semejante imagen? Hace unos meses, por las redes circuló la publicidad de una aplicación llamada Hallow. Vargas aparecía sin una gota de maquillaje, vestida de blanco, tono almibarado, promocionando el rezo del rosario y la relación con “la madre del cielo”. Durante el estallido social de 2021, invitó a rezos de rosario virtuales, y fue mucho menos asertiva en criticar la violencia que en el video que circuló de ella llorando ante ataques contra los candidatos durante la campaña. Su defensa de la violencia parece selectiva, la de las mujeres, parcial. Nunca —hasta donde permite mi alcance— se le ha escuchado hacer un comentario desaprobatorio sobre los cientos de miles de casos de la pederastia que han sido desenterrados como práctica sistemática de la iglesia que tanto ama.
Vargas no enuncia posturas que amenacen al orden patriarcal al que pertenece. Por el contrario, lo protege. Tal vez porque como otras señoras bien, ella también hace parte de un proyecto político que la requiere cómoda, dulce, conservando y promoviendo una feminidad que no subvierta. ¿Qué se mantiene a través de esto? ¿Qué indicios hay en estas maneras de construir lo femenino?
La impecabilidad de las formas encubre bien una agenda de “señora bien”. Porque ellas detentan cierto poder. Si bien no es el del patriarca, pueden ser fichas potentes para mantener unos órdenes. En un país de violencias innombrables, no se considera dañina la figura de la madre virgen como gran arquetipo para las mujeres ni la complacencia con la clase social. Ese papel sí los hacen muy bien las mujeres que reproducen celosamente códigos de ciertas castas.
En el caso de Vargas vemos cómo se camuflan políticas tradicionales, una protección acérrima de posturas conservadoras para las mujeres, bajo el manto de la dulzura y del glamour. Por eso sus formas son tan efectivas. Y todo esto es lo que ambos, Eder y Vargas, supieron instrumentalizar bien. Los chistes alrededor de la pregunta de quién era la verdadera candidata, la intensificación de la presencia de ella en la recta final. Eso es lo inédito en ese performance: la manera tan aplicada de canalizar formas, imaginarios y símbolos usuales para lograr el triunfo del marido electo.
Vivimos en un país que castiga a las mujeres que se atreven a incomodar a sus castas, a los sistemas que les imponen moldes que no las dejen ser libres ni humanas. Por contraste, los métodos y postulaciones de Vargas, en últimas, protegen a unos intereses políticos y de clases tradicionales. Ahora obtuvo el poder que también ella parecía añorar, pese a no traslucirse en la superficie del dulzor y la vestimenta blanca. Parte de esa modulación de la feminidad cristiana es presentarse como libre de intereses propios, como una mujer que se entrega altruistamente. Y el asunto no es su elección —legítima, común— de personificar una señora bien. La cuestión radica en cómo sus modos de representarse, bajo la pátina de la ‘mujer buena’, están sirviendo para un tipo específico de poder. Alguna fábula habla sobre lo que puede lograr una criatura con el apetito de un lobo efectivamente ataviada de oveja.
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