Petro, el presidente de la paz al que se le descontroló la guerra
El proyecto del Gobierno de negociar la paz con los grupos criminales no despega mientras la violencia se recrudece en Colombia con cifras alarmantes de desplazamientos forzosos, masacres o reclutamiento de menores
Negarle ambición al presidente Petro sería un error. Cuando llegó al poder, estaba seguro de que si un izquierdista exguerrillero podía ganar en las urnas a la tercera, también podía transformar Colombia en cuatro años. Petro tenía en la cabeza todo lo que quería hacer. El día que ganó y se desplomó de la emoción y el cansancio sobre su cama, debió pensar que era la hora de poner en práctica la teoría. Había que acabar con el hambre y con la pobreza, cambiar el mercado laboral y el sistema sanitario, mejorar la educación, descentralizar el país y hacer un reparto justo de la tierra, había que descarbonizar la economía y frenar la deforestación. Y además, había que pacificar el país. El presidente citaba al filósofo Jacques Derrida para explicar su plan para la “paz total”, como si el pensamiento aún tuviera algo que ver con una guerra que hacía décadas que había abandonado la ideología por la economía, de adorar al Che al Chapo. Un conflicto protagonizado por jóvenes pobres que mueren y mafias que ganan y que, a un año de su llegada al poder, aún no leen a Derrida.
La violencia en Colombia tiene mil formas y, para acabar con todas ellas, el plan de Petro pasaba por estirar el concepto de negociación. Sentarse a la mesa para lograr el desarme de grupos tan diversos como la guerrilla del ELN, clanes narcotraficantes, pandillas o bandas criminales enfrentados entre ellos y contra el Estado en un círculo de violencia que tiene su base en las economías ilegales. Su plan fue recibido con bastante escepticismo, pero en esos primeros meses de mandato en los que todo siempre parece ir bien, y con Petro no fue una excepción, el Gobierno logró el aval del Congreso para abrir las negociaciones. En un primer paso se logró la instalación de la mesa de diálogo con el ELN, la última guerrilla activa de América Latina, y cinco ceses bilaterales con grupos armados, que respondieron con más entusiasmo que realidad a la llamada del presidente.
El proceso con el ELN avanza lento, pero es hoy el brazo más sólido con el que cuenta el proyecto de paz. Su primer éxito se logró en las últimas semanas, cuando el Gobierno y la guerrilla acordaron un alto el fuego que durará 180 días. Pero la paz total no puede depender solo de esta negociación, incluso aunque se lograra el desarme de los aproximadamente 5.000 combatientes que tiene, la violencia seguiría en manos de otros grupos criminales como el Clan del Golfo o las disidencias de las FARC, formadas por exguerrilleros que no se acogieron al acuerdo de paz en 2016.
Un informe del pasado febrero de la organización International Crisis Group calificó de “admirable, pero arriesgado” el plan de Petro. Y advirtió: “Los grupos podrían aprovechar la iniciativa de la paz total para fortalecer su control, a menos que el Estado tome medidas drásticas contra sus insidiosos métodos”. Hoy las cifras no son alentadoras. La ONU ha alertado recientemente que los datos de reclutamiento forzado de menores son alarmantes y van en aumento. Colombia siguió en 2022 entre los cinco países con más desplazamiento interno del mundo. Y en lo que va de año han sido asesinados 82 líderes sociales y se han producido 52 masacres, según datos del Instituto para el Desarrollo y la Paz (Indepaz).
El pasado fin de semana, que se saldó con tres nuevas masacres, dejó dos imágenes que muestran la dificultad de contener la violencia en un país donde la presencia del Estado se diluye en los territorios. En una, se ve una caravana de más de 170 familias que abandonan sus hogares para salvar su vida. Se trata de exguerrilleros de las FARC que firmaron el acuerdo de paz y que, después de entregar las armas, se establecieron en unos espacios acordados, supuestamente protegidos por las autoridades. El asesinato de dos firmantes residentes en la zona y las llamadas de atención desoídas, los llevaron a huir para volver a empezar de cero en otro lugar siete años después. En lo que va de 2023, han sido asesinados 19 excombatientes.
La segunda imagen llegó a través de las redes sociales desde el llamado laboratorio de la paz total del Gobierno, en la ciudad portuaria de Buenaventura (Valle del Cauca). Allí donde se logró una tregua entre las dos pandillas enfrentadas en una violencia encarnizada, que llegó a sumar 85 días sin homicidios, la débil paz saltó por los aires el pasado abril y mostró todo su terror estos días en unos vídeos en los que se ve a hombres encapuchados y armados hasta los dientes soltando amenazas. EL PAÍS visitó Buenaventura el pasado diciembre, en medio de la tregua, y en un ambiente de alivio por la desescalada y tensión por la incertidumbre sus habitantes hacían llamadas al Gobierno para concretar los avances y sentarse a la mesa de diálogo. “La paz total es frágil, los jóvenes no van a tener la paciencia de esperar un año si el Gobierno no les comienza a cumplir”, decía entonces una mujer. Siete meses después, los habitantes atemorizados piden la militarización del territorio.
Petro se ha dado cuenta en este primer año de mandato que nada era tan fácil como había imaginado. Ni aprobar las reformas estructurales en el Congreso ni doblegar con la palabra la violencia en los territorios. Las estructuras de los grupos criminales llevan años de ventaja al Estado en gran parte del país, donde miles de colombianos viven bajo la guerra cruzada de estos grupos que se disputan el territorio detrás de la droga, la minería ilegal y el contrabando. En una guerra en la que sobre todo mueren jóvenes pobres, hace falta una reforma educativa y una laboral, acabar con la pobreza y el hambre, frenar la deforestación y hacer un reparto más justo de la tierra, descentralizar y llevar el Estado donde nunca se le ha visto. Esa es la teoría, falta la práctica.
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